Nota: El cuento La guardesa participó en el Concurso de Cuentos Taurinos El Albero, que organiza la peña taurina del mismo nombre y fue uno de los ganadores. Fue escrito por el premio Alfaguara de novela 2007, Luis Leante, y compartimos con ustedes. Vale la pena leerlo.
Por Luis Leante
A Paulina, la guardesa del paso a nivel de La Perra, la partió un tren en dos trozos. A mi abuelo Ramón fue al primero que avisaron. También llamaron a Curro de la Puebla, porque ni siquiera a la Guardia Civil se le pasaba por alto la relación que aquella mujer había tenido en su juventud con los dos hombres. Yo era entonces un estudiante despreocupado por la vida de los demás; pero ahora conozco muy bien la historia: demasiado bien, diría yo. El cuerpo de Paulina, la guardesa del paso a nivel de La Perra, lo partió limpiamente por la mitad un tren correo que pasaba por delante de su casilla poco después de la medianoche. Nadie sabrá ya nunca qué pasó por la cabeza de Paulina antes de sentir que la máquina se le echaba encima. Encontraron las dos mitades separadas por las líneas de los raíles. Los niños acudieron atraídos por el bullicio de los curiosos, y aquella mañana no hubo escuela. El juez preguntó si tenía hijos o parientes, pero nadie quiso responder, por no meterse donde no lo llamaban. Un guardia civil se rascó la coronilla bajo el tricornio, frunció el ceño y dijo, como acordándose: «Familia no tiene, pero yo sé quién puede hacerse cargo de ella».
El día en que se presentó la pareja de la Guardia Civil en casa, preguntando por mi abuelo, yo estaba preparando los exámenes finales de mi licenciatura en Derecho. No enten-dí nada de lo que dijeron. Sin embargo, mi abuelo insistió tanto que tuve que acompañarlo en el coche que enviaron desde el cuartel. Yo no conocía a Paulina, nunca antes había oído hablar de ella, jamás mi abuelo pronunció una sola palabra sobre aquella mujer delante de la familia. Por eso, la visión de las dos mitades de la guardesa, más que dolor, me produjo un terrible desasosiego. Luego, llegó Curro de la Puebla. Aunque nunca me interesó la fiesta de los toros, era difícil no saber quién era aquel hombre o, mejor dicho, quién había sido. El viejo matador era un anciano de rostro bondadoso, casi bobalicón, de andar torpe y mirada de miope, pero que en algunos de sus gestos seguía manteniendo el carácter que a un hom-bre de su clase se le supone. El abuelo Ramón sólo lo miró cuando fue estrictamente necesa-rio. Los dos ancianos mantuvieron la mirada fija, sin titubear, diciéndose algo que sólo ellos entendían. Y cuando el guardia civil preguntó: «Entonces, ¿quién se hará cargo del finado?», los dos respondieron al unísono: «Yo, por supuesto». Lo que sucedió luego es demasiado largo de contar. A nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido el disparate que mi abuelo y Curro de la Puebla perpetraron. Después de hablar sin testigos durante casi una hora, deci-dieron en secreto quedarse cada uno con una mitad del cuerpo. Legalmente, el juez le entre-gó el cadáver a Curro de la Puebla; pero esa misma noche, cumpliendo su palabra de caba-llero, le entregó a mi abuelo la mitad de Paulina, la guardesa del paso a nivel de La Perra. Nadie lo supo, nadie sospechó lo que realmente había sucedido, nadie imaginó siquiera el acuerdo macabro que aquellos dos ancianos, que se odiaban hasta lo más profundo, habían tomado para repartirse el cuerpo de la mujer que más habían querido en su vida. Y si yo me enteré, mucho tiempo después, fue porque mi abuelo Ramón, en su lecho de muerte, me hizo jurar por todas las cosas que yo entonces consideraba sagradas, que no cejaría en el empeño hasta conseguir legalmente la otra mitad del cuerpo de Paulina, su amada Paulina, la guardesa, la mujer más bella del mundo.
