miércoles, 31 de octubre de 2007

La gran conmoción/ Joaquín Vidal

Joaquín Vidal
El País, 2 de octubre de 1991


La plaza era un clamor… “¡Torero, torero!”, gritaba el público hasta enronquecer, como si estuviera fuera de sí… Quizá estaba fuera de sí. La casta torera de un diestro colombiano que ya fue el asombro de este mismo coso unos meses atrás, había provocado aquel delirio, aquella especie de locura colectiva, la gran conmoción, que abrirá uno de los más importantes capítulos en la historia de la tauromaquia.

En realidad, nada nuevo había ocurrido allí. Nada, que no conocieran, de sobra, los viejos aficionados. Algo de curso corriente cuando las corridas de toros eran la fiesta del arte y del valor y no esa repugnante pantomima de lidia que unos taurinos horteras tienen institucionalizada; cuando los toros embestían con la casta propia de su especie y no con la blandura ovejuna que les caracteriza en estos tiempos; cuando el toreo se practicaba variado y hondo, y no pegando derechazos hasta el hartazgo.

Nada nuevo ocurrió… Pero había quienes no habían visto jamás lo que es el toreo puro y, precisamente, eso fue lo que César Rincón reverdeció en el ruedo de Las Ventas. Las tandas de redondos a su primero toro, los pases de pecho de cabeza a rabo, los ayudados de añejo sabor, devolvieron a los aficionados más antiguos emociones vividas en su juventud y a los nuevos les llenaron de asombro.

Ahora bien, todo ello quedó empequeñecido al lado de la faena a su otro toro, un colorao muy serio de casta bronca, cuya peligrosa embestida empeoró en el transcurso de la desordenada brega que le dieron los peones. César Rincón brindó al público el toro, y todo el mundo advirtió que allí se iba a plantear una cuestión hegemónica: el toro, o el torero; o mandaba el torero –y con su triunfo, arrasaba el escalafón desatadores de arriba abajo- o mandaba el toro y entonces aquel duelo de poner podía acabar en tragedia.

Mandó el torero. Se dobló por bajo, llevó el toro el platillo, lo embarcó por redondos ligándolos con el de pecho, intercaló ayudados y pases de la firma, ensayó naturales de escalofrío. El toro tomaba los naturales tirándose con auténtica ferocidad, no se sabe si a la muletilla o al hombre, y en aquellos dramáticos trances habría ganado la partida de no ser porque César Rincón tomó bravamente el terreno que la fiera pretendía quitarle y desengañó su furia sometiéndola con trincherazos de una hondura impresionante. Se dice pronto… La faena fue intensa, emocionantísima, bajo un estruendo de olés profundos, ovaciones encendidas y gritos de “torero”.

A muchos, esta faena les supuso la revelación del toreo verdadero, y seguramente ya no querrán ver otro. Algunas figuras lo pudieron aprender también, de paso, mas se duda de que les vaya a servir, pues para torear así –dejarse ver en el cite, traerse el toro toreado, cargarle la suerte, ligar los pases entrando en su terreno-hace falta un conocimiento profundo de las suertes, una mente despejada, un templado corazón, un valor a prueba de bomba.

En cambio, para torear fuera de cacho, con el pico, perdiendo terreno y yéndose al rabo, tal cual hace la mayoría de las figuras cada tarde y Manzanares repitió ayer sin desdeñar ninguno de los alivios mencionados, no hacen falta tamaños esfuerzos. Tampoco hacen falta si sale un toro tan bueno que parece tonto, como el primero, al que Luguillano compuso una faena de filigrana y en algunos de sus pasajes hasta parecía que estaba pintando la tauromaquia al óleo. Luego, cuando hubo de medirse con otro toro que de tonto no tenía un pelo, no se atrevió a torear igual de bien, ni prácticamente de ninguna manera.

Por la Puerta de Madrid sacaron a César Rincón, y ya es la cuarta consecutiva. Por cuarta vez había conmovido el toreo desde sus cimientos, y el público, que le recibió ocn gran ovación en recuerdo de sus actuaciones anteriores, le despedía aclamándole hasta enronquecer. Luego, en la oscuridad de la explanada venteña, mientras unos se abrazaban felicitándose por la gran tarde de toros vivida, otros se ponían a torear, y aquel trincherazo sensacional con la izquierda que dibujó César Rincón en la cumbre de su primera faena, se lo pegaban al que pasara por allí, de cabeza a rabo. Y el que pasaba, lejos de encabritarse, daba las gracias. Es lo que tiene el toreo puro.

domingo, 28 de octubre de 2007

Crónica de octubre

08 OCTUBRE, 2007

Un viernes envuelto en una gabardina. Una corbata, casualidad azul purísima se anuda en mi cajón. Por la mañana acorté el camino entre L.A. y el desierto de ladrillo de Afganistán. Un café caliente y un abrazo breve, como de patio de cuadrillas. Hace un año se abrió la tierra de octubre en un pasillo de hospital, un pasillo blanco, luminoso y desesperado. El hombre tranquilo domina el silencio y se que se fue a su cita de Asturias para estar más cerca de la sombra que pesa y acompaña.
Y nada nuevo, bueno cambié tu fotografía y veo que me dejas pistas en la biblioteca desordenada: un libro viejo con olor a madera de César Ruano. Sabrás que Jaime es ya casi abonado del 7, que Alcalá es un pasillo largo y ruidoso de su casa, que se descalza en la Gran Vía y que inaugura amor, descorcha espuma de cerveza en una esquina encendida de Madrid.
En la campa de octubre cumple años Camarón –que no obedece, embiste- y la doctora que da besos a cuenta gotas tiene sueños de gasa blanca y Mario consigue acariciar la música en la ventana de una máquina perfecta, y tú te compras gafas a pares y yo le debo al hombre tranquilo quinientas una pelotas y una cena con menú de noche y mandil negro y a la pizarra del pozo le debo mil horas mientras redacto contratos y mentiras y sueño mientras floto, entre brazadas largas y medias verónicas.

ESCRITO POR DE PURÍSIMA Y ORO

viernes, 26 de octubre de 2007

El idioma de los toros/ Jorge Arturo Díaz Reyes

Por: Jorge Arturo Díaz Reyes , Colombia / Burladerodos.com
Lunes, Abril 25, 2005 13:17:00 Hora GMT

Ha debido haberla, insisto, pues para bien o para mal esta tradición de andar a la brega con los toros marca como ninguna otra nuestra lengua. Palabras, giros, dichos, refranes, canciones, poesías, prosas, literatura en todas las formas ha puesto el toreo en el idioma, enriqueciéndolo, ampliándolo, capacitándolo y a veces, digamos la verdad, hiriéndolo.

Y es que las corridas dan mucho de que hablar, aunque claro no todos, mejor dicho ninguno, de los que lo hacemos podemos estar cerca de Cossío, Hernández o Lorca.

Por el contrario, en el maravilloso y bronco mundo de los toros, regido por los hados de la tauromaquia, los chavalillos que jugándose la vida sobre la pandereta dorada del ruedo, prenden rehiletes a los morrillos lustrosos de los bureles, corren menos riesgo de dar contra los pitones, que de topar a cada vuelta con fanáticos del tópico, tres-zetas capaces de convertir en risible trabalenguas cualquier hazaña.

También los hay, claro, relatores quienes trasladados del fútbol e ignorando el glosario, por fuerza de la necesidad se ven obligados a improvisar el propio, de resultas que por lo menos en América no es insólito escuchar piezas como: el torero de uniforme azul, tira la cachucha para atrás y decidido a desempatar la corrida, avanza con capote y espada buscando al toro cafecito con leche que lo espera en el centro de la cancha.

“Una de las gracias mayores de las corridas de toros es que... dan enormemente de qué hablar”, decía Ortega y Gasset y para ilustrarlo suponía que quitáramos al habla hispana todas las conversaciones taurinas de los últimos siglos e imagináramos el hueco enorme que abriríamos.

Está bien, así es. ¡Pero las cosas que hay que oír! Y no me refiero solamente al comentario de mi madre (antitaurina) cuando hace años, compungido yo y en busca de un poco de comprensión le informé sobre la trágica muerte de “Paquirri” en Pozoblanco; levantó la cabeza del tejido, me miró espantada por sobre las gafas, y en tono de reprimenda me reclamó: --¿No le digo? ¡Eso le pasa por andar molestando el pobre animalito con ese chuzo!

Bueno, pero más allá de cursilerías, ignorancias y contrariedades, las corridas han dado pié también a usos muy elegantes del castellano. Con “Ese hombre del casino provinciano que vio a Carancha recibir un día...”, por ejemplo, Machado justifica toda una vida con una suerte.

Miguel Hernández compendia la pasión en una frase: “Cómo el toro lo encuentra diminuto / todo mi corazón desmesurado...”.

García Lorca clamando: “¡Oh blanco muro de España! / ¡Oh negro toro de pena!...” revive la desolación de la sangre derramada en esa “España del inútil coraje” que definiera Borges.

Esa España creadora y sustentadora de un rito anacrónico en el cual aun, según Gerardo Diego, “Sobre la arena pálida y amarga, / la vida es sombra, y el toreo sueño”.

Los toros y el toreo estuvieron en España mucho antes que la misma España y su idioma; el Español, o Castellano (auténtica denominación de origen). Cuando este nació debió aprender a dominarlos, a describirlos a cantarlos, a relatarlos. De allí en adelante, acometieron aventuras juntos, cruzaron mares, descubrieron tierras, conquistaron pueblos y aunque en algunos de ellos, los primeros, incomprendidos y anatematizados, fueron aniquilados, el idioma sobrevive llevando en sí el recuerdo de un largo hermanamiento. De tal modo que hoy, donde se hable castellano, siempre, de una manera u otra, se hablará de toros.

martes, 23 de octubre de 2007

LOS TOROS SALTAN LA BARRERA/ Agustín de Foxá

POR AGUSTÍN DE FOXÁ

ABC. Madrid 10 de Julio de 1951

La bella "stewardess", de ojos azules, nos presenta el "lunch" envuelto en celofán. Estamos volando sobre la nieve de los Andes. Las rocas, cada una de un color diferente, semejan helados de fresa, de piña, de café, bajo el copete nevado. La "stewardess" comenta con el piloto: viajamos desde Miami con la cuadrilla de Luis Miguel Dominguín. Al picador de Bienvenida le recogimos en el Canadá; tiritaba, como buen andaluz, mientras nevaba."

Los "toros" han saltado la barrera internacional y han llegado al tendido de la opinión universal. Las antiguas conversaciones de las fondas, de tortillas con escabeche y vela en la alcoba, de meriendas entre papeles, mientras suda resina el vagón de tercera, han subido a los esterilizados y asépticos cuatrimotores de la Pan Air, con aire acondicionado y pastillas de chicle.

Nuestras "corridas" han superado su "Leyenda Negra". Los norteamericanos, herederos de los ingleses en el mando del mundo, son menos irreductibles enemigos que aquellos de nuestras redondas plazas moriscas. El césped suave, con lluvia de Escocia, de las carreras de caballos, era la antítesis del desierto del Sáhara, de arenas ardientes, de nuestros ruedos.

Los ingleses presentaban al mundo al toro de lidia como a un ser dulce y bondadoso, como al toro "Fernando", que huele líricamente unas flores antes de la corrida, y es bárbaramente hostigado por los sanguinarios "bullfighters" o toreros.

Lo mismo hicieron con Moctezuma (que mandaba arrancar corazones palpitantes), y con Atahualpa (que bebía la "chicha" por el pitorro de oro que salía de entre los dientes amarillentos del cráneo de su hermano), a los cuales describieron como a sabios e ilustrados príncipes roussonianos, salvajemente desposeídos por los bárbaros e inquisitoriales aventureros extremeños.

Las corridas de toros han sido un acerado argumento de la leyenda antiespañola.

Los "toros" estuvieron a punto de perecer a finales del siglo XIX.

