viernes, 28 de septiembre de 2007

"Esto entra en el sueldo..." /Esteban Ortiz Mena

Por Esteban Ortiz Mena

Aunque muy pocas personas se acuerden, a mi me sigue conmoviendo la forma en que un torero espera y recibe la muerte. Todas las sangres son rojas, todas salpican… pero no todas son iguales. Hay cosas que son incomprensibles y demuestran la grandeza del toreo. Luis Francisco Esplá nos devuelve a la realidad cuando, luego de una cornada en Céret que casi le cuesta la vida, dice: “esto entra en el sueldo”.

Por eso conmueve y asombra la espera del ser humano que se juega la vida por voluntad propia: las cornadas, los golpes, las lesiones provocadas por los toros son parte del ser torero. Son los gajes del oficio: la posibilidad de derramar sangre viene con la profesión. El torero lo sabe… lo tiene que tener asumido. Punto. Es la única forma de serlo.

Lo admirable es que lo haga de manera conciente. El torero, si no lo entiende así, debería cambiarse de profesión: podría ser abogado o dedicarse a escribir artículos para revistas de toros. Aunque igual se pasa miedo, es menor la probabilidad de que un toro pegue cornadas.

“¡Qué no quiero verla!
Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena”

Se lamentaba García Lorca. Pero estoy seguro de que Ignacio lo tenía asumido: ser torero es ser herido. Pensar en la posibilidad real de morir, sin quererlo. Por que torear es justamente, como decía Bergamín, “el arte del birlibirloque” con la conciencia del desenlace fatal.

Es lógico, ningún torero sale al ruedo pensando en la ruptura. Sin embargo el desafío es mayor: vencer al instinto. Por eso es asombroso e inentendible.

La realidad de la profesión es así de dura y exigente. Jugar con el riesgo cada tarde para crear arte venciendo el miedo y el instinto, aunque no guste la forma particular de interpretar el toreo –pero qué importa ¿acaso el gusto no es algo subjetivo?-, tiene mucho mérito. El hecho de estar ahí delante, debe por sí solo causar admiración “porque se trata de un arte en el límite de lo humano y en el límite de la vida: a la sombra de la muerte” dice Antonio Caballero. Por eso el torero es un héroe que dignifica su vida con la posibilidad de su propia muerte… y eso es desconcertante.

Lo profundo, en este caso, no tiene explicación, la belleza es subjetiva… lo único real es el miedo, el golpe, la cornada que entra en el sueldo y quien lo expresa lo comprende y asume (como un deber ser) de manera admirable. Los toros no son un espectáculo racional. Jamás lo ha sido y eso lo demuestra la forma como Esplá asume su profesión y las cornadas que recibe. Por eso mi admiración y respeto: ser torero es un grado que muy pocos alcanzan.