Es muy posible que a sus dieciséis años no hubiera otra mujer más hermosa en el mundo que la bella Paulina. A juzgar por las fotografías que encontré entre los papales del abuelo Ramón después de su muerte, así debió de ser. Paulina no tenía apellidos, e incluso el nombre podría ser inventado. Los orígenes de Paulina no los conoce nadie. Ni siquiera mi abuelo sabía de dónde había salido aquella muchacha que apareció un buen día agarrada al brazo de su amigo Curro, y que desde aquel momento no se separaba de él ni en el sol ni en la sombra, pues hasta la misma plaza lo acompañaba todas las tardes. Nunca se había visto hasta entonces que un matador de toros viajara durante toda la temporada con una mujer, aunque no fuera su esposa.
Mi abuelo Ramón y Curro de la Puebla habían nacido el mismo día del mismo año y en la misma calle. Se conocían desde que aprendieron a caminar. Fueron juntos a la escuela hasta que tuvieron que buscar un oficio. Luego, se separaron y sus vidas tomaron caminos diferentes, aunque nunca dejaron de verse. Mi abuelo Ramón se hizo ferroviario a los dieci-nueve años. Era listo como el hambre y seco como una estaca. Por eso, seguramente, no le costó trabajo salir adelante sin tener la escuela terminada. A Curro le costó más, pero cuan-do debutó con caballos y se le abrieron las primeras puertas resultaba claro que aquel mu-chacho llegaría lejos. Mi abuelo, según me contó, miraba a Curro con admiración, y Curro, al parecer, lo trataba con respeto. Seguramente fue por aquella vieja amistad por lo que a Curro de la Puebla, desde que tomó la alternativa, le gustaba viajar en tren con su apodera-do, mientras la cuadrilla cruzaba las carreteras de piedra en viejos y destartalados coches. Nadie que conociera las antiguas máquinas que escupían carbonilla podría dar otra explica-ción. Cada vez que Curro de la Puebla toreaba en su ciudad o en las proximidades, al bajarse del tren le regalaba una entrada a su amigo Ramón, y mi abuelo le decía: «Que tengas mucha suerte, Currito». Los periodistas y la premura les impedían cruzar otras palabras, pero segu-ramente no era necesario.
La primera vez que mi abuelo Ramón vio a Paulina, la muchacha iba cogida del bra-zo de Curro de la Puebla, y en ese momento le pareció la mujer más bella del mundo. Así me lo confesó. Paulina debía de tener entonces poco más de dieciséis años, pero le pareció tan hermosa a mi abuelo, tan cándida e indefensa, que ya no pudo apartarla de su mente hasta el final de sus días. Paulina asomó por la puerta de aquel vagón de primera, cogida del brazo de Curro, y lo hizo como cuando el sol, después de muchos días de niebla, asoma tímida-mente entre el cielo grisáceo. Los periodistas que habían acudido aquel día a la estación del tren para narrar la llegada a su ciudad del famoso matador de toros recogieron con sus pri-mitivos daguerrotipos aquel momento que marcaría para siempre la vida de un joven ferro-viario que luego sería mi abuelo. Cuando el matador pasó junto a su amigo Ramón, lo salu-dó ligeramente con un gesto muy taurino y sólo le dijo: «¿Qué te parece la gachí que me he traído de la capital, Ramón?». Y mi abuelo hizo un gesto, como de aprobación, con el que le hacía saber a su amigo que le alababa el gusto. Luego, las cosas se fueron sucediendo tan deprisa que ni siquiera mi abuelo, viendo cercana su muerte, fue capaz de contármelo todo en el mismo orden en que ocurrió. Apoyado en el respaldo de una incómoda butaca de hos-pital, escuché durante varias noches la confesión que nunca antes había hecho mi abuelo a nadie de la familia. Con su insistencia consiguió arrancarme la promesa de cumplir su volun-tad tras su muerte. Después, pasé muchas noches leyendo sus papales, los dos diarios y los recortes de periódico que tenía guardados en una vieja maleta. Es posible que, por esa ra-zón, la historia de Paulina y de mi abuelo no sea como la estoy contando, sino como el an-ciano la tenía en su cabeza y en sus papeles.