Entonces eran frágiles como el cristal de Bohemia. Iban contra el progreso y la razón. Los pueblos utilitarios e industriales no comprendían cómo reservábamos la flor del campo para unos brevísimos pases con una franela roja; aleteo de un dorado gusano, que se transformaba en mariposa. "Con lo que come un toro de lidia -decían sus economistas-; se puede alimentar a una vaca de leche."

Y clamaba el poeta, añorando a los bueyes de Virgilio (como si este cambio de estado complaciese a los toros, quienes no habían sido consultados).

Y por el polvo vil huye arrastrado
El cuello que tal vez bajo el arado
Fuera de alguna rústica familia
Útil sostenedor; en tanto, el pueblo,
Con tumulto alegrísimo celebra
Del gladiador estúpido la hazaña
Espectáculo atroz, mengua de España.

Los Parlamentos y los partidos progresistas estaban en contra de los "toros". Un toro mata a Punteret, en Montevideo, al poner banderillas en una silla de cocina, y el Parlamento uruguayo suprime las corridas.

Y cuando Jocinero, de Miura, destroza el corazón del patilludo Pepete, antepasado de Manolete, en la plaza pueblerina de la Puerta del Alcalá (donde se vendían naranjas mientras se desollaba a los toros), hay un fuerte debate en el Congreso y están a punto de prohibirse los toros en España.

En cambio, los más bárbaros deportes de las naciones anglosajonas eran "tabús" intangibles.

Recordad los apuros y trasudores del pobre Sánchez de Neira en su Enciclopedia taurina defendiéndose con el ineficaz "más eres tú" y describiendo la fea brutalidad del boxeo y la crueldad de la caza del zorro. Algunos escritores españoles se contagiaron de esta propaganda. Y Blasco Ibáñez, liberal del XIX, en su Sangre y arena, clama ante el arrastre de la bestia, "¡pobre toro!", como cualquier miss inglesa de la Sociedad Protectora de Animales.

Tan fuerte es esta presión internacional, que don Miguel Primo de Rivera impone el peto a los caballos, para que pueda asistir, a barrera, el Cuerpo diplomático.

Por eso, con intuición de pueblo, y ante un torillo insignificante, de patas de algodón, que caía como electrocutado cuando chocaba con el colchón protector, le oí gritar a un aficionado paleto en una modesta feria de provincia:

-"¡Viva Bélgica!"

Porque hemos sido los españoles quienes hemos "europeizado" a nuestras corridas, empequeñeciendo al toro de lidia no sólo en tamaño, sino en edad (lo que es más importante, porque se sustituye a la inocencia por la madura intención o sentido), protegiendo a los caballos, y desposeyendo la importancia de la estocada, que por algo se llamó "la hora de la verdad".

Pero de "la hora de la verdad" cada vez se prescinde más en nuestra enclenque civilización, llena de artificio.

La espada de madera, de juguete, que utilizó un gran matador por la debilidad de su diestra herida, y que ha sido ahora adoptada por todos, es heráldica actual de la fiesta.

Me limito a consignar los hechos; porque siempre he considerado cobarde el juicio valentón desde la barrera, y porque recuerdo aquella frase de don Luis Mazzantini a un actor trágico especializado en las agonías del tercer acto, quien le silbaba durante su faena:

"Baje usted, don Antonio, que aquí se muere de veras." La suavización de las broncas corridas de toros ha vestido de smoking a nuestra fiesta nacional; le ha permitido alternar en la sociedad de las naciones llamadas cultas. Las corridas antiguas, con sus madres o novias enlutadas, ante Dolorosas con siete puñales, bajo un fanal; sus caballos, desventrados; su picador, tundido a golpes, bebiendo de un botijo bajo la parra del patio de caballos: con sus heridas con gangrena, y aquella pierna pálida de El Tato en el frasco de alcohol de una botica, hubieran sido un escándalo para esta dulce y humanitaria era atómica, de los campos de concentración, las cámaras de gas y los millones de prisioneros asesinados.

El torero también ha cambiado. Aquellos hombres "de bronce", con patillas de boca de hacha, barrigudos y cuarentones, con una amiga flamenca, cuyos partes facultativos solían terminar, como el de Pepe-Hillo, "entró en esta enfermería con algunos espíritus de vida", han sido sustituidos por jóvenes atléticos, generalmente cultos, que hablan varios idiomas, tienen novias de la alta sociedad y se curan con penicilina.

El antiguo rito, que enlazaba a la "corrida" con los toreros y minotauros de los vasos de Creta, con Tartessos y los incendiados toros ibéricos, con el culto de Mitra, en el anfiteatro, los caballeros árabes y el Cid en Madrid, ha evolucionado hacia un alegre espectáculo en tecnicolor.

Para sobrevivir han tenido que adulterarse. Como las antiguas y medievales Órdenes Monásticas, se han visto obligadas a poner piscinas en sus colegios.

Los "toros" van a ser admitidos en la O.N.U. Ya el Gobierno francés, heredero del progresismo, ha decretado que al toro se le puede matar, porque no es un animal doméstico, democrático, sino una fiera casi totalitaria.

Es muy posible que algún día haya toros en California. En Life ha aparecido la cogida de Manolete trucada, queriendo ser la mortal de Linares, en esa página central que suele reservarse a las enlutadas mujeres de Castilla velando al rígido cadáver de un campesino (entre anuncios de automóviles y "frigidaires" a todo color), como si sólo en España se muriese.

La liturgia, para salvarse, se llamará deporte.

Ya las nuevas plazas son verdaderos "Estadios" de cemento, con altavoces y alegres anuncios de naranjadas, sobre la puerta del toril, por donde antes “salía la Muerte”.

domingo, 21 de octubre de 2007

UTILIZACION POLÍTICA DE LOS TOROS/ Javier Villán

Por Javier Villán
La crítica taurina, Ed Mare Nostrum, Madrid 2006.

La corrida, en el sentido tradicional de estos términos, no es de derechas ni de izquierdas. El guerracivilismo de los aficionados, a causa de opiniones taurinas enfrentadas, o de sus ideas extrataurinas, no da a la corrida un perfil político. De igual forma la excomunión, que algunos papas dictaron contra las corridas, nada dice respecto a una filiación antirreligiosa. En tiempos de Fernando VII, Antonio Ruiz, El Sombrerero, era absolutista, Juan León era liberal y cada uno arrastraba tras de sí sus respectivas partidas de blancos o de negros. Se quejó El Sombrerero ante el mismo rey, amigo suyo, de la hostilidad de los liberales en las plazas y sugirió al monarca que ese agravio podría arreglarse reprimiendo a los alborotadores. Antonio Ruiz no alcanzó remedio a sus males ante el toro y, además, perdió el favor real por pretensión tan fuera de lugar. La Fiesta, en sí misma, carece de ideología y la que tengan aficionados y toreros no repercute en los ruedos. La ilustración y la Generación del 98, en líneas generales, no fueron partidarias de las corridas porque las vincularon a un casticismo retardatario y a la esclerosis del pensamiento crítico. Una utilización más política tiene lugar durante la República y la posguerra que otorga a la denominación de Fiesta Nacional un significado político concreto: manifestación de la gallardía de la raza. Esta identificación con el ser de España es el argumento oculto de los nacionalistas catalanes que quieren erradicar de Cataluña las corridas. Razones de ética, modernidad o humanitarismo, son la tapadera. Lo que subyace es el rechazo a cualquier signo que pueda identificarse con España.

Durante la guerra del 36 la gente del toro, aunque condicionada en cada circunstancia por el lugar donde la sorprendió el golpe de Estado, fue partidaria del Alzamiento; el corazón desclasado de los toreros y la condición terrateniente de los ganaderos no estaba desde luego con la República. Diezmados por venganzas y ajustes de cuentas, si hacemos caso a lo que dice Julio Urrutia en su libro Los toros en la guerra española, no hubo criador de toros que simpatizara con la causa republicana. En Las memorias de Clarito, Cesar Jalón insiste en esa idea de territorialidad accidental por encima de convicciones políticas. Cesar Jalón había sido ministro durante el gobierno de Lerroux y, en su libro El cautiverio vasco, relata cómo fue detenido y encarcelado en Fuenterrabía por los republicanos. En líneas generales los toreros carecen de ideología política; su ideario es el triunfo y, cuando triunfan, se despegan de las capas populares a las que casi todos pertenecen en origen. Los que cayeron en zona del gobierno legítimo buscaron, tras el primer sobresalto, refugio y seguridad en la zona rebelde; las figuras se adhirieron al bando franquista y a él permanecieron adheridas tras la Victoria. Según datos que he reflejado en otro lugar, en el libro Entre sol y sombra, la desbandada hacia zona nacional fue unánime. Rafael el Gallo permaneció en Madrid, pero acaso fuera más por pereza que por ideas. Estrategia o despiste, parece que, tras algunos días de ocultamiento, al ver los movimientos bélicos, preguntó qué pasaba y siguió a su aire sin que nadie le molestara. Un caso de fidelidad republicana, aunque, según los falangistas, por error circunstancial, fue el de Saturio Torón, que murió de capitán en la defensa de Madrid. Julio Urrutia, en su citado libro, recoge el testimonio del escritor falangista Rafael García Serrano, quien asegura que Saturio era joseantoniano de primera hora, presente en el acto fundacional del teatro de la Comedia. Los nacionales propalaron la especie de que fue muerto por la espalda cuando intentaba pasarse; la versión más consistente es que lo destrozó una mina en Pozuelo, mientras cavaba una trinchera. Al otro lado, puede que a algunos centenares de metros, estaba su padrino de alternativa (Pamplona, San Fermín 1930) Marcial Lalanda, líder sindical y antirrepublicano fervoroso al que pleitos políticos habían llevado a la cárcel los meses previos a la rebelión.

El más beligerante por el lado de los nacionales era Victoriano Roger «Valencia II»; miembro de Falange con carné, según Urrutia. Calificado de «torero señorito y fascista», alguna brigada del amanecer le dio horripilante paseo. Cuentan que su cuerpo, recosido a cornadas, tenía más balazos que cicatrices. En el sur, mientras desempeñaba tareas de correo de Queipo de Llano, murió El Algabeño que había sobrevivido años atrás a un tiroteo también de naturaleza política. La acusación de «señoritos y fascistas» la hizo extensiva el periódico Solidaridad Obrera a todos los diestros que se pasaron a la zona de Franco; pero había empezado antes de la guerra, siendo los más atacados, en estos sombríos prolegómenos, Domingo Ortega y Marcial Lalanda; y Nicanor Villalta por un brindis a la sombra, lugar tradicionalmente ocupado por los ricos. Para el periódico izquierdista, los toreros «desertores», casualmente los que tenían más cartel, eran «señoritos bonitos, chulillos y amariconados» que toreaban «cabras en lugar de toros y […] no podían adoptar otra actitud que la fascista». La corrida de toros es apolítica pero, en algunos momentos de la historia, se ha politizado perversamente con resultados a veces sangrientos y otras veces simplemente propagandistas.

Por todo esto, durante el franquismo a los toros se les atribuyó carácter nacional y patriótico, cosa que venía rodada, y que, en buena medida, había señalado en su libro, Taurofilia racial, Fernando Villalón, el ganadero poeta, Conde de Miraflores, que acabó renegando de su clase y de su estirpe. No fue el franquismo el primero en atribuir a las corridas virtudes heroicas propias de la raza; pero lo subrayó. Desde este punto de vista y, al ser los vencedores los depositarios del patriotismo, la izquierda quedaba excluida de los toros. La realidad no era así, mas lo parecía al radicalizarse la Fiesta como signo de identidad española, que es lo que ahora ocurre en la parte de la Cataluña antiespañola. El caso más significativo de utilización patriótica de un torero fue el de Manolete que, sin embargo, mantuvo buenas relaciones con Indalecio Prieto cuando fue a Méjico. Ello preocupó al aparato de propaganda del franquismo que se esforzó en apuntalar y difundir una imagen del infortunado torero leal al régimen. El episodio de Manuel Rodríguez negándose a torear en «la México» mientras ondease en los mástiles la bandera republicana, tiene algo de verdad y mucho de intencionada confusión; entre otras cosas porque, al parecer, la bandera republicana nunca ondeó en la México, según se deduce del testimonio de los viejos aficionados mejicanos. Personas afines a Indalecio Prieto, han referido el suceso de muy distinta manera. Fue éste quien, para evitarle problemas al torero en una cena con parte de la colonia española, sugirió que no se pusieran banderas de ningún tipo. Esta versión podría estar indirectamente avalada en Los toros en la guerra española, de Julio Urrutia, quien, sin negar el episodio patriótico de la bandera, atribuye a Prieto la siguiente frase muy mal acogida por muchos exiliados: «Manolete es el único español que ha hecho algo importante aquí desde Hernán Cortés». El aparato de propaganda franquista, alarmado por esta deriva de las relaciones del diestro con el exilio, convirtió una cortesía privada de Prieto en exigencia pública del torero cordobés.

