jueves, 30 de junio de 2011

La verdad es que el riesgo, como a todo valiente consta, depende poco del espacio geográfico donde el ansiado lance ose verificarse (Xavier Velasco)

martes, 28 de junio de 2011

EL ARTE DE TOREAR/ Juan Manuel de Prada


Juan Manuel de Prada

"Arte puramente analfabeta", define Bergamín el toreo. Y aquí el aficionado pega un respingo, harto de que lo tachen de bruto y de bárbaro los repartidores de bulas y anatemas que tienen a su cargo dictaminar la rigurosísima dieta de Progreso que el español debe imponerse, para convertirse en un engranaje más de la espantable máquina de su ingeniería social, muy finamente llamada ciudadanía. "Arte puramente analfabeta", define Bergamín el toreo, y no se me ocurre definición más exacta y dilucidadora; pues, en efecto, el toreo, como el cante hondo, no tiene trascripción posible, nace de la improvisación y encarna el misterio eternamente fugitivo del arte, encarna ese quod divinum horaciano que sopla donde quiere.

La historia de las bellas artes podría resumirse como la historia de una domesticación. Hubo un tiempo en que a la gente, desde los manantiales ancestrales de su pura humanidad, se le ocurría cantar y bailar al calor ecuménico del vino, o pintar las paredes de una cueva, o recitar en verso las hazañas de un miles gloriosus, o modelar una estatuilla de barro y cocerla en el fuego; y este arte gozoso y puramente espontáneo era arte analfabeto, arte que brotaba del genio popular como una segregación del espíritu, con la misma naturalidad con la que brotan las palabras de los labios de un niño, aunque no conozca sus reglas fonéticas, sintácticas, prosódicas o gramaticales. Arte analfabeto era, por ejemplo, el de los juglares que recorrían los pueblos, ignorantes de la preceptiva literaria, recitando romances y canciones que enseguida se aprendían de memoria quienes los escuchaban, porque esos romances y canciones ya estaban hibernando en su inconsciente, esperando la voz milagrosa que les dijera: "Levántate y anda". Pero este arte que nacía de abajo, arte constitutivo de la entraña popular, encarnación de aquello que los románticos alemanes denominaron Volkgeist, se reveló pronto peligroso para quienes aspiraban a convertirlo en un arma de dominio, manejándolo para sus fines e imprimiendo en él sus ideas. Y entonces nació lo que hoy los titulares del dominio llaman pomposamente Cultura, un arte establecido desde arriba, con sus castas de intelectuales gregarios y sus negociados burocráticos, con sus programaciones y sus cánones establecidos por los repartidores de bulas y anatemas. Y, así, aquel impulso originario, nacido de la entraña popular, se estabuló en exposiciones de pintura fina y en libritos de escritores fetén y en representaciones teatrales subvencionadas y en peliculitas jaleadas por la propaganda: sucedáneos de arte que se administran al pueblo como alfalfa, para convertirlo en ciudadanía y acomodarlo a los esquemas sociales que interesan al dominio. Para que a nadie se le ocurra sentir ni pensar. Para que no haya nunca más, en fin, arte nacido del misterio, sino sucedáneos domesticados.

Pero con los toros no han podido. Y por eso los toros fastidian tanto a los titulares del dominio, por eso los toros son tan denostados en el Matrix progre: porque son una subsistencia, bendita subsistencia, de aquella edad dorada en que los hombres se expresaban a través de un arte insumiso, un arte que era expresión de lo que ellos eran, no de lo que los ingenieros sociales y los dietistas de Progreso deseaban que fueran. ¿Y qué somos cuando acudimos a una plaza de toros? Somos, nada más y nada menos, españoles, numantinamente españoles, españoles graves y hondos que miran la muerte de frente. Escribía Foxá que los toros son "el espectáculo de un pueblo religioso acostumbrado por su sangre a pasearse tranquilamente entre el más acá y el Más Allá". Y en eso, en pasearse entre el más acá y el Más Allá, ha consistido el arte genuinamente español; lo demás es filfa y gargarismo de pitiminí con el que los titulares del dominio mantienen aborregada a la ciudadanía.