Con sólo veinte años, el amigo de escuela de mi abuelo se convirtió en el más grande matador de toros del momento. Toreó tres temporadas seguidas en América, abrió la Puerta Grande de los cosos más legendarios; y siempre que regresaba a su ciudad lo hacía acompa-ñado de Paulina, la bella y cándida Paulina. Hacían una entrada triunfal en la estación, ilumi-nados por los flases de los periodistas y seguidos por un cortejo que cada día era más nume-roso. Mi abuelo, protegido por la multitud de curiosos y seguidores, contemplaba a Paulina como quien contempla la obra más perfecta de la naturaleza. Pocas veces pudo cruzar pala-bra con la muchacha, pero en las escasas ocasiones en que lo hizo le pareció un ser angelical, impregnado de gracia, débil y lleno de encanto. Y lo que ocurrió fue que, cuando mi abuelo quiso darse cuenta de lo que le estaba pasando, ya se había enamorado perdidamente de aquella jovencita que acompañaba a todas partes a Curro de la Puebla. El ferroviario trataba de evitar el encuentro con el matador de toros, pero era difícil, porque Curro, cuanto más famoso iba siendo, más se acordaba de sus amigos, de su ciudad y de las penalidades que había pasado en su infancia. Mi abuelo trataba de hablarle con naturalidad, aunque cada vez que Paulina estaba por medio sentía que los pensamientos se le reflejaban en la frente y que todo el mundo podía leerlos. Durante más de dos años intentó olvidar a aquella mujer que parecía, al lado de Curro de la Puebla, el ser más enamorado del mundo. Pero ocurrió algo que precipitó los acontecimientos y que fue la causa de que luego sucediera lo que nadie fue capaz de evitar. En uno de los viajes de Curro a su ciudad, a mi abuelo le pareció percibir en el rostro de Paulina una sombra de desdicha. Viéndolos así, cogidos del brazo y paseando por el andén bajo la luz de los flases, nadie hubiera sospechado nada. Pero mi abuelo creyó descubrir algo más allá de lo que reflejaban sus rostros. Y, en verdad, no se equivocaba. Él lo vio mejor que nadie, porque estaba apenas a unos pasos. Curro de la Puebla le dijo algo al oído a Paulina, ella hizo un gesto de desprecio, le respondió desairadamente al matador, y éste se volvió hacia ella con la mano en alto y le dio una bofetada tan sonora que a mi abuelo le dolió como si la hubiese recibido él mismo. Paulina se echó las dos manos a la cara y ocul-tó, avergonzada, el gesto de dolor y de rabia. Se produjo un gran revuelo, pero Curro de la Puebla siguió caminando y arrastró tras de sí a todos los periodistas. Paulina quedó sola, en medio del andén, llorando desconsoladamente ante la mirada rota de mi abuelo, que se hubiera tirado en ese momento a sus pies como un perro si ella se lo hubiera pedido. Pero la muchacha sólo dijo: «¿Tienes un pañuelo, Ramón?». Mi abuelo le dio su pañuelo, la acom-pañó hasta la sala de mandos de la estación y allí se quedó mirándola, sin decir nada, hasta que Paulina le confesó a media voz: «Se acabó: no volveré nunca más con él. No quiero ni siquiera oír su nombre». «No digas eso, mujer —la consoló mi abuelo—, seguro que en cuanto se te pase el disgusto no te acuerdas de nada». «Te equivocas, Ramón, te equivocas totalmente. Tu amigo es un desalmado. Sólo le importa él mismo. Lo demás es un adorno. No le interesa nada que no sea su carrera». «No, Paulina, eso no es cierto. Yo lo conozco desde que era un niño». La muchacha lo miró, mostró su desacuerdo con un gesto y dijo secamente: «A los hombres sólo se les conoce en la cama, y por eso te aseguro que yo lo conozco mucho mejor que nadie». Aquella afirmación le dolió terriblemente al ferroviario, y Paulina se dio cuenta enseguida. La amiga de Curro retuvo la rabia que tenía dentro, le co-gió las manos a mi abuelo y le susurró: «Tú no conoces bien el mundo, Ramón. Tú