Por otra parte, los toreros haciendo el saludo fascista al iniciar el paseillo, son signo de la época y no un símbolo específico. La imagen brazo en alto en el portón de cuadrillas, no dice más, ni tampoco menos, de 10 que pueda proclamar la imagen de curas, obispos y sacristanes con idéntico ademán, a la puerta de los templos en los que entraba Franco bajo palio. Hubo toreros hijos de familias represaliadas de una rojez cautelosa como Marcos de Celis, Antonio Chenel Antoñete o Manolo González; otros, totalmente escépticos como Paco Camino, y otros decididamente desclasados, como Manuel Benítez, el Cordobés, que se aficionó enseguida a las monterías de Franco, Caudillo de España. La leyenda de benefactor de los pobres y de robagallinas, con que rodeó al torero de Palma del Río el genio propagandístico de El Pipo no pasa de ser, al parecer, un ardid publicitario.

Pese a todo, sobre las convicciones políticas de los toreros, nadie, ni profesionales ni aficionados, han hecho nunca controversia. Todos están de acuerdo en que el lugar ante el toro da no la ideología, sino el capote y la muleta. El paradigma del torero romántico y de izquierdas fue Domingo Dominguín, voluntario en una bandera de Falange en la guerra y comunista al acabar ésta, eje carismático de una constelación de intelectuales que dieron luz a la Fiesta: Ignacio Aldecoa, Juan Benet, Javier Pradera, Jorge Semprúm, el pintor Diaz Caneja... Muerto Domingo Dominguín, muchos de éstos, si no abominaron de las corridas, iniciaron, por lo menos, una decorosa retirada. Los dominguines, Domingo con su militancia activa y generosa en el PCE a poco de concluir la contienda, Pepe con su seriedad y discreción y Luis Miguel con su seductora frivolidad en la que cabían la devoción por Picasso y la amistad con el dictador, tuvieron siempre fama de disidentes. En Mi gente, Pepe Dominguín cuenta que en una cacería, en presencia de Franco y de Camilo Alonso Vega, ministro de la gobernación, un impertinente preguntó a Luis Miguel quién de los tres hermanos era el comunista. El mundano seductor, blindado sin duda por la confianza y protección que le dispensaban Franco y su yerno, el marqués de Villaverde, respondió: «Los tres». A Antonio Ordóñez, en ruidosa ocasión nocturna de flamenco y manzanilla, la periodista italiana Oriana Fallaci lo llamó «vaquero fascista». Así consta en el libro Los antipáticos; mas no hay noticia comprobada de que Ordóñez fuera asiduo a las cacerías organizadas por el Régimen ni cortesano de El Pardo, como lo fue su cuñado Luis Miguel. Aunque Ordóñez, en la Transición, fuera simpatizante del partido fascista Fuerza Nueva. Lo cual no evita que hubiera tenido a Ernest Hemingway como un segundo padre y fuera amigo de Orson Welles, cuyas cenizas reposan en el predio ordoñista de Valcargado como unión hipostática con el ordoñismo.

Los intelectuales también están divididos; aunque durante mucho tiempo, al ser considerada apátrida la izquierda, la denominación de Fiesta Nacional reagrupara más consistentemente a los de derechas. De izquierdas era Bergamín y ahí están su pasión taurófila y obras como el Arte de birlibirloque o La callada música del toreo, dedicada ésta a su mito de los últimos años, el gitano de Jerez, Rafael de Paula. En cualquier caso, la Fiesta siempre se ha debatido entre dilemas; el más grave, su difícil anclaje entre un españolismo retrógrado y un progresismo desnaturalizado. Lo que se entiende por clasicismo, en el arte de torear, es una ortodoxia que se resiste a cualquier tipo de innovación. Y hay que preguntarse por qué la experimentación o las vanguardias, no sólo legítimas, sino necesarias en todas las artes, son rechazadas en los toros. O por qué su organización apenas ha rebasado los esquemas del siglo XIX, alguno de los cuales, como la numeración de las localidades, se debe a José Bonaparte, durante la guerra de la Independencia. Las plazas de toros son lugares incómodos, con asientos pensados para españoles bajitos y mal alimentados. Las modernas construcciones cubiertas, más confortables, están ideadas como polideportivos multiuso a efectos de rentabilidad; están más acordes con la idea de espectáculo que con la idea de ceremonia y puede que, al diseñarlas, lo de menos sean las corridas. Este es el dilema: progreso frente a conservadurismo. Lo que Javier Pradera, en el prólogo a Historia del toreo, de Tapia y Carlos Abella, llama la difícil elección «entre un casticismo a la larga inviable y una modernización en cualquier caso trivializadora».

Los extranjeros de renombre más apasionados por la Fiesta han sido Ernest Hemingway, sospechoso de izquierdismo para el régimen de Franco por haber estado de corresponsal en los frentes republicanos, y Orson Welles. Y también podría hablarse de Henry de Montherland y de Edmundo de Arnicis, que veía a los toreros como bailarinas; según las referencias de Ramón Pérez de Ayala en Política y toros.

De crisis y decadencia de la fiesta de los toros se viene hablando desde los orígenes de los tiempos. Nada nuevo bajo el sol y las estrellas. Siempre ha habido dos corrientes en la crítica de toros: la calificada de negativa por los taurinos, es decir la pesimista que males por todas partes; y la que consideran positiva, o sea, aquel: que sólo debe reflejar virtudes, y los vicios, si los hubiera, hay que silenciarlos. Ante la mayoría de optimistas históricos, algunos, toda vía, se encuadran en el bando del pesimismo racionalista. Lo malo de la decadencia de hoy no es que parecidos vicios hayan existido antes; lo pésimo es tratar de presentarlos como virtudes. La tendencia a criar un toro que no complique en demasía la vida a los toreros ha adulterado los términos de la tauromaquia, soslayando la bravura como elemento esencial del toro de lidia. En consecuencia, la costumbre de lidiar toros poderosos se está perdiendo y, además, no «se torea mejor nunca» como dicen a todas horas los profesionales de la lidia.

El pensamiento oficial impone un hecho consumado y proclama después su necesidad; que el toro sin nervio, parado y bobalicón, es el toro ideal para una lidia artística que, con frecuencia, ni es lidia ni es artística. Aceptada la normalidad de ese hecho espúreo, se justifica todo lo demás: el toreo tedioso y amanerado disfrazado de recurso técnico. Recursos lidiadores, legítimos a veces según las condiciones del toro, se alaban como técnica habitual. Y, si siempre se consideró mérito grande irse al pitón contrario, hoy se dice que cruzarse es una ventaja que descarga de riesgo la aventura. En contrapartida, el momento económico no es malo, aunque los ingresos hayan descendido al reducirse el número de retransmisiones televisivas. Al dejar de ser la televisión fuente ubérrima de ingresos, las ganancias, en todos los estamentos del sector, han disminuido. Con todo, los ciclos feriales siguen siendo un negocio lucrativo. Eso resulta legítimo, mas el exceso de mercantilización es otra cuestión. Se dan tantos festejos que no hay toros adecuados ni toreros de calidad para cubrirlos con una oferta razonable. En consecuencia, no hay criterio de selección. Todo vale. Pruebas y tientas, en vez de labores selectivas, son para los ganaderos jubilosa almoneda. Desprovistas de grandeza y de autenticidad, las corridas de toros se convierten en lamentable carnicería. Y sobrevienen las crisis; y para remontarlas, cuando el interés por la Fiesta decae y, en consecuencia, disminuyen los ingresos, hay que inventarse un fenómeno que encandile a las masas. Se trata de una operación económica a la que, por supuesto, se le buscan fundamentos taurómacos. Cada cierto tiempo se necesita un astro que llene las plazas. Y se lanzan figuras, bajo esquemas estrictos de mercado, que duran poco aunque enriquecen mucho y en las que se invierten grandes sumas. Entonces, en apoyo del mercado, se manifiestan unas tendencias críticas que más tienen que ver con la propaganda que con el juicio independiente. Los propagandistas sustituyen a los críticos. La invención del fenómeno no tiene pretensiones históricas, sino de reactivación económica. De ahí la complacencia con que la prensa, en general, recibe estas figuras. La prensa en estos casos desarrolla una labor clave; no lo magnifica todo, exalta los triunfos y tapa lo que pudieran considerarse fracasos. Si se consultan los periódicos de temporadas atrás se deducirá que Julián López el Juli viene a ser una mezcla gloriosa de Joselito y Belmonte; y que José Tomás es «un torero de otra galaxia», «un torero de época». El Juli y Tomás son casos distintos, pero ambos ilustran por igual estos frenéticos movimientos de la prensa y esos seísmos de masas. Estos reactivadotes económicos tienen, naturalmente, base suficiente y profesional en que apoyar su lanzamiento: condiciones naturales para el éxito y capacidad para seducir a un público que necesita ser seducido. Y los apoyos logísticos, imprescindibles, en frentes decisivos: propaganda por parte de los medios de comunicación y tolerancia del fraude por parte de la autoridad. Lo cual supone una crítica complaciente, aunque siempre haya excepciones; son estas excepciones, dicho sea con todas las cautelas, las que marcan la historia de las corridas y, en lo que cabe algunos aspectos de la historia convulsa de España.

jueves, 18 de octubre de 2007

Protagonismo histórico de la corrida/ Javier Villán

Por Javier Villán

La crítica taurina, Mare Nostrum, Madrid 2006

Hay dos elementos claves que dan perenne actualidad a las corridas de toros: las polémicas que suscitan y la literatura que generan. El término polémica no se refiere aquí a la disparidad de opiniones que expresan los aficionados y críticos taurinos; alude a un movimiento pendular, de índole sociológica y política, cuya radicalidad llevan a una dialéctica irreconciliable. Los polos de esa dialéctica son un humanismo taurófilo excluyente, que en la corrida sólo ve sangre y tortura, y un concepto de belleza, también excluyente, que, apuntalado en la estética, tiende a justificar todo tipo de atropellos y violencias. El humanismo defensor del toro lo representan hoy las asociaciones protectoras de animales que defienden el respeto a la naturaleza y al reino animal; una especie de piadoso animalismo frente a los abusos y desafueros del hombre. Este humanismo, además, se tiñe de sociología política y atribuye a las corridas muchos de los males de España.

Hasta ahí, poco que objetar. Pero, respetando la legitimidad de esos nobles sentimientos, la incriminación que puede hacerse a la tauromaquia en la marcha del mundo es muy relativa. Se trata de un aspecto, y no el más decisivo, de los desequilibrios de la vida; la caza, la industria de la cosmética y de la piel, la estabulación con fines de desproporcionada productividad, son, por lo menos, tan crueles como la lidia; mas reconocer un mal no remedia la existencia de otros; así que no hay que quitarles a los toros ciertas responsabilidad en la falta de armonía del mundo, aunque estas podrían ser consideradas más síntoma que causa. Todo esto se viene denunciando hace tiempo desde frentes distintos y de diferentes maneras. En lo referido al a inmortalidad y a la crueldad de las corridas, el ecologismo ha asumido, con otra dialéctica, las inquisiciones que antaño representaban, primero la Iglesia de Roma y después, lo que, genéricamente, pudiéramos llamar el pensamiento del progreso.