Y, como arte que se pasea tranquilamente entre el más acá y el Más Allá, el toreo es un arte espiritual, aunque la carne –carne gallarda que se expone a la muerte, carne dilacerada y sangrante que se vacía de vida— tenga una presencia tan cierta y dolorosa. Pero también El Greco pintaba en sus cuadros un abigarramiento de carne; y, sin embargo, en ellos solo vemos espíritu, almas que se pasean tranquilamente entre el más acá y el Más Allá. Recordemos el consejo de Belmonte a un joven aprendiz: "Si quieres torear bien, olvídate que tienes cuerpo". Así es el arte del toreo: plenitud espiritual, emoción del alma, posesión divina, una cornada de Divinidad entrando en nuestra sangre, buscándonos la femoral. Así lo siente el torero al terminar una faena cuajada, pisando la arena como si levitase, abandonado de su cuerpo; así lo siente el aficionado que ha contemplado la faena (y no importa que sea aficionado nuevo o veterano, porque nadie se curte en arte), con el vello erizado y los ojos arrasados de lágrimas: pues el espíritu, agolpado en el vello y en las lágrimas, pugna por zafarse de su velo mortal. Y, porque es verdadero arte y no engañifa manufacturada por los manufactureros de la Cultura, el toreo bueno se distingue enseguida del toreo malo, cosa que no ocurre cuando uno visita una exposición o lee un libro jaleados por los repartidores de bulas y anatemas. Uno lee uno de estos libros o visita una de estas exposiciones y no sabe qué sentir ni qué pensar, y acaba por fingir que siente o piensa, y lo expresa de forma aturullada y confusa, porque el fingimiento requiere alambicamientos y logomaquias; en cambio, uno ve una faena mala, donde la posesión divina es suplantada por una turbia emoción física, por una grosera pornografía de la muerte, y sólo siente asco y desdén hacia el torero que ha pretendido engañarle. Es cierto que hay gente que se deja engañar y aplaude los aspavientos e histrionismos del mal torero (que, a veces, son histrionismos estatuarios), como hay gente que se deja engatusar por las liquidaciones y los saldos, pero esta gente no es aficionada al toreo, es la avanzadilla de infiltrados que los titulares del dominio envían, para ver si logran domesticar el arte del toreo y asimilarlo a los productos culturales del Matrix progre.

Y, en fin, por no ser manufactura cultural que se expide a granel haciendo girar el manubrio de la producción en cadena, el arte del toreo sólo se ve en contadísimas ocasiones y, como todo arte verdadero, es efímero, aunque luego podamos evocarlo con los ojos del alma (porque tratar de evocarlo a través de una pálida fotografía o de una grabación videográfica es empeño estéril: la cornada de la Divinidad ya se ha disipado). Que el toreo sea un arte no quiere decir que todos los que lo cultivan sean artistas; ni siquiera que los pocos que en verdad son artistas puedan cuajar el arte siempre. Y es que el arte verdadero es lo contrario de la técnica: un manufacturero de la Cultura puede suplir con oficio su mediocridad y dar el pego; al artista del toreo de nada le sirve la técnica, porque su arte sólo se cuaja si el toro quiere. El arte del toreo está hecho de muy pocas faenas cuajadas y de un número ingente de faenas borrosas, bosquejadas, apenas balbucidas. Y como, además, es un arte efímero, momentáneo, irrecobrable, un soplo de espíritu que pasa en un santiamén del más acá al Más Allá y no sabemos si volverá, nos exige vigilancia constante, nos exige estar con las lámparas siempre encendidas, como aquellas vírgenes prudentes de la parábola evangélica que aguardaban el regreso del esposo.

Al encuentro de ese esposo vamos, con nuestras lámparas encendidas, los amantes del toreo a esta feria de San Isidro. Tal vez el esposo tarde en llegar, o llegue para hacernos la visita del médico, o no llegue nunca, pero sólo en la espera grave y honda de esa visita hay mucho más arte que en los sucedáneos domesticados que los titulares del dominio pretenden vendernos. En esa espera numantina se cifra la subsistencia, bendita subsistencia, de aquella edad dorada en que los hombres se expresaban a través de un arte insumiso, un arte que es expresión de lo que somos, no de lo que los ingenieros sociales y los dietistas de Progreso desean que seamos.