ves pasar la vida todos los días, pero nunca te montas en ella. Yo, por el contrario, no me he apeado de ella desde que cumplí catorce años. Sólo Dios tiene la culpa de haberme dado este cuerpo y esta cara —el ferroviario se ruborizó—. Tú me aprecias, ¿verdad, Ramón?». «Claro que sí, Paulina». «Incluso me quieres un poquito, ¿verdad, Ramón? —y el silencio de mi abuelo fue entonces la respuesta más clara—. Pues, entonces, deja que me quede aquí, contigo». Mi abuelo tardó en responder, pero al cabo dijo: «Eso no puede ser. Curro no lo permitiría. Además, él te quiere, me consta». «No te engañes, Ramón; lo que Curro quiere es un cuerpo y una cara bonita en la que mirarse todas las noches y ver reflejado su triunfo. Ya estoy can-sada de golpes, de humillaciones, de desprecios. Esto que acabas de ver no es la primera vez que sucede». Mi abuelo no la dejó terminar. La agarró de la cintura, la apretó contra su pe-cho, buscó sus labios y la besó con todo el amor contenido de los últimos años. Luego, llevó a Paulina al pabellón en que vivía, junto a la estación. La ayudó a instalarse, le abrió su cora-zón y mandó un mensaje a Curro de la Puebla para que supiera que su chica no quería regre-sar con él.
Curro de la Puebla no se molestó ni siquiera en contestarle a mi abuelo. Dos días después, cuando el matador se subió al tren para seguir la temporada, se detuvo con el pie en el estribo del vagón, miró a mi abuelo y sin levantar la voz le dijo: «Tienes algo que me pertenece. No voy a enfrentarme contigo, pero a mi regreso quiero que me lo devuelvas». Mi abuelo sintió aquellas palabras amenazadoras como un puñal que se clavaba en la diana de su felicidad. Le contó a Paulina lo que le había dicho Curro, y ella soltó una carcajada desconcertante. «Anda listo, si piensa que voy a volver con él». Y mi abuelo creyó sincera-mente aquellas palabras. Pero el tiempo le demostró que las cosas no iban a ser como él cre-ía. En octubre, Curro de la Puebla se fue a América, de manera que estuvo fuera más de cuatro meses. Durante aquel tiempo, Paulina le hizo pasar al ferroviario los días más felices de su vida. A mi abuelo las jornadas de trabajo se le hacían largas y penosas; después, al lado de Paulina, el tiempo pasaba rápido y se le escurría de las manos. Ninguna sombra empañaba su felicidad. Nadie le había dicho nunca palabras tan dulces como las que oyó en los labios de Paulina, ni le había hecho sentir nadie tanta felicidad. Nunca vio el ferroviario un cuerpo tan hermoso como el de Paulina, ni saboreó un manjar tan exquisito, ni se sintió tan amado como por aquella mujer. Pero no duró más que unos meses. Cuando una nube de fotógrafos le anunció el regreso de Curro de la Puebla, se echó a temblar. Paulina se mostró indiferente. No obstante, mi abuelo quiso que ella estuviese a su lado en el momento en que Curro se bajara del tren, para demostrarle los dos que no les importaba nada, que eran felices y que nadie podría destruir aquel amor. Pero las cosas no sucedieron como mi abuelo pensó. En cuanto el matador asomó la cabeza por la puerta del vagón, buscó a Paulina y a mi abuelo Ramón entre las cabezas que se apiñaban en el andén. Sin perder la sonrisa, se acercó hasta ellos y le dijo al ferroviario: «Sabes que tienes algo que me pertenece». Pero mi abuelo no se achantó, le sostuvo la mirada y le respondió: «Tendrás que luchar para conseguirlo». Curro de la Puebla lo miró desafiante y le dijo: «¡Qué poco conoces a las mujeres, Ramón!». Lue-go, extendió el brazo hacia Paulina. Mi abuelo la miró y, en cuanto vio su cara, comprendió que ella se iría con Curro. Paulina, con las mejillas surcadas por las lágrimas, se agarró al brazo del matador y sólo le dijo a mi abuelo: «Lo siento, Ramón. No puedo evitarlo. Soy una estúpida y nunca podré dejar de