Los elementos que confieren representación cultural a las corridas son el arte y la literatura; o, por mejor decir, la fascinación que ese ritual de sangre y muerte convertido en espectáculo, ejerce sobre muchos pintores, escritores e intelectuales de pelaje vario. El periodismo taurino, la antigua revista, es sólo de índole funcional y dota a la corrida de objetividad noticiable; aunque los mejores revisteros y cronistas fueran escritores de valía que veían los toros con una perspectiva enriquecida por otros conocimientos: la poesía, la historia, la pintura, la política o la sociología. En los mejores tiempos de la crónica taurina en España, no privaba la especialización mostrenca, sino la acumulación cultural.

martes, 16 de octubre de 2007

ANTONIO MACHADO Y LOS TOROS /Gerardo Diego

POR GERARDO DIEGO

ABC. Madrid, 28 de Marzo de 1962

Sobre Antonio Machado y su posición crítica frente a la Fiesta Nacional ya se ha escrito, y entre los aficionados a toros y a poesía a la vez venimos aclarando la cuestión desde hace tiempo. El gran poeta no era lo que hoy entendemos un aficionado a los toros, al menos un buen aficionado. Esto no quita para que de cuando en cuando asistiese a las corridas y para que sospecháramos que en sus mocedades pudo tener también sus veleidades más o menos flamencas. Sin llegar a la auténtica afición de su hermano, el gran Manolo Machado, el que hubiera querido más que nada, más que poeta, ser un buen banderillero.

La posición de Antonio Machado, maduro y espiritualmente desengañado y viejo, desdoblado en su ente de ficción "Juan de Mairena”, está muy clara. He aquí sus palabras: "Por esto las corridas de toros, que, a mi juicio, no divierten a nadie, interesan y apasionan a muchos. La afición taurina es, en el fondo, pasión taurina; mejor dicho, fervor taurino, porque la pasión propiamente dicha es la del toro."

Reflexionando un poco sobre el sentido de esta sentencia, advertimos que cuando Juan de Mairena, esto es, Antonio Machado, alarma que la pasión no es la del espectador, sino la del toro, emplea la palabra "pasión" en su sentido justo, en el de padecimiento o trance de dolor hasta la muerte, tal como un andaluz, por devoción cristiana, está obligado a interpretar con todo derecho. La pasión y muerte es la del toro, y rarísima vez la del torero, como no sea en su imaginación medrosa. Y, por supuesto, nunca la del aficionado que contempla la corrida.

Pues bien: ahora tenemos la prueba de lo que siempre habíamos sospechado de la temprana afición o asistencia taurina de Antonio Machado. Debemos esta revelación y otras muchas de la formación literaria del poeta a Aurora de Albornoz, que publica en Puerto Rico una colección curiosísima de crónicas periodísticas de los hermanos Machado sacadas de una revista de 1892 a 1893, cuando ambos hermanos andaban todavía por los diecitantos sin llegar a los veinte años. La revista era madrileña y su título era La Caricatura. Fueron los hermanos Machado los que lo recordaron contando su vida a Pérez Ferrero y sólo ahora el dato preciso ha sido aprovechado con la publicación de todas las crónicas y artículos del uno, del otro o de los dos juntos en colaboración. Manuel se firma "Polilla", nombre de gracioso de Moreto. Antonio, "Cabellera", y ambos, cuando colaboran fraternalmente, "Tablante de Ricamonte". Con tal clave dada por ellos mismos ha sido muy fácil la atribución, porque si no, la semejanza de humor y de estilo es tan grande que hubiera hecho dudosísima la identificación.

Los apuntes taurinos de Antonio, de "Cabellera", son más bien de crítica o reseña profesional, de costumbrismo satírico y humorístico. No olvidemos que el periódico se llama La Caricatura y que nació como una simple colección de caricaturas, a las que luego se añadió, cuando ya la publicación llevaba varios números, páginas de prosa de buen humor.

Pues bien: justamente el primer artículo de Antonio Machado sobre "La afición taurina". He aquí algunos párrafos que prefiero dejar sin comentar.

"Parece mentira que haya quien se atreva a afirmar seriamente que el arte taurino y la afición del público de Madrid a las fiestas de toros se encuentra hoy en notable decadencia. Porque, no obstante las lamentaciones de los viejos aficionados, que sin cesar evocan aquellos tiempos, de felice recordanza, en que se recibían toros por docenas, y en que Montes, Cúchares y Chiclanero desempeñaban tan importante misión, ajustándose al Código sagrado, cuyos preceptos son de todo punto inolvidables, el número de corridas verificadas al año es cada vez mayor; los tendidos y gradas de las plazas de toros se encuentran de día en día más concurridos, y los verdaderos aficionados, los aficionados enragés, siguen con inmenso interés la suerte de los espadas más notables, reciben telegramas notificando sus triunfos y celebran banquetes en su honor.

"Fácil será, a quien se lo proponga, encontrar alrededor de una mesa de café reunida un clásico aficionado que lleva en sus patillas blancas cincuenta años de toreo desde las gradas de la plaza de Madrid...

"Porque yo he visto, por mis propios ojos -exclama retorciéndose el bigote y frunciendo el entrecejo uno de los contertulios-, y aquí está Cortezo, que no me dejará mentir, la faena empleada por el Chispero en su primer toro, consistente en dos pases naturales, dos pases de pecho y tres pases ayudados y un pase en redondo, y con la res cuadrada, un volapié hasta la mano que hizo innecesaria la puntilla. ¿No es esto una brillante faena? ¿Qué más puede pedirse a una espada de cartel? ... Para que vea usted, don Matías, hasta dónde llega la depravación humana y me diga si no es cosa de hacer una barbaridad. (Por supuesto, que lo mejor es reírse.) El Imparcial y El Liberal califican la estocada de pescuecera, asómbrese usted, don Atilano, ¡de pescuecera!"

domingo, 14 de octubre de 2007

Y los aplausos se hicieron negros/ Cristina Padin

Cristina Padín
www.cristinapadin.net

Abre una botella de agua y se la bebe toda, cuatro o cinco sorbos le bastan para acabársela. Ahora siente calor, hace un rato tenía frío. Demasiada tensión para un solo cuerpo. Y ese fuerte dolor de estómago… La espera… se hace tan larga… Todavía faltan tres horas, tres horas más de soledad, tres horas más para pensar, tres horas más de angustia… Ojalá estuviera ya en la plaza, desea, y susurra una plegaria, un bello rezo infantil que le enseñó su abuela.

Los minutos, crueles, se vuelven eternos. Parecen burlarse de él, de su ansiedad, de sus ganas de abandonar el cuarto y salir a darlo todo.

Y mañana… más… lo mismo otra vez… otra ciudad, otra gente, otro clima…y, sin embargo, la misma sensación, idéntico disgusto, igual malestar…

Antes él no era así. Recordó aquellos años, de niño, en su hermoso pueblo de Cádiz. Cuando le decía a cualquiera que le quisiera escuchar que él iba a ser torero, que él iba a mandar, que sería él el que sacara a su familia de la pobreza. Evocó sus tremendas ansias de superación, sus ganas de comerse el mundo, su constante trabajo.

El camino había sido duro, muy duro, y él lo sabía. Nadie le había regalado nada. Tantas tardes de entrenamiento y tantas noches sin dormir, aquellos desvelos, tantos partidos de fútbol que no pudo jugar y alguna que otra chica que dejó de besar… el frío del crudo invierno, y los abrasadores calores del verano… nada había sido fácil.

Había llegado.

Su nombre era un reclamo en cualquier cartel que se preciara. Las mujeres se disputaban sus sonrisas, sus palabras, incluso sus favores. Los medios de comunicación le perseguían. Todo lo que hacía, hasta lo que pensaba, se convertía en noticia. En cualquier parte se hablaba de él. Se trataba del torero de moda.

Y, lo cierto y verdad, es que tanta atención resultaba difícil de asimilar para un hombre sencillo como él.

Una hora menos. Una náusea revoloteaba sobre su vientre. No podía fallar. Debía salir a ganar, como siempre, a ofrecer lo mejor de sí mismo. Antes, él no era así. Atesoraba cada segundo las emociones que le provocaba ser torero. Amaba todos y cada uno de los momentos: cuando le ponían la taleguilla, cuando se concentraba para orar, cuando daba comienzo el paseíllo… Después, la entrega, jugar con la muerte en cada plaza y ganarle la partida, el clamor del público, los aplausos, aplausos blancos de personas entusiasmadas, rendidas a su arte… el regreso al hotel, la llamada tranquilizadora a su madre, el beso tierno de su novia…

Rocío y él salían juntos desde hacía más de tres años, habían formalizado su relación hacía escasamente uno. Rocío estaba embarazada, iba a ser padre, toda su vida había deseado ser padre, quizá también por el hecho de haber perdido al suyo cuando aún lucía dientes de leche.

Y, de repente… la noticia. Nunca se sabe cómo suceden esas cosas. Alguien se entera, se lo dice a uno, que se lo cuenta a otro… Y la cosa había llegado a sus oídos. Rocío le engañaba, llevaba meses manteniendo una doble relación, su novia, la mujer a la que amaba, la bella joven con la que había soñado compartir el resto de su vida, besaba a otro. Amaba a otro, era amada por otro, por un compañero suyo de profesión. Rocío gemía en brazos de otro hombre, otorgaba su placer a otro que también era torero, arrancaba orgasmos al ser que esa misma tarde haría el paseíllo con él.

Las horas lentas… Al fin llega el momento. Se encuentra ido, descentrado, no se cree capaz de torear así. ¿Y si el niño que viene no fuera suyo? Demasiada presión para alguien sencillo. Una vida apacible y muchos triunfos en los ruedos, esos eran sus sueños. Él iba de frente, no había dobleces. Le dolió el engaño, mucho más que cualquier cornada sufrida. Aún no había hablado con Rocío, atravesó el hotel como un alma en pena, la gente lo saludaba, le decían cosas, unos querían sacarle fotos, otros un autógrafo… Iba a jugarse la vida, trató de rezar, sólo podía lastimarse aún más, se torturaba, dejaba que acudieran a su mente imágenes de su novia en la cama de… su boca en…

Su mozo de espadas, fiel amigo, le dio una palmada en la espalda.

El trayecto desde el hotel a la plaza se le antojó largo, interminable. Fuera, más allá de su furgoneta, la vida real. La vida de los que habían decidido no ser toreros, de la gente que iba a sus trabajos, en los bancos o en los hospitales, la vida de las personas que se enamoraban, que compartían un beso, que disponían de todo el tiempo necesario para sentarse a tomar un café.

Allí, en el interior, él y su cuadrilla, ilusiones puestas en la tarde… y un corazón roto.
- ¿ Qué le pasa?

Ya en la plaza, la gente percibe su malestar...
- Está atontao.

Silbidos. El público paga. Y manda. Es implacable. No perdona. Estaba mal. Lo sabía. Todo estaba saliendo fatal. No se centraba. Había estado ausente con el primer toro, había ejecutado un toreo de salir del paso, nada vistoso, exento de cualquier rasgo de belleza, había matado peor que nunca.

Y, con el segundo…

La gente no entendía nada. Habían acudido a ver a la gran figura. Los billetes se habían agotado hacía varias semanas. Era consciente de que estaba ofreciendo un espectáculo bochornoso. Y, ¡tristemente!, no hacía nada por evitarlo, no podía. Antes, él no era así. En la barrera, su adversario en la vida y en el amor. Creyó ver su sonrisa burlona, sus aires de superioridad. Hasta había cortado dos orejas…

Entonces… la desgracia… el toro le engancha…

La cornada es grave. La tarde de sol parece plomiza. No corre el aire. El público enmudece. Todo es frío, miedo, dolor… Carreras. Querer hacer algo y no poder. Algún grito. Aplausos.

Y los aplausos se hicieron negros…

Las noticias de la noche confirmarían lo que ya era una certeza. Nada se podía hacer. Murió prácticamente en el acto. Tenía razón cuando afirmaba, en Cádiz, que entraría en la historia del toreo.