lunes, 27 de junio de 2011

Un cura sin alternativa/ Francisco Febres Cordero


Por Francisco Febres Cordero
Especial para HOY

Sus 75 años de edad le causan algunos achaques y malas pasadas

Ha hecho todos los votos, igual que un sacerdote. Lo que no puede es celebrar misa
La iglesia de Santa Teresita tiene, además de la santa que le da el nombre, una figura emblemática: el hermano José María. Durante muchos años los feligreses han sido testigos de sus afanes, su dedicación y el humilde amor con que mantiene alumbrado el templo, los aromas de las flores frescas y la impoluta limpieza de las naves, ataviado con su larga sotana que le llega hasta las sandalias y le cubre su cuerpo pequeño y apenas regordete. A pesar de haber hecho todos los estudios y haber adquirido una sólida formación teológica en España, donde nació, no tomó la alternativa para cura: se quedó de hermano. Ha hecho todos los votos, igual que un sacerdote. Lo que no puede es celebrar misa. Pero, por autorización del arzobispo, puede dar la comunión a los enfermos y dársela a sí mismo.

Hace 51 años, el 11 de diciembre, salió de su provincia de Burgos, cruzó el charco y aterrizó en Esmeraldas en cumplimiento de una orden dada por sus superiores. Después de vivir allí tres años, viajó a Quito. Y se quedó. Curiosamente, hasta entonces nunca había presenciado una corrida de toros: en la España de entonces, que era la de la guerra civil y la del millón de muertos que dijera Gironella, las autoridades tenían proscrito que los religiosos fueran espectadores de esa fiesta, aunque sí estaban autorizados para ir al fútbol. Por eso, el hermano José María se sorprendió cuando aquí, su amigo de toda la vida, el entonces padre y hoy monseñor Luis Alberto Luna, le propuso una tarde ir a la plaza Arenas.

El hermano José María, con ese dejo español que, aunque bastante disminuido, conserva hasta ahora, dijo: hombre, Alberto, ¿y por qué no? ¡Vámonos! Lo que vio le fascinó: una corrida de Arturo Gangotena, para Luis Mata, Edgar Puente y un tercer nombre que su memoria ha perdido. Así, el toreo ganó un aficionado. Y, pronto, el cigarrillo perdió un adicto. Porque ha de saberse que el hermano José María, tan santo, fumaba. Pero de pronto, tras una enfermedad al riñón, el olor del tabaco comenzó a producirle malestar. Ante eso, no tuvo más remedio que cortarse la coleta de cofrade de ese santo vicio y pasar a integrar el numeroso gremio de los apóstatas del humo. Sus 75 años de edad le causan algunos achaques. Afirma que el corazón ha comenzado a jugarle malas pasadas y, después de decir eso, calla. -Bueno, ¿y por qué tengo yo que confesarle a usted mis males?, me pregunta. Y yo, aunque picado de curiosidad, le doy la absolución y le deseo su total restablecimiento. Porque sí. Porque un hermano como él merece vivir mil años (iba a decir ¡joder!, pero no digo porque delante de los hermanitos no hay cómo lanzar tacos, ¡joder!).

Monseñor Luna siguió tentándolo para llevarlo por el mal camino de los toros e invitándolo a cuanta corrida había. Paralelamente, el doctor Alfonso Cruz Orejuela, torero en su juventud, acudía religiosamente todos los lunes a la cripta de Santa Teresita para poner flores en la tumba de su esposa. Después, le pedía al hermano José María que le acompañara a ver cómo iba la construcción de la nueva plaza de toros Quito. Así, también fue testigo de la manera en que, ladrillo a ladrillo, se iba levantando ese otro templo, que serviría meses más tarde para el rito de los toros. Además, por Santa Teresita pasaban obligadamente los toreros españoles que venía ha "hacer las Américas". Así el hermanito trabó amistad con Victoriano Posada y con Mario Carrión, además de conocer a Pedrés ("un hombre muy culto, agradable y extremadamente educado") y a una pléyade de espadas de primera jerarquía.

La vecindad con Manolo Cadena le creó unos lazos de afecto perdurables. -¿Y cómo era él cuando no estaba frente a los toros?, le pregunto. "Bueno pues, creyente pero un poco picarón, ¿no? Sé muchas historias de él pero no puedo decirlas porque los religiosos no somos dados a los chismes".