martes, 25 de septiembre de 2007

COMUNICACION CON JOSELITO/ Gregorio Corrochano

POR Gregorio Corrochano

ABC. Madrid, 6 de Julio de 1955

Joselito: Desde aquella tarde, en que tú te encerraste en la plaza de Madrid con siete toros de Martínez, no se había producido nada tan parecido en el toreo hasta el 3 de julio de 1955. Cierto que en este tiempo hubo grandes efemérides. Cierto que después de ti hubo toreros muy buenos, de gran personalidad, que aisladamente mantuvieron la afición y volvieron a las plazas el interés perdido al faltar tú. Pero es cierto también que cambiaron el ambiente, con el ambiente los gustos, preparados por una consentida y apoyada propaganda, lo que falseó y vició el toreo -vició muchas cosas- y malogró toreros que hubieran sido de época. Las corridas perdieron unidad, se rompieron, se deshicieron, se desflecaron, fueron otra cosa de lo que fueron en tu tiempo, con un toro y un toreo de "pitiminí". Se inventó un "slogan" -frase comercial, de bazar barato- que dice: "Una cosa es lidiar y otra torear." No sé si te darás cuenta de lo que esto quiere decir, tú que llevabas la tauromaquia en el forro de la montera, bien ajustada a la cabeza. Lo que quieren decir es que para torear no hace falta lidiar, y prescindieron de la lidia. ¿Que cómo se puede torear sin lidiar? Pues te lo voy a decir. Se han desentendido del primer tercio. Nada de "vamos, Camero”, “atrás, Camero”, y tú solo, con el capote de brega, colocando el toro, atento al picador y al quite y a la lidia del toro que tenías que "pesar" con la muleta. No escribo pasar, sino "pesar", que para pasarse todo el toro hay que llevarle pesado, medido, consintiendo y sintiendo el toro en la muleta. El matador no anda por el ruedo con paso de matador hasta que coge la muleta. Para todo lo demás delega en la cuadrilla, "que una cosa es lidiar y otra torear". Cuando cogen la muleta toman un estoque de madera. No es que maten con el estoque de madera, a ese invento no han llegado todavía. Le usan no sé si es porque les pesa menos o porque no quieren acordarse de que tienen que matar. A la muleta, y únicamente a la muleta, han reducido los tres tercios de la lidia. Comprenderás que si hay faenas magníficas, porque coinciden con el estado de un toro del que ellos no se han preocupado, hay equivocaciones a montones; tú sabes que al toro ni se le puede perder de vista ni se le puede dejar a que ande a su antojo por la plaza, es decir, que hay que lidiarlo desde el primer capotazo.

Pues en es fecha que te cito, José, 3 de julio de 1955, un torero llamado Antonio Bienvenida lidió y toreó seis toros de Galache, como tú lidiaste y toreaste los siete de Martínez. Deshizo el "slogan" de bazar taurino y juntó lidiar y torear en seis toros, en una misma tarde y, al sumarse lo que habían hecho heterogéneo, el resultado fue tu corrida de Martínez. No cabe pase: resultado más igual, de sumandos más parecidos: lidiar y torear. Tú sabes que los picadores no pueden andar por el ruedo a su albedrío, sino guiados don por el capote de brega del matador. Este torero Bienvenida mandaba colocar al picador y después le ponía el toro en suerte, y le decía al picador: "Anda, ahora." Y cuando había que entrar a quitar el toro, entraba y le sacaba, a veces con ese atropello por las afueras, apretado por el toro, como hacía de vosotros; y después, una vez sacado el toro como fuera, el adorno, pero primero el quite. No sé si en los seis dejó intervenir alguna vez al saliente; creo que le invitó a hacer un quite, pero la lidia la llevaba toda él, tal como tú aquella tarde, que acabaste, por quedarte solo con Blanquet. Y se dio el caso de hacer de unos lances puramente de adorno, de escuela sevillana, una regla de tauromaquia, de una lidia eficaz. Desde el centro, por chicuelinas, se llevó el toro al picador, para que luego digan que una cosa es h: lidiar y otra torear. Otra vez se lo llevó a punta de capote, y con una revolera dejó al toro clavado frente al picador. Sé lo que me contestarías si pudieras: "Que esto lo hacía tu hermano Rafael." Pero ¿quién más lo ha hecho? o Los toros se dejaban abiertos, para ver desde donde se arrancaban, y el picador iba y medía la distancia, acortándola si era preciso, que es lo que debe hacer el picador. Te aclaro esto porque ahora el que acorta la distancia a todos los toros es el peón, llevándole hasta el estribo del picador y quedándose, naturalmente, a la derecha. Como el caballo de un picador se resabiara, y no quisiera ir, Antonio dijo: "Quieto". Y llamó al otro picador: "Ven tú." Esto es llevar la lidia con orden. Te parecerá, Joselito, que yo con los años chocheo al dar tanta importancia a estas cosas que son elementales. Pero es que todo esto, que era elemental y normal en las corridas, ha desaparecido, ya no se usa. Y me preguntarás: "¿Entonces qué queda del tercio de varas, te contestare: a. Cuando los matadores cogen las banderillas -ya las cogen muy pocos- banderillean muy espectacularmente, pero no practican el quiebro que tanto os distanciaba de vuestros banderilleros. En esta corrida que te cuento se fue Bienvenida al toro con un par en la mano; el toro estaba en el tercio bastante cerrado; parecía dudar si iba a salir por fuera o si iba a meter por dentro. Cuando llegó cerca, se arrancó fuerte el toro, y el torero se paró y, con un quiebro casi imperceptible de cintura, le dio salida y le dejó un par de esos que se torea ahora mucho con la mano izquierda, mucho más que en tu época, pero se lleva el pase hecho, generalmente, con la muleta retrasada y un poco de perfil. Así el toro -y el torero- aguanta muchos pases, porque no se quebranta el toro; no tienes idea de lo largas que son las faenas, ni de los pases inútiles que sobran, ni de los toros que se van sin dominar. Pues este muchacho, que mató los seis toros del Montepío, toreó con la izquierda, adelantando la muleta al mismo tiempo que la pierna contraria, que es lo eficaz, difícil y peligroso, y tú sabes la importancia que esto tiene, como arte y como dominio; lo distinto al perfil y al pase hecho sin adelantar la muleta. Todo a la distancia justa, a la necesaria, sin atropellar ni ahogar el toreo, con soltura, con facilidad, con maestría.