Con letras de sangre…

miércoles, 10 de octubre de 2007

LOS MANDAMIENTOS DE LAS CORRIDAS DE TOROS /Gregorio Corrochano

Por Gregorio Corrochano

ABC. Madrid, 16 de junio de 1955

Por las amplias puertas de la plaza va entrando la muchedumbre, que luego, en los pasillos, se dispersa en corrientes precipitadas en busca de los asientos. Las bocas de los tendidos parecen un manantial humano. Antes que los toreros, pisan el ruedo los encargados de retirar unos anuncios, que están caídos en la arena y que no sé si alguien lee. No es éste un decorado muy artístico y entonado, pero debe ser un alivio económico para la pobre empresa de Madrid. La música toca un pasodoble torero y salen las cuadrillas.

Levanta esa cara, muchacho, no mires tristemente al suelo, que hay muchas mujeres en la plaza que han venido por verte. Un poquito más de garbo en ese andar cansino. Que no parezca que eres torero a la fuerza. No las entristezcas, que traen ramos de flores para ti, y alguna, más torera o más atrevida, te echará al ruedo un zapato como una zapatilla de torear, que está muy de moda. Anda con ese andar alegre y juvenil de pasodoble. Sale el toro. El que quiera ver bien una corrida, que no pierda de vista al toro. Donde está el toro, está la corrida. Que no se distraiga por mirar, a un torero. Siguiendo al toro, ya se encontrará con el torero. Fíjate cómo corre el peón al toro, porque no es lo mismo que el peón corra al toro, que el toro corra al peón. Cuando éste se mete precipitadamente en un burladero, y no le da tiempo a esconder el capote, el toro se estrella en el burladero y se las- tima, es que el toro corre al peón. No le aplaudas los recortes. Cuanto más bravo es el toro, cuanto más fuerte se arranca, más daño sufre en los cuartos traseros, principalmente, con el recorte que le obliga a frenar y cambiar rápidamente de dirección. Sabed, que estos recortes están prohibidos y multados en ese reglamento que no se cumple. No incurras en aplaudir lo que está sancionado. Si los recortes se multaran, y se publicaran las multas como se publican otras, el que aplaude se daría cuenta de que su afición también ha incurrido en multa.

Cuando el picador barrena y mete el palo, aparta la vista del picador y mira al matador, que tiene un capote de brega y un turno para entrar al quite. (Entrar, ir a sacar al toro, ir a quitar al toro del picador, no esperar a que salga el toro cuando pueda del enredo del peto sin salida.) No le pidas al picador que saque el palo. El picador, ni puede, ni debe sacar el palo. Es su defensa y la del caballo. Si saca el palo en el centro de la suerte, le estrella el toro. Aunque esté picando muy mal no puede sacar el palo. Es como si a un torero, porque está toreando mal, se le obligara a tirar el capote. Las suertes del toreo son buenas o malas, pero no admiten enmienda hasta que terminan. Lo que tiene que hacer el matador es precipitar el quite. Si quieres bien al toro, no te conformes con verle en dos puyazos de muerte, sino en varios puyazos de castigo.

Si un matador entra en su quite, y el toro le pasa, y otro entretiene el suyo en no torear, es que éste no sabe torear de capa; quítale puntos. Si abusa en el quite del capote a la espalda, sigue desconfiando de que sepa torear.

No pidáis que banderilleen los matadores. No saben ni los que parece que saben. ¿Quiebra alguno un par en los medios, como hacían antes los matadores para diferenciarse de sus banderilleros? No; lo que hacen es cuartear más o menos espectacularmente, sin cuadrar ni parar en la cabeza del toro. Todo rápido, precipitado, confuso. No interesa. Prefiero al "Vito" y “Almensilla" .

La distancia de la muleta al toro, no hay que medirla antes del pase, sino en el centro del pase y después del pase. Antes del pase, el terreno depende de la bravura, de los pies y del estado del toro por el exceso o falta de castigo. Se puede citar distanciado o muy cerca, del toro depende más que del torero; en la lidia de hoy depende del picador. Ni tan distante que el toro no acuda al cite, ni tan cerca que no se pueda adelantar la muleta, que es como se deben empezar los pases para ser completos. Cada toro tiene su sitio, como cada torero. Lo que hay que mirar son los pies del torero en el centro del pase cuando se está pasando al toro, la distancia a que le pasa, y la distancia a que se lo deja o remata el pase. Esa distancia, despegada o ceñida, y la quietud de pies en ese instante es lo verdaderamente importante del pase; más, mucho más que la distancia a que se coloca para dar el pase. Porque la quietud y la distancia en el centro de la suerte revelan que el toro va muy bien toreado, a su temple, muy embarcado en la muleta, que el que manda es el torero. El pase hay que rematarle, sin dejarse enganchar la muleta -temple- y llevarle, hasta dejarle a una distancia, que el torero no tenga que irse, ni dar un salto atrás, para ligar la faena sin interrupción, sin que pueda servir de pretexto salirse para saludar. Ya saludará después.

El toreo debe fluir con naturalidad, sin violencias y espontáneamente.

Todo lo preparado es artificioso, incluso los pases preparados de pecho, que no deben porfiarse, sino ligarlos en los remates de los naturales, como una consecuencia, que es lo que son. Los pases obligados de pecho, que es lo contrario de los preparados, porque supone pararse y echarse por delante un toro, con serenidad, sin enmendarse, cuando se le revuelve para cogerle.

Estos fueron siempre los pases más destacados. Si esto decimos de los pases preparados de pecho, que aunque preparados tienen calidad, ¿qué diremos de esos pases que se preparan retorciéndose, y se amplían echando el brazo a las ancas del toro, como en un coleo, que acaban en el pase del "tío vivo"?

En los mandamientos de la estocada, no queremos entrar, hasta que un premio Nobel de Medicina descubra el tratamiento de la enfermedad del estoque de madera, y los matadores, ya curados, puedan practicarla, sin las deficiencias que hay que achacar a la lesión de la mano.

domingo, 7 de octubre de 2007

FILOSOFÍA DEL TOREO/ José María Pemán

POR JOSÉ MARÍA PEMÁN

ABC. Madrid 23 de Agosto de 1951

No tenía por qué Manuel Sánchez del Arco, Giraldillo, hacer preceder su Filosofía del toreo de tantas pudorosas disculpas por haber acercado términos aparentemente tan distanciados. No han sido los revisteros taurinos, han sido los filósofos, los que han iniciado este acercamiento. La Filosofía, cada vez definida más laxamente, consiste en inquietarse sobre las cosas, todas. Se filosofa sobre el amor, los toros o sobre los jardines. Y se hace muy bien. Esa atmósfera existencial o vitalista que, de un modo u otro, reina en todo el pensamiento actual, urgía, ante todo, al filósofo a eso; a hablar de esas cosas; a ser leído por los toreros; a entenderse con los hombres de la calle. La gente empezaba a recelar de los filósofos, y si estos se mantenían cerradamente en sus aulas, utilizando sus lenguajes técnicos, se estaba viendo llegar el minuto en que les iban a perder del todo el respeto con un irresponsable "¿Y eso para qué sirve?" Pero los filósofos, a tiempo, les demostraron que aquello servía para hablar de toros, de amor o de política.

Este libro de Giraldillo es la garbosa repuesta del revistero al filósofo. Si el filósofo podía hablar del toreo, ¿por qué no iba a poder el revistero torear la Filosofía? Lo digo sin ironía ninguna. Se puede filosofar sobre todo, porque filosofía es todo lo que no es otra cosa: botánica, filología...o tauromaquia. Cuando se acaban las preguntas propias de estas ciencias o artes, y se continúa todavía preguntando, ya se está haciendo filosofía. Filosofía viene a ser lo que hablan sobre el toreo todos los que no torean. La audacia de Giraldillo está, pues, cubierta por millares de precedentes. En cualquier corrida ordinaria, el torero torea; y todos los demás filosofan.

Y salvada así la licitud de la experiencia de Giraldillo, hay que agradecérsela mucho, porque era urgente y necesaria. Pocas cosas necesitan encajarse en conceptos y explicarse tanto como el toreo. No es ya por esa cuestión vaga y genérica de su crueldad que siempre nos ha desasosegado y que ordinariamente se ha liquidado con expeditivo "más lo eres tú", recordando el boxeo, la guillotina o la bomba atómica. Hasta a las razones más especiosas se ha recurrido para tranquilizarnos en esto de la crueldad. Se ha recordado, por ejemplo, que no un español bravío, sino el más racionalista francés, Descartes, sospechaba que los animales no eran más que máquinas de reacciones espontáneas y casi vegetales. La palabra "dolor", aplicada a los animales, es un término equívoco, porque, bien mirado, no sabemos lo que pueda ser un dolor no discernido por una inteligencia racional. Por eso Legendre sospechaba que el toro entra, sin doloroso esfuerzo, en el juego de la lidia y hasta que acaso le saca el gusto y se divierte mucho en ella. También se ha tranquilizado a los escrupulosos explicándoles que, en definitiva, al toro no se le da tiempo a que le duelan mucho sus heridas, porque lo matan antes. Todo el que ha sido herido alguna vez sabe que no es el traumatismo de la herida lo que duele, sino la cura. No son los toros los que lastiman, sino los cirujanos. En este sentido, los toros son más felices que los toreros.

Pero todos estos rodeos, un tanto insinceros, se han hecho inválidos ante la necesidad de razonar este punto de la crueldad no ya en la objetividad teórica de la fiesta, sino en la intimidad de cada uno. A medida que los "toros se han hecho más pequeños y se les han limado las defensas, nos hemos sorprendido todos protestando y reclamando la restitución de estos riesgos. Esto, bien mirado, es una atrocidad que está pidiendo a gritos un poco de filosofía para taparse y no quedar en desnudo instinto salvaje. Antes convenía filosofar sobre los toros por decoro patrio; ahora urge por el decoro personal de cada uno. Porque disimular el hecho es tonto. Nunca ha sido el toreo más estético, más exacto: nunca se han puesto más cerca los toreros de la fiera. Y, sin embargo, todo resulta inútil en cuanto "la fiera" no nos parece bastante fiera. Recibimos la emoción plástica del "ballet", pero no sentimos el nudo en la garganta, y advertimos la instintiva decepción de no haber venido a eso. De aquí el ciclón logrado por el torero Litri, sencillamente porque se las ha arreglado para encontrar la manera de volver a producir emoción trágica, de entrega y riesgo, aún con el toro actual. Por poco peligroso que sea el toro, cabe buscar el peligro de modo tan directo, que retorne el nudo a la garganta. Si el toro no da cornadas, cabe casi dárselas a él. Tampoco es muy peligrosa una bicicleta, y, sin embargo, si uno se pone delante en riesgo casi inminente de atropello, puede uno asustar suficientemente a unos espectadores...

Giraldillo nos suministra una filosofía bella y suficiente para tranquilizamos sobre esos turbios deseos de más kilos y más puntas en los cuernos. Los toros son un sacrificio, un rito ancestral, no sanguinario, pero sí ineludiblemente sangriento. Hay que ligarlos con raíces micénicas, ibéricas y romanas de razas fuertes y solares. Los árabes nada tienen que hacer en este asunto. Esas plazas de estilo mozárabe no pasan de ser el tributo a una época cursi que dio ese mismo estilo a cosas tan poco árabes como las estaciones o las cervecerías, o tan universales como los evacuatorios. Toro y público son los dos elementos del rito. El torero es sólo un "oficiante" a nombre de la masa. Por eso, cuando da su estocada, la da vocalmente, con un aullido, todo el público. Por eso se protesta tanto del precio o de los sueldos de los toreros: porque siempre los fieles sienten repugnancia por lo que quita al rito su gratuidad.

