martes, 11 de marzo de 2008

TOREO Y RODEO/ Antonio Caballero


Antonio Caballero
Revista 6toros6, No. 683 de 31 de julio de 2007

No hace mucho vi por televisión una corrida de toros en compañía de un neófito. Le pareció un espectáculo tosco y brutal, y sobre todo aburrido. Me dijo que prefería el rodeo.

¿El rodeo? Yo recuerdo haber visto una vez, hace tiempo (y también por televisión), un rodeo celebrado en algún pueblo de Wyoming o de Tejas. Y ese espectáculo sí que me pareció tosco y brutal, y sobre todo terriblemente aburrido. No era un rodeo de potros broncos, sino esa variante del rodeo norteamericano que se llamaba bullriding o jineteo de toros: un empeño de pura fuerza bruta, carente de arte o gracia, y hasta técnica. Se trata simplemente de no dejarse tumbar por un toro que da saltos. Pero a juzgar por el entusiasmo loco del público en las tribunas (no me atrevo a llamarlas tendidos) y por el todavía más delirante, aunque con algo de impostación profesional, del comentarista de televisión, aquel rodeo era el mejor que se había dado en mucho tiempo en todo el Lejano Oeste. Todos los aficionados hemos asistido a docenas de corridas aburridas, y hemos sido capaces de aguantarlas: pero su aburrimiento no engaña ni al público ni a los críticos. Aquellos, en cambio, parecía ser una de las más entretenidas exhibiciones de bullriding que se hubieran vivido en Tejas (o en Wyoming, donde fuera). Yo, por mi parte, no aguanté ni un cuarto de hora.

Hay que advertir que en un cuarto de hora de bullriding caben tantos toros como en una corrida entera de Las Ventas, con todo y sus devoluciones de inválidos. Porque en el rodeo las cosas suceden a la velocidad del rayo. El comentarista se deshacía en elogios cuando mediante un esfuerzo sobrehumano el jinete de turno conseguía completar seis segundos o siete a los lomos del animal corcovante, enloquecido de furor. ¿Les daban algo? Eran unos inmensos toros de carne que pesaban sus buenos ochocientos kilos, y sin embargo saltaban como pelotas de goma y giraban como peones sobre sí mismos, como si a la salida de corrales el torilero les hubiera metido todo un chile picante como un hierro candente por el culo. El jinete aguantaba tres o cuatro tumbos y salía despedido como un pelele manteado por sobre las orejas, y rodaba por tierra en medio de la polvareda mientras lo pisoteaban las anchas pezuñas de la bestia. Pues se trataba de bestias bastas y mal hechas, de pesadas patas rodillonas, de gorda culata y cuello corto y badanudo, con los astigordos pitones desmochados a serrucho casi por la mazorca, que coceaban como mulas y daban brincos como gatos monteses antes de escapar a la carrera, ya sin jinete, fuera de la pantalla de televisión como actores de teatro que hacen mutis por el foro. Salían otros en su lugar, igualmente feos, igualmente enfurecidos, igualmente incabalgables. El problema, pienso ahora que escribo esta palabra, reside precisamente ahí: en que los toros no están hechos para ser cabalgados, sino para ser toreados. Y en consecuencia el espectáculo del bullriding es repelentemente antinatural, como lo serái, si existiere, el horsefighting, o toreo de caballos. Porque así como un caballo no se puede torear, un toro no se puede cabalgar. No lo permite la naturaleza. De esta aberración de origen, de esa contradicción, nace todo el absurdo del bullriding como lo exigiría el hecho de que lo hagan con toros, sino vaqueros, como si fuera con vacas: cowboys, como en las películas. Y es por eso que (al menos en el espectáculo que yo vi) no usan sombreros de cowboy sino máscaras protectoras, mezcla de casco de motociclista y yelmo de gladiador, como los profesionales del football norteamericano: un deporte que, aunque su nombre se traduce literalmente por el de balompié, no se practica con los pies sino con las manos.

No decía el comentarista de televisión que los toros del rodeo hubieran dado buen juego, sino que habían hecho un buen trabajo: a good job. Porque, en efecto, se trata de un trabajo. Lo contrario de lo que es el toreo.

jueves, 6 de marzo de 2008

Muleta Planchada/ De purísima y oro

Disfruto un video de Antoñete, la muleta planchada. De lila y oro. Una frontera perfecta para cruzar derechito al empaque, cruzar los valles de la rectitud. No hay picos, todo es recto, no hay engaños, ni flirteos con el otro pitón. Geográficamente perpendicular al toro a su línea de embestida. Y esa trincherilla de la torería del mechón en estado puro, todo forma, todo majestuoso. Todo limpio.

Escrito por De Purísima y Oro






domingo, 2 de marzo de 2008

El abrazo de las dos orillas/ Zabala de la Serna



Vicente Zabala de la Serna.
26/febrero/2008. Diario ABC.
El adiós de César Rincón se encuentra ya en los anales de la Historia del toreo como un acontecimiento mundial, único de pasión, apoteósico homenaje a un torero de leyenda. La emoción incontenida, desbordada, no debe nublar una visión más profunda de lo sucedido en la Santamaría de Bogotá: sobre los hombros del César cayeron banderas de Colombia, España, México, Francia y una corona de laurel. Pero es que Enrique Ponce despertó idénticos sentimientos de fervor, admiración y entrega.

Cuando los dos colosos se fundieron en un abrazo, sobre los hombros del gentío que se los llevaba en fervorosa procesión, se fundían las dos orillas: Hispanoamérica y España estrechaban de nuevo sus lazos y renovaban ese contrato no escrito de mutua lealtad. Y, ahora, yo me pregunto qué movimiento cultural (de la verdadera Cultura) puede despertar sentimientos de hermandad y unión más fuertes que el toreo; qué embajador colombiano -con permiso de García Márquez y Botero- ha portado la bandera de Colombia en Europa con más categoría que Rincón; o qué diplomático español ha izado la insignia de España por toda América latina con mayor fuerza y orgullo que Ponce.

El lenguaje de los toros es la corriente atlántica que seguirá uniendo nuestros pueblos, aunque decisiones como las de TVE de no retransmitir ni una sola corrida dañe las relaciones. Nunca fueron conscientes los políticos y responsables del Ente público, la televisión de todos, de lo huérfana que han dejado a la afición americana, que se enganchaba al canal internacional por San Isidro o Abril, Fallas o San Fermín, para seguir el hilo del toreo.

Esperemos que pronto Colombia vuelva a contar con un embajador de la talla de César Rincón, aquel chico de la calle que un 21 de mayo de 1991 se convirtió en héroe y ejemplo para toda una nación. Y en su más importante conquistador.