No domina la suerte de matar, y en esta corrida mató recibiendo; tú también lo hiciste. Ya un toro muy zancudo, delantero, que adelantaba por el lado derecho, le entró solo en los medios con gran valor; le prendió por el pecho y le rompió la rizada camisa y la pañoleta, como se la rompían a Machaquito. Le cogió dos veces al matar. Y se tiraron como lobos a hacerle el quite los viejos del Montepío, sin capotes ni vestido de torear. Gratitud se llama ese quite. Esto ocurría en el cuarto toro. Como ya le habían dado tres orejas, con la emoción y el susto, nadie se acordó de pedir la oreja de este toro, para mí la más merecida. Lo que se vio claramente es que para matar bien necesita Antonio Bienvenida que vengan los toros a cogerle la muleta. Matará pronto si mata "a un tiempo"; al volapié neto, pinchará mucho, aunque pinche bien. En su mano tiene la muerte de los toros, más en la mano de la muleta para obligarles, y también, quizá, en su corazón, en ese corazón que puso en la corrida del Montepío.

Te definiré, Joselito, a Antonio Bienvenida en tres palabras: "Humano, torero y hombre".

La corrida tuvo sabor añejo, de buena solera. Yo me acordé, José, de la tarde de los toros de Martínez.

domingo, 23 de septiembre de 2007

GLORIA TAURINA /Edgar Neville

Por Edgar Neville

ABC. Madrid, 26 de mayo de 1954

Entre tantas entrevistas y reportajes como se publican por ahí, no aparece ninguno en que el entrevistado sea uno de los que se dedican a sacar a hombros de la plaza a los toreros triunfadores. Nada sabemos de estos entusiastas prácticos, de estos vestales supremos de la gloria taurina; desconocemos su sueldo, si es que lo tienen, ni si están colegiados o no.

Ignoramos igualmente la técnica de aparecer en la plaza y a qué contraseña obedecen y quién les dice el grado de triunfo para saber si han de limitarse a pasear al torero por el ruedo, lo han de llevar hasta la plaza de Manuel Becerra, bien hasta su casa, o han de reducirse a darle palmadas en la espalda.

No sabemos siquiera si vieron la corrida, pues nos parece que surgen del patio de caballos cuando abren el portón al doblar el último toro.