Y ya colocado el problema en ese terreno -sacrificio y rito entre toro y público-, todo se aclara y se tranquiliza. Ese rito no existe casualmente desde el Redaño hasta las desembocaduras del Betis y el Tajo, salpicando a América, por casualidad. Existe como atávico rito de purificación y liberación de la crueldad animal y nativa, de esas ardientes razas solares. Según Sánchez del Arco, en los ruedos se han quedado, desaguadas en arte, muchas revoluciones potenciales. Todavía nos han quedado bastantes, creo yo; pero estoy dispuesto a admitir que de no matar tantos toros, nos hubiéramos matado unos a otros. Realmente, si se fija uno un poco, toda la crueldad del público de toros se dispara hacia el ruedo; en las gradas, salvo alguna bronca leve, hay mucha más guasa, risa, puros, novias y refrescos. De una corrida de toros sale el público tranquilo y sedante. Nunca sé que de una corrida saliera la gente para asesinarse o quemar conventos. Para estas cosas se ha salido de los Ateneos, de los mítines y aún de las cátedras. Es la inteligencia la que, cuando es cruel, lo es definitivamente, porque no se libera a sí misma tan estética y fácilmente como el instinto.

Así, en el precioso libro de Giraldillo, los toros quedan explicados como una especie de gran drama sacroprofano. El caballo y el toro, las dos cumbres de la Zoología estética, debieran ser amigos. Pero el caballo traiciona al toro. Se deja domar por el hombre: y aún es él el que le sirve de instrumento para tentar o transportar a su amigo. Cuando, al fin, se lo encuentra el toro en la plaza, el caballo es su verdadero enemigo. La intervención del hombre es para librar a su aliado y pelear, luego, noblemente con el toro. Desde este punto de vista, la Tauromaquia es todo lo que se añade a esa pelea elemental de bestias, para abreviarla y disminuir los riesgos. De ahí para arriba, lo cruel- los puyazos recargados o los pinchazos repetidos- es todo lo que contraría a la Tauromaquia; cuyas reglas vienen a resultar así como una especie de "cruz roja" de la batalla.

Así entendido el rito, nos quedamos mucho más tranquilos y comprendemos que cuando pedimos más kilos y más pitones, no somos crueles, sino que velamos por la ortodoxia de la liturgia. Los toros son un gran drama elemental y sangriento, con la Filosofía al quite.

viernes, 5 de octubre de 2007

O si no, el ballet /Antonio Caballero

Por Antonio Caballero

6toros6, No. 633 de 15 de agosto de 2006

Hace unas pocas semanas, hastiado y aburrido de los toros, desde aquí mismo recomendé la ópera para los amantes de las emociones fuertes, de los deportes de alto riesgo, de esas cosas. Como el toreo, como (tal vez) el alpinismo, la ópera es una actividad que está en el límite del más completo absurdo; en el extremo opuesto al que ocupa en la vida humana todo aquello que es impuesto por la necesidad. Decía Joan Cocteau que la poesía es necesaria, aunque no sepamos muy bien para qué. Lo mismo pasa con la ópera, con el toreo, etcétera.

De modo que, siguiendo mi propio consejo, fui a la ópera. Sucedía esto en el Teatro Real de Madrid, barrido por la luz. “Diálogos de Carmelitas”: una ópera para entendidos, para enterados, con libreto adaptado de Bernanos y música compuesta por Poulenc. Todo ello, por supuesto, cantado. No voy a relatar aquí la historia entera, que dura más que un partido de tenis (¡ah¡: eso también, si ustedes quieren; o, si prefieren, una etapa completa del Tour de Francia en bicicleta). Básteme condecir que, espantado de la ópera, regresé una vez más a los toros, como ya conté aquí mismo. Y habiéndome encontrado en la plaza con no sé bien ya cuál horror de los horrores habituales, salí de ella pensativo. Y hoy digo sin dudarlo: el ballet.

El ballet clásico –y el llamado moderno, que no es otra cosa que el ballet clásico hecho ahora, en un “ahora” que dura desde hace ya muchísimos años: para entendernos, algo así como el llamado “toreo moderno” que inventó Belmonte-, el ballet clásico, digo, es tal vez la más alta expresión física y plástica del refinamiento del espíritu humano. Y de su libertad: el ballet no se embaraza de realismo, al ballet se le dan un bledo las normas de la narración, el ballet desprecia la relación que tiene con su propio lenguaje, y la trasciende, y la sublima. Como el toreo. Es cierto que hace apenas un siglo estaba todavía entrabado por toda suerte de reglas estrictas venidas de… de sí mismas: o sea, del sometimiento a las reglas. No se había descubierto todavía que las reglas sólo existen para ser violadas. Pero ¿acaso no estaba en las mismas circunstancias el toreo de aquel entonces? Se necesitó el advenimiento de Juan Belmonte, como se necesitó la aparición en París de los Ballets Rusos de Diaghilev con música de Stravisnky y decorados de Picasso para que el ballet reconociera su verdadera esencia: en el constreñimiento, sino la libertad. Una libertad desafiante, de incomparable belleza, basada en una exigencia sobrehumana de lo que puede dar de sí el cuerpo humano. Y por nada, y para nada. Por el arte, para el arte.

¿Cómo fue posible que se inventara algo tan absurdo como el ballet? ¿O algo tan absurdo como el toreo? Porque lo de la natación uno entiende: saber nadar es útil en caso de naufragio. Y el canto sale solo. Pero ¿el ballet? ¿O el toreo? Los dos han sido comparados muchas veces el uno con el otro, en general por razones equivocadas, por meras semejanzas superficiales de apariencia. De ambos se ha dicho que no son artes de ideas, sino de sensaciones, de emociones, de sensualidades, de alucinaciones. Lo que de verdad los equipara es que los dos son gratuitos. Más gratuitos aún, más sin sentido y sin objeto, que la propia poesía, en el sentido en el que hace unos párrafos citaba aquí la frase de Cocteau. Son gratuitos, sí, pero vuelvo a Diaghilev y sus Ballets Rusos de París de hace cien años. La revolución reconstructora del ballet clásico no fue obra de los artistas –de Nijinsky o de Pavlova que bailaban, de Stravinsky y Poulenc que componían, de Baksi o de Picasso que pintaban- sino del empresario, de Diaghilev, que era el que se atrevía a financiar todo eso.

Se arruinó, creo.

martes, 2 de octubre de 2007

ANACRONISMO DE LOS TOROS / Agustín de Foxá

POR AGUSTÍN DE FOXÁ

ABC. Madrid, 24 de Abril de 1957

El secreto de los toros reside en que es un espectáculo anacrónico. Cuando vuela un avión a reacción sobre el embudo dorado de la plaza, uno se asombra de que sean contemporáneos los hombres de arriba -tocando botones, radares, ondas hertzianas, luces parpadeantes en verde y rojo, palancas de robot, en el límite de los viajes interplanetarios- con los hombres de abajo, de verde manzana y plata, de corinto y oro, ídolos asiáticos con espada y lanza y saetas de papel rizado, entre caballos y toros, manejando la sangre en lugar de la gasolina, con la Muerte allí, en el diamante de la puntilla, que desconecta al toro de la red eléctrica de la Vida. O con la enfermería, entre santos óleos.

Cuando se desintegra la materia y se forma el hongo venenoso de ecuaciones de la bomba de hidrógeno, todavía unos mozos matan con la espada como en los albores de la Edad del Bronce. En torno a la plaza, de esta isla primitiva de relinchos y mugidos, de esa gota de selva, de esa partícula de Génesis, rugen los claxons, las bocinas, los motores del mundo hecho por el hombre, con su fauna mecánica, con sus "autos" -coches amputados de caballos-, con sus motocicletas con una muchacha a la grupa como un recuerdo atávico de la jaca; con su biscuter, mestizaje o cruce entre el automóvil y la motocicleta.

Vigilan al combate virginal, primitivo, fresco, palpitante, no unos ojos humanos, sino lentes de máquinas de turistas, teleobjetivos, cóncavas pupilas del "cine" en colores.

Una concesión del ruedo sangriento, de ese "confetti" de desierto, a la vida moderna, es el camión que riega la plaza con su abanico, con sus dos alas de agua.

Pero a los toros los siguen arrastrando las mulillas, siempre un poco espantadas ante la cabeza muerta. Y ni una rueda gira sobre la arena porque la rueda es humana; ninguna creación divina la utiliza; sino piernas o patas, o el reptar, o las aletas, o las alas.

El hombre de la ciudad; el de las oficinas y los empleos; el del piano tedioso de la máquina de escribir; el del alfabeto, sin poema de amor, de la taquigrafía; el de los archivos -que son los nichos de las cosas-; el de la hipoteca, que es lo más opuesto a un bosque en Primavera; el de los tranvías, que es la negación del libre galope; ese hombre va a la plaza a rejuvenecerse, a oír mugidos que jamás serán congelados en la serpiente del hilo magnetofónico; a escuchar relinchos que nunca se extenderán a secar, como ropa blanca, en los hilos de teléfono; a ver la sangre sin análisis ni velocidad de sedimentación; a contemplar apagarse corazones que no conocen el electrocardiograma. Los toros traen el campo a la ciudad, su paisaje de encinas y de ríos, sus florecillas amarillas o moradas de la Primavera. Hombres que nunca han visto la luna, ciudadanos del asfalto y de la propiedad horizontal, hablan de cuántas hierbas tiene ese toro; de los pastos de mayo que embravecen; de por qué los toros de aquella ganadería tienen las patas tan fuertes, ya que el abrevadero está a muchos kilómetros de “sus cerrados; y comentan cornadas, de las cuales ya nadie muere en el mundo. Los toros son el espectáculo de un pueblo religioso que juega con el Más Allá; no tienen nada de república ateniense (deporte), sino de Imperio romano (sacrificio).

Tenía razón aquel aficionado cuando decía que a los toros no iba uno a divertirse (el fútbol es mucho más divertido), porque tienen de todo menos de entretenidos. El toreo es intuitivo y racional, y matar frente a frente es maravillosamente absurdo existiendo mataderos de punzón eléctrico y frigoríficos donde la carne viva se convierte en cosa acartonada.

Todo lo que en el ruedo sucede es imprevisto y deslumbrante y allí se congrega todo lo inesperado; hay en los tendidos indios turistas de Bombay, chinos miopes; y entran, volando, villanos portadores de semillas; y alguna vez planea una paloma de tendido a tendido; o se suelta un globo; y discuten, y están a punto de pegarse, un abogado y un médico por la cojera de un toro; y preside un Rey o una princesa; y dos Felipes Segundos pintados por Velázquez -los alguacilillos- llevan al galope una enorme llave que no abre ninguna puerta.

En los toros se venden, astronómicamente, como en un eclipse, el sol y la sombra; ya semejanza de las rústicas cosechas, el espectáculo depende de la lluvia; de una nube que pasa.

Las gentes están tan tristes a la vuelta de los toros porque retornan a la vulgaridad, a la Civilización, a todo lo artificial y antibiológico.

Muchos pueblos han jugado con los toros; desde; hace miles de años en Creta, hasta el actual "rodeo" americano donde algunos capotazos de auxilio al vaquero caído son como la prehistoria de la arqueología del toreo. California está a punto de inventar las corridas de toros; como en las reelecciones de sus presidentes, Norteamérica está descubriendo la Monarquía.

Están tan en la entraña de nuestros sueños ancestrales los combates de toros, que han suscitado poemas, romances, novelas, esculturas, cuadros, músicas, grabados y óperas y todavía no ha surgido, ni creo que nacerá nunca, la Carmen, de Bizet, del fútbol; ni habrá tapices de Goya sobre un "penalti"; ni romances de Federico o décimas de Gerardo, a un "corner".

El toreo es casto y sensual; pueden ir a él los frailes y los niños, pero jamás una mujer es más apetecible que ensangrentada de claveles en una barrera de sol.

Antes, los toros eran más hermosos y bárbaros, y más imaginativos. Había plazas partidas; matadores en zancos; saltos a la garrocha; hombres como Martincho, que, esposado, saltaba desde una mesa sobre el lomo del toro; enanos y gigantes; globos de humo caliente; luchas de toros con leones y tigres; perros de presa...

Ahora, al intelectualizarse, las corridas han perdido vitaminas. Porque lo excesivamente clásico comporta algo de tedio. Y cuando se ve ese esqueleto de mármol, que es el Partenón, se siente, a veces, la nostalgia de las anárquicas gárgolas y de los monstruos de las sillerías de coro de nuestras Catedrales.