serlo». Y mi abuelo agachó la cabeza, sintió perdida su dignidad y no replicó. Durante dos temporadas más vio las idas y venidas de Curro y Paulina en el tren. Ya no volvió a cruzar palabra con ellos; pero mientras tanto se echó novia, se casó y trató de olvidar lo sucedido. Sin embargo, aquellos cuatro meses junto a Paulina no se borraron nunca de su memoria. Por eso, cuando dos años después la reciente esposa del ferroviario le anunció a su marido que una mujer quería hablar con él, volvió a temblar como un chiquillo ante la presencia de Paulina. Se armó de valor y le dijo: «¿Qué quieres ahora, Paulina?». Y Paulina se echó a sus pies, llorando y suplicándole. «Quiero que me perdones, que me insultes, que me digas lo que me merezco, pero que me dejes estar a tu lado». «¿Y Curro?». «Jamás volveré con él. Es la persona más egoísta del mundo. Lo odio con toda mi alma». Y mi abuelo la interrumpió: «No puedes quedarte aquí. Me casé hace dos meses. Mi mujer es quien te abrió la puerta». Pero Paulina no parecía escuchar: «Sólo quiero que me dejes estar a tu lado. No te molestaré. Te haré feliz. ¿Ya te has olvidado de los ratos tan buenos que pasamos?». «Ni de los buenos ni de los malos: no me he olvidado de nada». Paulina le suplicó al ferroviario, se abrazó a sus rodillas y lloró hasta quedarse sin fuerzas. Pero mi abuelo Ramón no se mostró conmovido por su desdicha, aunque por dentro se sin-tiera roto. La mujer, despechada, vagó por la estación del tren, noche y día, durante una semana. Pedía limosna entre los viajeros y llegó a ofrecer su cuerpo cuando se vio totalmen-te perdida. En aquel punto mi abuelo no pudo soportarlo más; se acercó a ella cuando se iba del brazo de un hombre y le dijo: «No puedo permitir que hagas esto, Paulina. Aunque te odiara con todas mis fuerzas no podría permitírtelo. Si quieres salir adelante, puedo ofrecer-te el puesto de guardesa en el paso a nivel de La Perra». Paulina se soltó del brazo del des-conocido y preguntó: «¿Qué tengo que hacer?». «Sólo subir y bajar la barrera cuando se acerque el tren. Podrás vivir en la casilla que hay junto a la vía». «¿Y vendrás a verme de vez en cuando?». Mi abuelo negó rotundamente, pero en el brillo de sus ojos Paulina adivinó lo que iba a suceder en los años siguientes.
Cuando a Paulina, la guardesa del paso a nivel de La Perra, la partió un tren en dos trozos, hacía cuarenta años que vivía en la caseta construida junto a la vía. Mi abuelo Ramón me contó una parte de la historia, el resto lo averigüé yo, hurgando en un baúl en donde encontré dos diarios, recortes de prensa y numerosos papeles. Durante los días en que mi abuelo permaneció ingresado en el hospital, me contó todo lo que había llevado dentro a lo largo de tantos años sin confesárselo a nadie. Y, si me lo reveló precisamente a mí, fue por-que yo lo acompañé al paso a nivel de La Perra el día en que la Guardia Civil se presentó en casa para comunicarle la muerte de la guardesa Paulina. Yo fui testigo, sin comprender lo que estaba sucediendo realmente, de las miradas terribles que mi abuelo y el viejo Curro se lanzaron aquella fría mañana. Yo escuché cómo los dos se hicieron cargo del cuerpo de Pau-lina para enterrarlo y, luego, cuando ya no había testigos, vi con mis propios ojos cómo los dos ancianos, sabiendo que no tenían fuerzas para luchar por aquel cuerpo partido en dos trozos, llegaban a un acuerdo: quedarse cada uno con una mitad. A mi abuelo le correspon-dió la parte de abajo; y a Curro, el tronco y la cabeza. No sé, en realidad, cómo pude permi-tir que aquellos dos viejos insensatos cometieran semejante tropelía. Supongo que lo inusi-tado del caso y las palabras tranquilizadoras de mi abuelo tuvieron la culpa de que yo no me opusiera. Luego, en el hospital, me enteré de toda la historia.