Otra vez me quedo como los toros luego del segundo tercio: picado. Pero no insisto en jalarle la lengua al hermanito, no vaya ser que luego la autoridad celestial le castigue con un par de banderillas negras colocadas en todo lo alto. Con Manolo Cadena iba también Jerónimo Pimentel, porque Cadena lo hospedó en su casa. E iba Victoriano Posada con mucha frecuencia, hasta el extremo que su novia una vez lo llamó directamente al convento y Victoriano, que estaba ese momento con sus amigos curas, contestó desde allí. "Lo que habrá creído la chica -dice con un tono de inocultable picardía el hermano José María- ¡que Victoriano era un santo varón!". Otra vez comió en el convento Cayetano Ordóñez, a quien el hermano José María califica como un torero fino, "quizás más que Antonio, su hermano. Y, además, muy simpático". Ahora está casi por completo "alejado de los ruedos". Prefiere caminar por el vecindario y, a veces, paso a paso, llega hasta el centro de Quito; da una vuelta al ruedo de la Plaza Grande y regresa a su convento en trole. Allí se despoja de su sotana, que es como su traje de luces, y se viste de corto: un pantalón gris, una camisa a cuadros y un suéter de lana. Y, entonces, comienza, dentro del templo, a ejecutar su ritual de peón de brega, con el que pone en suerte al astifino toro de la fe.

jueves, 23 de junio de 2011

Exposición de Javier Ponce


EXPOSICION EFECTUADA EN LA CASA HUMBOLDT, CON MOTIVO DEL DEBATE SOBRE LA FILOSOFIA DE LAS CORRIDAS DE TOROS

POR JAVIER PONCE
(Ministro de Defensa)


Occidente solo conserva dos de sus grandes ceremonias paganas: el carnaval y las corridas de toros. La primera para rendir tributo a la vida, la segunda para evocar la muerte.

Cada pueblo, guarda sus pequeños rituales, algunos solemnes, otros cotidianos, pero los que señalamos, son los únicos que tienen una gran dimensión.

Los dos van por distintos destinos. El carnaval, ligado a la vida hace el elogio de la carne y la orgía. Los toros, ligado a la muerte, se viste de austeridad y límites. El primero en la medida en que es vida, acoge en su seno todo lo que el modernismo y el post-modernismo le va proponiendo, se convierte en un alucinante collage de lo contemporáneo, se abre a todos los contagios y a todos los fetiches, es un inmenso fresco del mundo en cada instante, un gigantesco sarcasmo de fin de siglo. El segundo, en la medida en que es muerte se acoge a la tradición, se convierte en el ejercicio de la nostalgia, desecha los excesos y cuando éstos ocurren -recordemos al Cordobés- lo vive como un paréntesis, como un pecado. Porque la renovación taurina -no soy un experto en esto pero estoy pensando en Juan Belmonte- viene de la propia tradición.

Al primero, le zahieren los moralistas. Al segundo los ecologistas. Me parece que los dos pierden la perspectiva de lo que es el hombre, sujeto a esa extraordinaria paradoja vida-muerte. Los dos por igual exigen un equilibrio imposible, porque el hombre en sí es una locura, es una manifestación de la naturaleza que no se explica, que se resuelve en un misterio y en una alucinación: la muerte. El hombre ha crecido en el ejercicio constante del desequilibrio. Ha visto proyectarse su imaginaria a horcajadas de todos los excesos del cuerpo. Ha entendido su sobrevivencia en la tierra en lucha con la naturaleza. Esa es la fatalidad del hombre, negarse para existir, violentarse para gozar, morir para explicarse, y resulta curioso que el propio hombre quiera cambiar este destino. No tengo ganas de polemizar con los ecologistas pero soy pesimista, desencantado, con respecto a todo esfuerzo por reprimir o desviar el destino trágico de los hombres.

Por lo demás, las ceremonias son necesarias. Nos ayudan a entender la historia y la eternidad. Elevan al nivel del símbolo todo lo inexplicable. Y el hombre necesita exorcisar lo inexplicable.

El toro es la metáfora de una energía que viene del fondo de la eternidad. La firmeza del toro se explica en si misma, no por fuera de él. El es la furia de la propia naturaleza. Y este no es un conocimiento exclusivamente occidental. En las viejas culturas andinas ya está presente. Es el Yaguar fiesta, el combate entre las dos fuerzas más extrañas de la naturaleza: el toro y el cóndor. El toro ligado a la tierra, el cóndor ligado al aire. Los dos simbolizando esa constante relación conflicto-equilibrio entre todos los elementos substanciales: la tierra y el aire, el agua y el fuego.