Cuando un pueblo sobre un bistec ensangrentado coloca, en lugar de mostaza, unas banderillas de lujo, se encuentra lejísimos de lo cartesiano y de la lógica.

Como el mito de Fausto y Mefistófeles, el toreo devuelve la juventud a la ciudad envejecida de reglamentos urbanos.

El toreo está fuera de nuestro tiempo; es un drama de capa y espada en el siglo del cinemascope. Y cuando un espada brinda a una bella mujer de anhelante pecho la muerte del toro, revive un piropo de hace veinte mil años.

lunes, 1 de octubre de 2007

La guardesa /Luis Leante

Nota: El cuento La guardesa participó en el Concurso de Cuentos Taurinos El Albero, que organiza la peña taurina del mismo nombre y fue uno de los ganadores. Fue escrito por el premio Alfaguara de novela 2007, Luis Leante, y compartimos con ustedes. Vale la pena leerlo.

Por Luis Leante

A Paulina, la guardesa del paso a nivel de La Perra, la partió un tren en dos trozos. A mi abuelo Ramón fue al primero que avisaron. También llamaron a Curro de la Puebla, porque ni siquiera a la Guardia Civil se le pasaba por alto la relación que aquella mujer había tenido en su juventud con los dos hombres. Yo era entonces un estudiante despreocupado por la vida de los demás; pero ahora conozco muy bien la historia: demasiado bien, diría yo. El cuerpo de Paulina, la guardesa del paso a nivel de La Perra, lo partió limpiamente por la mitad un tren correo que pasaba por delante de su casilla poco después de la medianoche. Nadie sabrá ya nunca qué pasó por la cabeza de Paulina antes de sentir que la máquina se le echaba encima. Encontraron las dos mitades separadas por las líneas de los raíles. Los niños acudieron atraídos por el bullicio de los curiosos, y aquella mañana no hubo escuela. El juez preguntó si tenía hijos o parientes, pero nadie quiso responder, por no meterse donde no lo llamaban. Un guardia civil se rascó la coronilla bajo el tricornio, frunció el ceño y dijo, como acordándose: «Familia no tiene, pero yo sé quién puede hacerse cargo de ella».

El día en que se presentó la pareja de la Guardia Civil en casa, preguntando por mi abuelo, yo estaba preparando los exámenes finales de mi licenciatura en Derecho. No enten-dí nada de lo que dijeron. Sin embargo, mi abuelo insistió tanto que tuve que acompañarlo en el coche que enviaron desde el cuartel. Yo no conocía a Paulina, nunca antes había oído hablar de ella, jamás mi abuelo pronunció una sola palabra sobre aquella mujer delante de la familia. Por eso, la visión de las dos mitades de la guardesa, más que dolor, me produjo un terrible desasosiego. Luego, llegó Curro de la Puebla. Aunque nunca me interesó la fiesta de los toros, era difícil no saber quién era aquel hombre o, mejor dicho, quién había sido. El viejo matador era un anciano de rostro bondadoso, casi bobalicón, de andar torpe y mirada de miope, pero que en algunos de sus gestos seguía manteniendo el carácter que a un hom-bre de su clase se le supone. El abuelo Ramón sólo lo miró cuando fue estrictamente necesa-rio. Los dos ancianos mantuvieron la mirada fija, sin titubear, diciéndose algo que sólo ellos entendían. Y cuando el guardia civil preguntó: «Entonces, ¿quién se hará cargo del finado?», los dos respondieron al unísono: «Yo, por supuesto». Lo que sucedió luego es demasiado largo de contar. A nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido el disparate que mi abuelo y Curro de la Puebla perpetraron. Después de hablar sin testigos durante casi una hora, deci-dieron en secreto quedarse cada uno con una mitad del cuerpo. Legalmente, el juez le entre-gó el cadáver a Curro de la Puebla; pero esa misma noche, cumpliendo su palabra de caba-llero, le entregó a mi abuelo la mitad de Paulina, la guardesa del paso a nivel de La Perra. Nadie lo supo, nadie sospechó lo que realmente había sucedido, nadie imaginó siquiera el acuerdo macabro que aquellos dos ancianos, que se odiaban hasta lo más profundo, habían tomado para repartirse el cuerpo de la mujer que más habían querido en su vida. Y si yo me enteré, mucho tiempo después, fue porque mi abuelo Ramón, en su lecho de muerte, me hizo jurar por todas las cosas que yo entonces consideraba sagradas, que no cejaría en el empeño hasta conseguir legalmente la otra mitad del cuerpo de Paulina, su amada Paulina, la guardesa, la mujer más bella del mundo.

Es muy posible que a sus dieciséis años no hubiera otra mujer más hermosa en el mundo que la bella Paulina. A juzgar por las fotografías que encontré entre los papales del abuelo Ramón después de su muerte, así debió de ser. Paulina no tenía apellidos, e incluso el nombre podría ser inventado. Los orígenes de Paulina no los conoce nadie. Ni siquiera mi abuelo sabía de dónde había salido aquella muchacha que apareció un buen día agarrada al brazo de su amigo Curro, y que desde aquel momento no se separaba de él ni en el sol ni en la sombra, pues hasta la misma plaza lo acompañaba todas las tardes. Nunca se había visto hasta entonces que un matador de toros viajara durante toda la temporada con una mujer, aunque no fuera su esposa.

Mi abuelo Ramón y Curro de la Puebla habían nacido el mismo día del mismo año y en la misma calle. Se conocían desde que aprendieron a caminar. Fueron juntos a la escuela hasta que tuvieron que buscar un oficio. Luego, se separaron y sus vidas tomaron caminos diferentes, aunque nunca dejaron de verse. Mi abuelo Ramón se hizo ferroviario a los dieci-nueve años. Era listo como el hambre y seco como una estaca. Por eso, seguramente, no le costó trabajo salir adelante sin tener la escuela terminada. A Curro le costó más, pero cuan-do debutó con caballos y se le abrieron las primeras puertas resultaba claro que aquel mu-chacho llegaría lejos. Mi abuelo, según me contó, miraba a Curro con admiración, y Curro, al parecer, lo trataba con respeto. Seguramente fue por aquella vieja amistad por lo que a Curro de la Puebla, desde que tomó la alternativa, le gustaba viajar en tren con su apodera-do, mientras la cuadrilla cruzaba las carreteras de piedra en viejos y destartalados coches. Nadie que conociera las antiguas máquinas que escupían carbonilla podría dar otra explica-ción. Cada vez que Curro de la Puebla toreaba en su ciudad o en las proximidades, al bajarse del tren le regalaba una entrada a su amigo Ramón, y mi abuelo le decía: «Que tengas mucha suerte, Currito». Los periodistas y la premura les impedían cruzar otras palabras, pero segu-ramente no era necesario.

La primera vez que mi abuelo Ramón vio a Paulina, la muchacha iba cogida del bra-zo de Curro de la Puebla, y en ese momento le pareció la mujer más bella del mundo. Así me lo confesó. Paulina debía de tener entonces poco más de dieciséis años, pero le pareció tan hermosa a mi abuelo, tan cándida e indefensa, que ya no pudo apartarla de su mente hasta el final de sus días. Paulina asomó por la puerta de aquel vagón de primera, cogida del brazo de Curro, y lo hizo como cuando el sol, después de muchos días de niebla, asoma tímida-mente entre el cielo grisáceo. Los periodistas que habían acudido aquel día a la estación del tren para narrar la llegada a su ciudad del famoso matador de toros recogieron con sus pri-mitivos daguerrotipos aquel momento que marcaría para siempre la vida de un joven ferro-viario que luego sería mi abuelo. Cuando el matador pasó junto a su amigo Ramón, lo salu-dó ligeramente con un gesto muy taurino y sólo le dijo: «¿Qué te parece la gachí que me he traído de la capital, Ramón?». Y mi abuelo hizo un gesto, como de aprobación, con el que le hacía saber a su amigo que le alababa el gusto. Luego, las cosas se fueron sucediendo tan deprisa que ni siquiera mi abuelo, viendo cercana su muerte, fue capaz de contármelo todo en el mismo orden en que ocurrió. Apoyado en el respaldo de una incómoda butaca de hos-pital, escuché durante varias noches la confesión que nunca antes había hecho mi abuelo a nadie de la familia. Con su insistencia consiguió arrancarme la promesa de cumplir su volun-tad tras su muerte. Después, pasé muchas noches leyendo sus papales, los dos diarios y los recortes de periódico que tenía guardados en una vieja maleta. Es posible que, por esa ra-zón, la historia de Paulina y de mi abuelo no sea como la estoy contando, sino como el an-ciano la tenía en su cabeza y en sus papeles.

Con sólo veinte años, el amigo de escuela de mi abuelo se convirtió en el más grande matador de toros del momento. Toreó tres temporadas seguidas en América, abrió la Puerta Grande de los cosos más legendarios; y siempre que regresaba a su ciudad lo hacía acompa-ñado de Paulina, la bella y cándida Paulina. Hacían una entrada triunfal en la estación, ilumi-nados por los flases de los periodistas y seguidos por un cortejo que cada día era más nume-roso. Mi abuelo, protegido por la multitud de curiosos y seguidores, contemplaba a Paulina como quien contempla la obra más perfecta de la naturaleza. Pocas veces pudo cruzar pala-bra con la muchacha, pero en las escasas ocasiones en que lo hizo le pareció un ser angelical, impregnado de gracia, débil y lleno de encanto. Y lo que ocurrió fue que, cuando mi abuelo quiso darse cuenta de lo que le estaba pasando, ya se había enamorado perdidamente de aquella jovencita que acompañaba a todas partes a Curro de la Puebla. El ferroviario trataba de evitar el encuentro con el matador de toros, pero era difícil, porque Curro, cuanto más famoso iba siendo, más se acordaba de sus amigos, de su ciudad y de las penalidades que había pasado en su infancia. Mi abuelo trataba de hablarle con naturalidad, aunque cada vez que Paulina estaba por medio sentía que los pensamientos se le reflejaban en la frente y que todo el mundo podía leerlos. Durante más de dos años intentó olvidar a aquella mujer que parecía, al lado de Curro de la Puebla, el ser más enamorado del mundo. Pero ocurrió algo que precipitó los acontecimientos y que fue la causa de que luego sucediera lo que nadie fue capaz de evitar. En uno de los viajes de Curro a su ciudad, a mi abuelo le pareció percibir en el rostro de Paulina una sombra de desdicha. Viéndolos así, cogidos del brazo y paseando por el andén bajo la luz de los flases, nadie hubiera sospechado nada. Pero mi abuelo creyó descubrir algo más allá de lo que reflejaban sus rostros. Y, en verdad, no se equivocaba. Él lo vio mejor que nadie, porque estaba apenas a unos pasos. Curro de la Puebla le dijo algo al oído a Paulina, ella hizo un gesto de desprecio, le respondió desairadamente al matador, y éste se volvió hacia ella con la mano en alto y le dio una bofetada tan sonora que a mi abuelo le dolió como si la hubiese recibido él mismo. Paulina se echó las dos manos a la cara y ocul-tó, avergonzada, el gesto de dolor y de rabia. Se produjo un gran revuelo, pero Curro de la Puebla siguió caminando y arrastró tras de sí a todos los periodistas. Paulina quedó sola, en medio del andén, llorando desconsoladamente ante la mirada rota de mi abuelo, que se hubiera tirado en ese momento a sus pies como un perro si ella se lo hubiera pedido. Pero la muchacha sólo dijo: «¿Tienes un pañuelo, Ramón?». Mi abuelo le dio su pañuelo, la acom-pañó hasta la sala de mandos de la estación y allí se quedó mirándola, sin decir nada, hasta que Paulina le confesó a media voz: «Se acabó: no volveré nunca más con él. No quiero ni siquiera oír su nombre». «No digas eso, mujer —la consoló mi abuelo—, seguro que en cuanto se te pase el disgusto no te acuerdas de nada». «Te equivocas, Ramón, te equivocas totalmente. Tu amigo es un desalmado. Sólo le importa él mismo. Lo demás es un adorno. No le interesa nada que no sea su carrera». «No, Paulina, eso no es cierto. Yo lo conozco desde que era un niño». La muchacha lo miró, mostró su desacuerdo con un gesto y dijo secamente: «A los hombres sólo se les conoce en la cama, y por eso te aseguro que yo lo conozco mucho mejor que nadie». Aquella afirmación le dolió terriblemente al ferroviario, y Paulina se dio cuenta enseguida. La amiga de Curro retuvo la rabia que tenía dentro, le co-gió las manos a mi abuelo y le susurró: «Tú no conoces bien el mundo, Ramón. Tú ves pasar la vida todos los días, pero nunca te montas en ella. Yo, por el contrario, no me he apeado de ella desde que cumplí catorce años. Sólo Dios tiene la culpa de haberme dado este cuerpo y esta cara —el ferroviario se ruborizó—. Tú me aprecias, ¿verdad, Ramón?». «Claro que sí, Paulina». «Incluso me quieres un poquito, ¿verdad, Ramón? —y el silencio de mi abuelo fue entonces la respuesta más clara—. Pues, entonces, deja que me quede aquí, contigo». Mi abuelo tardó en responder, pero al cabo dijo: «Eso no puede ser. Curro no lo permitiría. Además, él te quiere, me consta». «No te engañes, Ramón; lo que Curro quiere es un cuerpo y una cara bonita en la que mirarse todas las noches y ver reflejado su triunfo. Ya estoy can-sada de golpes, de humillaciones, de desprecios. Esto que acabas de ver no es la primera vez que sucede». Mi abuelo no la dejó terminar. La agarró de la cintura, la apretó contra su pe-cho, buscó sus labios y la besó con todo el amor contenido de los últimos años. Luego, llevó a Paulina al pabellón en que vivía, junto a la estación. La ayudó a instalarse, le abrió su cora-zón y mandó un mensaje a Curro de la Puebla para que supiera que su chica no quería regre-sar con él.