Cuando mi abuelo Ramón le ofreció a Paulina el puesto de guardesa en el paso de La Perra, creyó que se iba a olvidar de ella para siempre, pero no fue así. Y lo mismo ocurrió con Curro de la Puebla. Los dos hombres, que nunca más volvieron a hablarse, pasaban con frecuencia por aquel paso a nivel. El torero, en sus mejores tiempos, hacía detener el tren allí mismo. Visitaba a la guardesa, pasaba una hora recordando viejos tiempos y pagaba el silen-cio del maquinista y del revisor con grandes fajos de dinero. Después, cuando se fue hacien-do mayor y los tiempos cambiaron, ya no le permitieron aquellas excentricidades. Pero no dejó nunca de visitar a Paulina en su caseta. Mi abuelo, aunque luchó por no ir a verla du-rante los dos primeros años, terminó por acudir a la caseta cada cuatro o cinco meses. A los dos los recibía la mujer en silencio, dolida pero sin quejarse. A los dos los complacía a su manera y les daba lo que sabía que iban a buscar. A Paulina la visitaron los dos hombres durante muchos años, hasta que la edad y la conciencia los separaron de ella. Nunca coinci-dieron los dos al mismo tiempo, aunque ninguno ignoraba lo que estaba sucediendo. Mi abuelo me confesó esto en su lecho de muerte, una cama de hospital. Y también me hizo jurar que pondría todos mis conocimientos de abogado al servicio de una causa: conseguir la mitad de Paulina que poseía Curro de la Puebla y enterrarla con la mitad que tenía él en nuestro panteón familiar. Se lo juré con lágrimas en los ojos, convencido de que nadie po-dría poseer por medio de un pleito lo que aquellos dos locos no habían conseguido en toda una vida. No obstante se lo juré. Cuando murió mi abuelo, sentí un gran desasosiego. Curro de la Puebla apenas le sobrevivió un mes; parecía que hubiera estado esperando para decir la última palabra. Durante un tiempo, casi un año, estuve dándole vueltas y completando aque-lla historia. Visité varias veces la mitad del cuerpo de la guardesa de La Perra. Finalmente, llamé por teléfono a la nieta de Curro. La mujer me confesó que estaba esperando aquella llamada. Su sinceridad me conmovió. Concertamos una cita. La nieta del torero se parecía tanto a las fotos de Paulina que ni por un momento dudé quién era su madre. Mi abuelo, sin embargo, había silenciado aquel detalle. La mujer me confesó con lágrimas en los ojos que su abuelo, en el lecho de muerte, le había hecho jurar que lucharía por todos los medios para conseguir la mitad del cuerpo de Paulina y enterrar las dos partes juntas. Nos miramos sin hablar durante mucho tiempo. Me pareció tan hermosa así, con los ojos llenos de lágrimas, y se parecía tanto a las fotografías de Paulina, que por un momento comprendí la locura de mi abuelo. No hubo que discutir nada: con la mirada nos lo dijimos todo.
Esta mañana, la nieta de Curro y yo hemos exhumado las dos mitades del cuerpo de Paulina. Luego, las hemos juntado en una pequeña urna y las hemos depositado en un nicho propiedad del ayuntamiento. En la lápida, comprada por los dos, hemos hecho grabar lo siguiente: «Aquí yace Paulina, la guardesa del paso a nivel de La Perra».
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