Una de las manifestaciones más tristes de este fin de siglo, es el intento por vanalizar los mitos inmemoriales, los conflictos profundos, las ceremonias substanciales. Son los intentos por volverlo todo homogéneo, incoloro, todo con un solo sabor, a coca cola talvéz, todo higiénico y purificado. Y las grandes ceremonias como el carnaval y la corrida de toros se alimentan de su radicalidad. Quitémosle a la fiesta del toro la muerte y la habremos convertido en una Kermesse escolar, quitémosle al carnaval el pecado de la carne, la sensualidad y el erotismo y la habremos convertido en una mascarada, algo parecido a la jura de la bandera o a las procesiones del Niño Jesús, ni siquiera sería la dramática procesión de Semana Santa, donde la muerte es el eje del ritual cristiano.

La fiesta de los toros no es una exposición canina, es la lucha del hombre y el animal que tiene siglos de historia, una lucha que la civilización occidental ha ido pacientemente reglamentando para conservarla.

En la corrida de toros se escenifican algunos de los mayores sueños y espantos del hombre. Esa constante contradicción entre la nostalgia por lo social y lo gregario de esa existencia individual que vive el torero en el centro del espectáculo. Es una metáfora de la soledad. Las corridas mueren con el sol en la tarde y es la proximidad de una noche larga, en la que el torero ha de vivir la exultación del triunfo o el silencio del fracaso. El trofeo es la propia víctima, el toro, reivindicando el muy antiguo principio del derrotado. hacerlo suyo, en devorarlo incluso, en algunas civilizaciones. Allí nacen los héroes de la comunidad, no los del poder, los de la cotidianidad, los del barrio que les vio nacer y les recordará morir.

Comienza como una fiesta y concluye como una fúnebre despedida de clarines. La plaza es circular, las puertas se cierran y el lugar se convierte en el círculo de la fatalidad. El hombre hace gala de su sabiduría con la capa y las banderillas y al espectáculo solo le queda una esperanza: la fiereza del animal que burla el hombre.

Podríamos imaginarnos un hombre desnudo de mitos y de ceremonias?

Un hombre que no intente jugar con la muerte, para entender que la muerte juegue finalmente con el?

Yo no puedo imaginar ese hombre. Me parece que cuando aquello ocurra, estaremos cerca del fin de la humanidad, mucho más cerca que cuando se cumplan los vaticinios de los ecologistas.

Finalmente, yo propondría una sociedad defensora de los hombres, en un país en el que 20 personas han sido quemadas en 1996, en brutales ceremonias que ocurren al margen de la justicia.

jueves, 16 de junio de 2011

Los toros no tienen como fin la muerte del animal/ Esteban Ortiz


Esteban Ortiz

El fin de las corridas de toros está relacionado con la técnica, el arte, la estética, la ética y la emoción. Por eso, ni las peleas de gallos ni las corridas de toros son un espectáculo que tienen como fin la muerte del animal. Nadie en sus cabales va a una plaza de toros a ver una matanza. ¡Para eso está el camal! El fin último de las corridas de toros está relacionado con un espectáculo cultural que provoca emoción cuando un hombre se enfrenta a una bestia y produce estética a través de sus movimientos.

El fin de la puesta en escena radica en crear ese colorido espectáculo que los aficionados van a ver. Inclusive, el toro tiene la posibilidad de regresar al campo si ha sido sumamente bravo. Justamente, el indulto del toro nos demuestra que el fin del espectáculo no radica en la muerte del animal.

Cualquiera que posea una mínima dosis de sensibilidad estética y se haya acercado a una plaza de toros comprobará que el sentido del espectáculo es la belleza plástica que se genera. Los espectadores van a apreciar esa belleza insólita, el ballet estilizado que burla a la muerte. Inclusive, la más elemental sociología cultural, en palabras de Andrés Amorós, nos dice que el destinatario, el público, forma parte de la obra de arte, influye también sobre la creación artística. Es decir, el espectador va a apreciar un espectáculo del cual forma parte. Más no de la muerte como tal, porque, como hemos visto, el fin es la creación de la belleza alrededor de la estética que forman toro y torero para generar emoción en los espectadores. Pues de eso se trata porque los toros son y hacen cultura. Sin la fiesta, en palabras del mismo Amorós, quedarían ayunos museos, bibliotecas, cinematecas y teatros; ni los más ajenos a ella podrían disfrutar de mucha poesía y literatura; oyendo óperas, cuplés e infinita música popular. Pero, además, los toros son cultura por derecho; han fraguado tradiciones, forman parte de la psicología colectiva; constituyen un mito, un rito, una de las máximas simbologías comunes, trascendiendo en enorme medida el propio lenguaje. Cultura del toro bravo. Cultural de la lidia con su técnica, arte, estética y ética. Cultura de la fiesta en sí, acontecimiento tan popular como culto.