Curro de la Puebla no se molestó ni siquiera en contestarle a mi abuelo. Dos días después, cuando el matador se subió al tren para seguir la temporada, se detuvo con el pie en el estribo del vagón, miró a mi abuelo y sin levantar la voz le dijo: «Tienes algo que me pertenece. No voy a enfrentarme contigo, pero a mi regreso quiero que me lo devuelvas». Mi abuelo sintió aquellas palabras amenazadoras como un puñal que se clavaba en la diana de su felicidad. Le contó a Paulina lo que le había dicho Curro, y ella soltó una carcajada desconcertante. «Anda listo, si piensa que voy a volver con él». Y mi abuelo creyó sincera-mente aquellas palabras. Pero el tiempo le demostró que las cosas no iban a ser como él cre-ía. En octubre, Curro de la Puebla se fue a América, de manera que estuvo fuera más de cuatro meses. Durante aquel tiempo, Paulina le hizo pasar al ferroviario los días más felices de su vida. A mi abuelo las jornadas de trabajo se le hacían largas y penosas; después, al lado de Paulina, el tiempo pasaba rápido y se le escurría de las manos. Ninguna sombra empañaba su felicidad. Nadie le había dicho nunca palabras tan dulces como las que oyó en los labios de Paulina, ni le había hecho sentir nadie tanta felicidad. Nunca vio el ferroviario un cuerpo tan hermoso como el de Paulina, ni saboreó un manjar tan exquisito, ni se sintió tan amado como por aquella mujer. Pero no duró más que unos meses. Cuando una nube de fotógrafos le anunció el regreso de Curro de la Puebla, se echó a temblar. Paulina se mostró indiferente. No obstante, mi abuelo quiso que ella estuviese a su lado en el momento en que Curro se bajara del tren, para demostrarle los dos que no les importaba nada, que eran felices y que nadie podría destruir aquel amor. Pero las cosas no sucedieron como mi abuelo pensó. En cuanto el matador asomó la cabeza por la puerta del vagón, buscó a Paulina y a mi abuelo Ramón entre las cabezas que se apiñaban en el andén. Sin perder la sonrisa, se acercó hasta ellos y le dijo al ferroviario: «Sabes que tienes algo que me pertenece». Pero mi abuelo no se achantó, le sostuvo la mirada y le respondió: «Tendrás que luchar para conseguirlo». Curro de la Puebla lo miró desafiante y le dijo: «¡Qué poco conoces a las mujeres, Ramón!». Lue-go, extendió el brazo hacia Paulina. Mi abuelo la miró y, en cuanto vio su cara, comprendió que ella se iría con Curro. Paulina, con las mejillas surcadas por las lágrimas, se agarró al brazo del matador y sólo le dijo a mi abuelo: «Lo siento, Ramón. No puedo evitarlo. Soy una estúpida y nunca podré dejar de serlo». Y mi abuelo agachó la cabeza, sintió perdida su dignidad y no replicó. Durante dos temporadas más vio las idas y venidas de Curro y Paulina en el tren. Ya no volvió a cruzar palabra con ellos; pero mientras tanto se echó novia, se casó y trató de olvidar lo sucedido. Sin embargo, aquellos cuatro meses junto a Paulina no se borraron nunca de su memoria. Por eso, cuando dos años después la reciente esposa del ferroviario le anunció a su marido que una mujer quería hablar con él, volvió a temblar como un chiquillo ante la presencia de Paulina. Se armó de valor y le dijo: «¿Qué quieres ahora, Paulina?». Y Paulina se echó a sus pies, llorando y suplicándole. «Quiero que me perdones, que me insultes, que me digas lo que me merezco, pero que me dejes estar a tu lado». «¿Y Curro?». «Jamás volveré con él. Es la persona más egoísta del mundo. Lo odio con toda mi alma». Y mi abuelo la interrumpió: «No puedes quedarte aquí. Me casé hace dos meses. Mi mujer es quien te abrió la puerta». Pero Paulina no parecía escuchar: «Sólo quiero que me dejes estar a tu lado. No te molestaré. Te haré feliz. ¿Ya te has olvidado de los ratos tan buenos que pasamos?». «Ni de los buenos ni de los malos: no me he olvidado de nada». Paulina le suplicó al ferroviario, se abrazó a sus rodillas y lloró hasta quedarse sin fuerzas. Pero mi abuelo Ramón no se mostró conmovido por su desdicha, aunque por dentro se sin-tiera roto. La mujer, despechada, vagó por la estación del tren, noche y día, durante una semana. Pedía limosna entre los viajeros y llegó a ofrecer su cuerpo cuando se vio totalmen-te perdida. En aquel punto mi abuelo no pudo soportarlo más; se acercó a ella cuando se iba del brazo de un hombre y le dijo: «No puedo permitir que hagas esto, Paulina. Aunque te odiara con todas mis fuerzas no podría permitírtelo. Si quieres salir adelante, puedo ofrecer-te el puesto de guardesa en el paso a nivel de La Perra». Paulina se soltó del brazo del des-conocido y preguntó: «¿Qué tengo que hacer?». «Sólo subir y bajar la barrera cuando se acerque el tren. Podrás vivir en la casilla que hay junto a la vía». «¿Y vendrás a verme de vez en cuando?». Mi abuelo negó rotundamente, pero en el brillo de sus ojos Paulina adivinó lo que iba a suceder en los años siguientes.

Cuando a Paulina, la guardesa del paso a nivel de La Perra, la partió un tren en dos trozos, hacía cuarenta años que vivía en la caseta construida junto a la vía. Mi abuelo Ramón me contó una parte de la historia, el resto lo averigüé yo, hurgando en un baúl en donde encontré dos diarios, recortes de prensa y numerosos papeles. Durante los días en que mi abuelo permaneció ingresado en el hospital, me contó todo lo que había llevado dentro a lo largo de tantos años sin confesárselo a nadie. Y, si me lo reveló precisamente a mí, fue por-que yo lo acompañé al paso a nivel de La Perra el día en que la Guardia Civil se presentó en casa para comunicarle la muerte de la guardesa Paulina. Yo fui testigo, sin comprender lo que estaba sucediendo realmente, de las miradas terribles que mi abuelo y el viejo Curro se lanzaron aquella fría mañana. Yo escuché cómo los dos se hicieron cargo del cuerpo de Pau-lina para enterrarlo y, luego, cuando ya no había testigos, vi con mis propios ojos cómo los dos ancianos, sabiendo que no tenían fuerzas para luchar por aquel cuerpo partido en dos trozos, llegaban a un acuerdo: quedarse cada uno con una mitad. A mi abuelo le correspon-dió la parte de abajo; y a Curro, el tronco y la cabeza. No sé, en realidad, cómo pude permi-tir que aquellos dos viejos insensatos cometieran semejante tropelía. Supongo que lo inusi-tado del caso y las palabras tranquilizadoras de mi abuelo tuvieron la culpa de que yo no me opusiera. Luego, en el hospital, me enteré de toda la historia.

Cuando mi abuelo Ramón le ofreció a Paulina el puesto de guardesa en el paso de La Perra, creyó que se iba a olvidar de ella para siempre, pero no fue así. Y lo mismo ocurrió con Curro de la Puebla. Los dos hombres, que nunca más volvieron a hablarse, pasaban con frecuencia por aquel paso a nivel. El torero, en sus mejores tiempos, hacía detener el tren allí mismo. Visitaba a la guardesa, pasaba una hora recordando viejos tiempos y pagaba el silen-cio del maquinista y del revisor con grandes fajos de dinero. Después, cuando se fue hacien-do mayor y los tiempos cambiaron, ya no le permitieron aquellas excentricidades. Pero no dejó nunca de visitar a Paulina en su caseta. Mi abuelo, aunque luchó por no ir a verla du-rante los dos primeros años, terminó por acudir a la caseta cada cuatro o cinco meses. A los dos los recibía la mujer en silencio, dolida pero sin quejarse. A los dos los complacía a su manera y les daba lo que sabía que iban a buscar. A Paulina la visitaron los dos hombres durante muchos años, hasta que la edad y la conciencia los separaron de ella. Nunca coinci-dieron los dos al mismo tiempo, aunque ninguno ignoraba lo que estaba sucediendo. Mi abuelo me confesó esto en su lecho de muerte, una cama de hospital. Y también me hizo jurar que pondría todos mis conocimientos de abogado al servicio de una causa: conseguir la mitad de Paulina que poseía Curro de la Puebla y enterrarla con la mitad que tenía él en nuestro panteón familiar. Se lo juré con lágrimas en los ojos, convencido de que nadie po-dría poseer por medio de un pleito lo que aquellos dos locos no habían conseguido en toda una vida. No obstante se lo juré. Cuando murió mi abuelo, sentí un gran desasosiego. Curro de la Puebla apenas le sobrevivió un mes; parecía que hubiera estado esperando para decir la última palabra. Durante un tiempo, casi un año, estuve dándole vueltas y completando aque-lla historia. Visité varias veces la mitad del cuerpo de la guardesa de La Perra. Finalmente, llamé por teléfono a la nieta de Curro. La mujer me confesó que estaba esperando aquella llamada. Su sinceridad me conmovió. Concertamos una cita. La nieta del torero se parecía tanto a las fotos de Paulina que ni por un momento dudé quién era su madre. Mi abuelo, sin embargo, había silenciado aquel detalle. La mujer me confesó con lágrimas en los ojos que su abuelo, en el lecho de muerte, le había hecho jurar que lucharía por todos los medios para conseguir la mitad del cuerpo de Paulina y enterrar las dos partes juntas. Nos miramos sin hablar durante mucho tiempo. Me pareció tan hermosa así, con los ojos llenos de lágrimas, y se parecía tanto a las fotografías de Paulina, que por un momento comprendí la locura de mi abuelo. No hubo que discutir nada: con la mirada nos lo dijimos todo.

Esta mañana, la nieta de Curro y yo hemos exhumado las dos mitades del cuerpo de Paulina. Luego, las hemos juntado en una pequeña urna y las hemos depositado en un nicho propiedad del ayuntamiento. En la lápida, comprada por los dos, hemos hecho grabar lo siguiente: «Aquí yace Paulina, la guardesa del paso a nivel de La Perra».