Por Antonio Caballero
6toros6, No. 633 de 15 de agosto de 2006
Hace unas pocas semanas, hastiado y aburrido de los toros, desde aquí mismo recomendé la ópera para los amantes de las emociones fuertes, de los deportes de alto riesgo, de esas cosas. Como el toreo, como (tal vez) el alpinismo, la ópera es una actividad que está en el límite del más completo absurdo; en el extremo opuesto al que ocupa en la vida humana todo aquello que es impuesto por la necesidad. Decía Joan Cocteau que la poesía es necesaria, aunque no sepamos muy bien para qué. Lo mismo pasa con la ópera, con el toreo, etcétera.
De modo que, siguiendo mi propio consejo, fui a la ópera. Sucedía esto en el Teatro Real de Madrid, barrido por la luz. “Diálogos de Carmelitas”: una ópera para entendidos, para enterados, con libreto adaptado de Bernanos y música compuesta por Poulenc. Todo ello, por supuesto, cantado. No voy a relatar aquí la historia entera, que dura más que un partido de tenis (¡ah¡: eso también, si ustedes quieren; o, si prefieren, una etapa completa del Tour de Francia en bicicleta). Básteme condecir que, espantado de la ópera, regresé una vez más a los toros, como ya conté aquí mismo. Y habiéndome encontrado en la plaza con no sé bien ya cuál horror de los horrores habituales, salí de ella pensativo. Y hoy digo sin dudarlo: el ballet.
El ballet clásico –y el llamado moderno, que no es otra cosa que el ballet clásico hecho ahora, en un “ahora” que dura desde hace ya muchísimos años: para entendernos, algo así como el llamado “toreo moderno” que inventó Belmonte-, el ballet clásico, digo, es tal vez la más alta expresión física y plástica del refinamiento del espíritu humano. Y de su libertad: el ballet no se embaraza de realismo, al ballet se le dan un bledo las normas de la narración, el ballet desprecia la relación que tiene con su propio lenguaje, y la trasciende, y la sublima. Como el toreo. Es cierto que hace apenas un siglo estaba todavía entrabado por toda suerte de reglas estrictas venidas de… de sí mismas: o sea, del sometimiento a las reglas. No se había descubierto todavía que las reglas sólo existen para ser violadas. Pero ¿acaso no estaba en las mismas circunstancias el toreo de aquel entonces? Se necesitó el advenimiento de Juan Belmonte, como se necesitó la aparición en París de los Ballets Rusos de Diaghilev con música de Stravisnky y decorados de Picasso para que el ballet reconociera su verdadera esencia: en el constreñimiento, sino la libertad. Una libertad desafiante, de incomparable belleza, basada en una exigencia sobrehumana de lo que puede dar de sí el cuerpo humano. Y por nada, y para nada. Por el arte, para el arte.
¿Cómo fue posible que se inventara algo tan absurdo como el ballet? ¿O algo tan absurdo como el toreo? Porque lo de la natación uno entiende: saber nadar es útil en caso de naufragio. Y el canto sale solo. Pero ¿el ballet? ¿O el toreo? Los dos han sido comparados muchas veces el uno con el otro, en general por razones equivocadas, por meras semejanzas superficiales de apariencia. De ambos se ha dicho que no son artes de ideas, sino de sensaciones, de emociones, de sensualidades, de alucinaciones. Lo que de verdad los equipara es que los dos son gratuitos. Más gratuitos aún, más sin sentido y sin objeto, que la propia poesía, en el sentido en el que hace unos párrafos citaba aquí la frase de Cocteau. Son gratuitos, sí, pero vuelvo a Diaghilev y sus Ballets Rusos de París de hace cien años. La revolución reconstructora del ballet clásico no fue obra de los artistas –de Nijinsky o de Pavlova que bailaban, de Stravinsky y Poulenc que componían, de Baksi o de Picasso que pintaban- sino del empresario, de Diaghilev, que era el que se atrevía a financiar todo eso.
Se arruinó, creo.
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