lunes, 13 de junio de 2011

Algunas ideas... /Francisco Aguirre

No digo que las corridas de toros no sean crueles y es legítimo que haya gente que a más de no gustarle prefiera su desaparición. El problema de la oposición a una práctica tradicional es que fácilmente puede trasladarse a otras que forman la esencia de identidad y afirmación cultural de diversas colectividades: los sacrificios de la religión Yoruba, mal llamada santería y las limpias, curaciones y diagnósticos de la medicina tradicional indígena que se realizan con cuyes, por poner otro ejemplo.

Podríamos hablar también del sacrificio del gallo, con el que se inicia o se iniciaba (no tengo información reciente) el carnaval de Guaranda para fertilizar la tierra con sangre y saludar el regreso del Inca; dicen que cuando murió Atahualpa cantó un gallo y que por eso gallina en quichua se dice atillpa o atallpa.

En el Azuay existen también ritos de sobra como el gallo pitina de Cumbe o el sacrificio del toro en Girón. Creo que no sólo es necesario respetar sino también proteger todos los registros de la cultura humana: ritos, libros, lenguas y lenguajes.

Un ritual es revivir un drama ancestral, histórico o mítico, un segmento del tiempo en la conciencia. La ritualización de la vida permite también que la agresividad o potencial enemistad entre los pueblos y las personas, se canalicen en juegos acordados. Creo que suprimir una práctica ritual esté o no en envoltura religiosa es tan criminal como quemar un libro. Hablo de ritos que si son entre seres humanos deben ser practicadas por acuerdo mutuo y si son en acción con la naturaleza no pongan en riesgo el equilibrio ambiental. Si eso ocurre, el reemplazo de prácticas y su evolución hacia otro tipo de signos, debe darse dentro del concierto vital de quienes comparten ese universo simbólico y serán las estructuras políticas de cada tradición simbólica, consejos de ancianos, por ejemplo, las fundamentales para la reelaboración de prácticas y nuevas interpretaciones.

viernes, 10 de junio de 2011

Los toros, la tragedia y la guerra


Milán Kundera, con claridad, en uno de los diálogos entre los personajes de La Inmortalidad “¿Te has dado cuenta de cuál es la eterna premisa de la tragedia? La existencia de ideales a los que se atribuye mayor valor que la vida humana. ¿Y cuál es la premisa de las guerras? La misma. Te empujan a morir porque al parecer existe algo más valioso que tu vida”.

miércoles, 8 de junio de 2011

La necesidad del cambio/ Paco Aguado


Paco Aguado

“Andan últimamente los taurinos más clásicos echándose las manos a la cabeza por el look que lucen algunos toreros de nuestro tiempo, tan alejado de los criterios que se consideran “correctos”. Se escandalizan los aficionados y profesionales de gusto más rancio por encontrarse cada vez más con una imagen radicalmente contraria al decoro y a la estética que se supone deben regir en la indumentaria de quienes se enfrentan al toro. Es el criterio de quienes, en el fondo de sus anhelos de aficionados añorantes, desearían que, un siglo después, los toreros aún vistieran en la calle como Joselito El Gallo, con traje corto, calzona ajustada, sombrero de ala ancha, botines de charol y botonadura de diamantes en la camisa”.

“Como ya dijo Bob Dylan, los tiempos están cambiando, y parece lógico que también los toreros se adapten a su época y abandonen de una vez esa imagen rígida que impone un ambiente inmovilista y nada atractivo para las nuevas generaciones y para quienes lo observan desde fuera” (Paco Aguado, 6toros6/ Np.711/ 12 de febrero de 2008)

martes, 7 de junio de 2011

Unas lagrimitas... /Esteban Ortiz

Esteban Ortiz

El toreo es tan grande que desborda lo que sentimos, nos llena tanto el alma que logra humedecer nuestros ojos con mucha facilidad. En los toros, las lágrimas brotan sin explicación, por generación espontánea, cuando lo que se ve (y se siente) llega a los sentidos.

