viernes, 26 de diciembre de 2008

BARNA



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Tomé taxis, un avión de hélice, trenes lentos, rápidos y el tren perfecto, metros que ensucian la piel, vagones que bucean el día. Dormí solo en una cama blanca. Vi el mar de invierno. Barna tiene una poética de pedaleo en bicicleta, un toque perezoso y provinciano. Palpé su costra de abrigo burgúes y su luz de escena de Woddy Allen, su marzo en diciembre. Barna tiene su Harlem como el nuestro, lo vi: una fila de taburetes desnudos y una negra con los labios rojos cantando por Diana Krall. Me perdí hasta sentirme descalzo. Comí mal y cené peor, pero me bebí la brisa del mar y el runrún de triunfo Tomista y farlopa que vuela como el eco en la Monumental. La Monumental es un refugio antiaéreo y español y José Tomás la Resistencia, el fleco del último suspiro antes de ver arder París; su natural la bandera roja. Tú me trajiste aquí cuando yo no sabía aún que las playas quemaban. Me acuerdo: el calor, el R12, amarillo, tu codo acribillado de sol en la ventanilla y mi muletita en el maletero. Me despierto en un tren de cercanías y los sms son una excusa para sentir el frío de los besos mesetarios. Abro y no abro Verónica: otra excusa para sacarme del mundo. Resisto. Entre vías llego a Madrid, vuelvo a casa y pienso en mi madre y en esa cosa tan bonita que me dijo. Y el subidón, la fiebre, la droga no fueron los contratos, ni la prisa, ni si llegaré, ni el gol que quita las telarañas a una cláusula; la metadona de este día tristón fue Morante y Jaime con esa abrazo tan torero y cinematográfico en mitad del pitido de final de partido de un tren que atraviesa el fondo marino de una Iglesia. Morante desafía su tristeza y a Sevilla, separa el agua flamenca del Guadalquivir con encaste santacoloma, con sueño, y pasión torera. Con esa pasión de cantar de gesta que ya no tiene el toreo. Luego pasará algo o nada. Los sueños tienen también su puerta del príncipe.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Hermosa y controversial

Por Roque Iturralde G.

Hermosa y controversial a la vez, "violenta y tierna" (como dice una canción), la fiesta de toros genera cada día más discusión y polémica, a medida que nuestras sociedades se internan en la cultura light de la nueva era, a medida que los intelectuales hablan en los foros académicos sobre la posmodernidad y que los medios de comunicación reemplazan progresivamente las ágoras donde se discutía la filosofía, por capítulos renovados de Los Simpson y el Internet permite que niños de Argentina y de la India, se maten en los juegos en red, sin mirarse a los ojos, y sin saber quién está del otro lado de la línea.

El encanto de la fiesta brava tiene algo de inexplicable, porque no es racional, porque no responde a silogismos o números. Tiene algo de atávico, pues nos remite a la emoción más primaria; el miedo y al enemigo más esencial; la muerte.

Sí, porque en la plaza circula el miedo; miedo del torero, quien sabe que la única forma de salir ileso del embate de esas dos muertes afiladas que el toro tienen en la cabeza, no es enfrentarlas con fuerza, sino con extrema delicadeza. La manera de que esas agujas no hieran de muerte, es dominarlas y bordar con ellas. Someterlas no es reducirlas, sino sumarse a su dinámica, aunarse con su ir y venir, armonizar la respiración con la del toro, entrar en su cancha y jugar con sus reglas de ritmo, velocidad, fuerza; ser parte de su dibujo. Sólo entonces, cuando la faena es una con el toro, el peligro aparentemente desaparece para el hombre y el miedo se convierte en logro, en placer, en euforia.

Circula el miedo en el graderío; escondido bajo los sombreros y tras las copas de vino, el miedo es un secreto masivo que se suspira entre muletazos. Cuando el peligro es más que una novelería de fanáticas chic, la plaza se queda en silencio y se puede oír el rasgar del aire de los pitones duros, rozar de la arena de las zapatillas del toreo, el rumor del viento en la capa; entonces el toreo es real, deja de ser un "happening", para convertirse en un ritual, en el único ritual en el que puede llegar al ara del sacrificio, tanto el sacerdote como la víctima traída para el efecto. Cuando no hay silencio en la plaza, es porque no hay miedo, es decir porque no hay ritual, no hay toreo.

Y es el miedo el que dibuja laberintos en la arena, convertido en toro. Porque el toro embiste como efecto también del miedo. Ha crecido para defender su espacio, para no permitir que el trapo rojo, o el hombre de las luces y las estrellas, o la música, o los gritos, ocupen su lugar. Se sabe, se siente provocado y agredido y actúa para defenderse; solo que su estrategia no es huir, sino ocupar el espacio del otro. Solo los mansos huyen. No dan combate. Buscan artimañas para dañar, se van del lugar tirando cornadas, se refugian en las tablas. El toro, cuando es bravo de verdad, se sabe el guión. Sabe que el caballo es su enemigo y lo embiste con decisión cuando aparece en la plaza. Sabe que no debe distraerse un segundo en la pelea y por ello no raspa el piso buscando agua. Sabe que puede ganar la pelea, y por eso sigue en ella hasta el final.

Con el término Thaumatsein, Aristóteles se refiere al asombro como elemento disparador de la sabiduría. Usa el término, para referirse a la sensación del hombre que, admira ante lo que encuentra de manera natural inexplicable, asombro-admiración que le lleva a preguntarse y reflexionar, y como tal, a la filosofía, base del conocimiento y el descubrimiento de la verdad.

Acuña también Aristóteles el concepto de catarsis, trayéndolo de la medicina, y utilizándolo para referirse a la tragedia, que en tanto representación teatral, es de gran utilidad para los espectadores quienes ven proyectadas en los actores sus bajas pasiones y sobre todo porque asisten al castigo que éstas merecen, consiguiendo ellos de esta manera un efecto purificador. La contemplación de la tragedia y la participación del espectador mediante su ánimo (entiéndase mediante su alma) en ella, hace que someta espíritu a profundas conmociones que sirven para purgarlo. Luego de participar en el duro castigo que el destino, y ellos con él, han infligido a los malvados, sienten su alma más limpia. Se sienten mejores ciudadanos.

Así, la fiesta/tragedia de los toros recurre al asombro frente a lo inexplicable – la muerte agazapada en las agujas del astado –y provoca en el público la catarsis cuando la tragedia se resuelve a favor del hombre, cuya imagen delicada, ligera, indefensa, incluso femenina, triunfa finalmente sobre la brutal energía de su enemigo animal.

Ese proceso de catarsis, en que la purificación se encuentra además artesonada con un nivel simbólico y estético que supera lo que la cotidianidad nos brinda y deja en el ánimo la impronta de un encuentro ritual lleno de una brutalidad ternura, que borda sobre la arena instantes plásticos y emociones que, una vez más, nos remiten a ese asombro primal.

Mucho más que testimoniar el ritual, el público participa en él, de manera equidistante. Por el escenario es un círculo, por eso la plaza es un regazo, un vientre, en el que todos los actores, están a la misma distancia de la muerte, y el toro bravo, el verdaderamente bravo, ofrece siempre su muerte, equidistante de todos los asistentes.

¿A favor o en contra de los toros?

¿Se puede estar a favor o en contra del mar, o de un huracán, o del amor?

¿Es elegible el asombro ante la muerte y la naturaleza?

¿Es el alma un músculo voluntario?

¿Podemos congelar el miedo?