Por eso, el toreo es un ejercicio espiritual que carece de sonidos cuando brotan los sentimientos. Ejercicios de intimidad única, porque sólo el torero siente la inmensidad de lo que genera; y solo el espectador vive la intensidad de lo que esta viendo. Hasta las lágrimas.

Es que los toros están hechos de momentos y a mas intensidad, mas profundos se vuelven; más calan en nuestros sentidos. Ahí aprendí que en eso radica el arte: en revolver los sentimientos y llorar. “Los sentimientos son pensamientos en conmoción” decía Unamuno… pues en eso también, porque el pensar es un sentir y “la emoción del toreo, para el que lo hace como para el que lo ve, nace de ese pensamiento conmovido” (Bergamín José, La música callada del toreo, ed. Tuner, Madrid 1994, p8.)

lunes, 6 de junio de 2011

Torear es Hundirse


Entre los valores de cualquier torero destacamos siempre algunos principios fundamentales: el valor, la capacidad técnica, el temple, la pureza. Pocas veces hablamos de la inteligencia. Ese rayo que va de la mente a las muñecas. La solvencia que asienta los pies, que da peso al cuerpo para asentarse y fundamento al corazón para que lata despacio. No tiene El Cid una mente despejada, si tiene una izquierda: metal bruñido. Ayer un toro jabonero con cara de buena gente desnudó como en Sevilla a Cid quién no supo resolver esa ecuación de planteamiento de faena, nudo, adorno y estocada. Con la izquierda el torero bailó y no se asentó, con ese danzar de C. Klein, incluso dio algún respingo en el tercer natural temiendo por su integridad. Era complicado distinguir entre el genio y la bravura de ese toro jabornero, pero la medicina era clara: pitón derecho,la muleta adelante, el temple para hilvanar, los toques dulces y a tiempo, muy por abajo y sin violencia, atornillar las zapatillas en la arena de Madrid y esa solvencia y disposición que los toros sienten. Nunca el toro fue hilado y dirigido después del primer natural. Quizá tenga Cid esa nube negra que impida pensar. O quizá no cuente con esa natural solvencia intelectual también de Joselito El Gallo. Decía Fernando Domínguez con la mente de El Gallo, que torear es hundirse. Sumir, acuartelar el charol de las zapatillas en lo hondo de la arena y girar.

ENTRADA DE DE PURÍSIMA Y ORO

jueves, 2 de junio de 2011

La tauromaquia como patrimonio cultural inmaterial


Esteban Ortiz

Se dice con frecuencia que lo prohibido genera el efecto contrario. Desde ejemplos bíblicos hasta el actual “derecho a la resistencia” consagrado en la nueva Constitución ecuatoriana, la humanidad siempre ha rechazado este tipo de actitudes generadas cuando se restringen libertades a los seres humanos.

Este tipo de circunstancias hace que la sociedad reaccione. Eso es justamente lo que ha sucedido con el mundo de los toros en el país. Luego de la consulta popular celebrada hace poco, la pregunta que hacía una referencia indirecta a la tauromaquia perdió de forma escandalosa en la mayoría de cantones taurinos del país. Este resultado es un apoyo fundamental y definitivo a una manifestación cultural arraigada en nuestro país. Esto ha generado que municipios taurinos como el de Ambato o Riobamba ya se pronuncie sobre la posibilidad de declarar a la fiesta taurina como parte de su patrimonio cultural.

Sobre esto, Francia ya declaró a la tauromaquia en la lista de su patrimonio cultural inmaterial y Perú se ha pronunciado a través de un dictamen del más alto tribunal de justicia en un sentido similar. Estos pronunciamientos se basan en los requisitos exigidos por la UNESCO para definir una cultura admisible en el patrimonio inmaterial de la humanidad.

La tauromaquia es la misma en todo el mundo. No hay diferencia conceptual en cuanto a su realización en Francia como en España o en Ecuador. Por eso, con esos argumentos, si los ilustrados aficionados franceses recogieron los argumentos para poder declarar como parte de su patrimonio inmaterial, ¿qué espera el Ecuador para hacer lo mismo? Es el momento de actuar ya que la tauromaquia, en este momento, está legitimada por más de tres millones y medio de ecuatorianos que la respaldan.