Es bonito esto de ver llevar a un artista en triunfo por la calle y es cosa que debiera hacerse más y no limitarse a los toreros; la ciudad se llenaría de alegría y entusiasmo si hubiera numerosos grupos circulando con un artista encima, y el cruce de estos tendría una solemnidad indudable.

“¡Adión, don Ramón!”, diría el torero al cruzarse con el eminente polígrafo que trasladaban en hombros desde la Academia hasta su casa. “¡Adiós muchacho!”, contestaría él, y los que sustentasen a las dos eminencias se saludarían quitándose el sombrero.

Pero lo que sin duda debe tener su técnica especial es el saber ser llevados a hombros, pues no es tan fácil como parece, sobre todo si el torero vive lejos. Al principio todo va bien, porque un grupo numeroso sigue a los portadores del torero dando vivas, pero luego ya se sabe lo que pasa; al llegar a Manuel Becerra, los que viven por la Guindalera se separan del grupo y éste sigue calle de Alcalá abajo hasta que uno propone: “Vamos por Ayala, que no hay tranvías”, y allá te va el torero Ayala abajo.

Además, a medida que se van alejando de la plaza van entrando en zonas más frías al entusiasmo taurino, en calles en que ni siquiera sabían que aquel día había toros, y tanto los vivas como el paso del torero sobre hombros encuentran a un espectador, no hostil, pero poco apasionado. Además, el grupo se va desintegrando cada vez más; unos, porque vivían detrás del Retiro; otros, porque iban a llegar demasiado tarde al “cine”; otros, porque, cansados, deciden quedarse a tomar una cerveza en Príncipe de Vergara; total, que llega un momento en que sólo va el torero, los dos que le sostienen y un niño que ni toma cervezas ni va al “cine”, pero que tampoco va a los toros ni sabe por qué llevan en hombros a un señor vestido así.

Este es el momento difícil para el torero, pues la conversación es inevitable. Los que le llevan hacen un esfuerzo de vez en cuanto y gritan “¡Viva el fenómeno!”, y el otro responde “¡Viva!”, y el torero no sabe si decir también “¡Viva!”, para calentar el ambiente o tratar de apartar la vista de la mirada de aquel niño que no se le quita de encima.

-¿Vive usted muy lejos?- pregunta por fin uno de los portadores.
-Aún queda un trozo. Vivo en Luchana, pero si se cansan, pueden dejarme en un “taxi”.
-Sí, cualquiera encuentra uno a estas horas.
-Pero se van a cansar ustedes…
-Nada de eso. Le llevamos en hombros hasta su casa. No faltaba más.
-Pero podríamos refrescar un poquito –dice el torero, que sabe lo que es el rumbo.
-Eso sí. Vamos a tomar una cañita en este “bar” –y el trío, seguido por el niño, se sienta a tomar una cervecitas y unas gambas en una terraza.
-Ustedes no comen cuando torean, ¿verdad?
-Casi nada. Un huevo crudo.
-Vaya, pues entonces sigamos el camino, que le estarán esperando con la merienda.
-No se cansen. Sigamos a pie, a lo mejor encontramos un “taxi”.
-Nada, nade, en hombros.

Y se lo vuelven a cargar y salen calle abajo gritando “¡Viva!”, y seguidos por el niño, que se está haciendo una idea rara de la vida.

jueves, 20 de septiembre de 2007

Hermosura y espanto /Consuelo Recio

Por Consuelo Recio

Dicen que los conversos de cualquier hábito o creencia son los peores, los que con más saña persiguen a los practicantes de sus antiguas aficiones; soy conversa, lo soy, no me importa confesarlo, pero quizá la clase de conversa que no renegaría de las emociones que le ha proporcionado su afición; renegar de ello no sería consecuencia lógica sino estupidez.

Solía ir a los toros con mi padre. Ignoro si la profunda emoción que yo sentía, mezclada entre el público, en aquellos anfiteatros colmados de enfervorizados espectadores, era contagio o el temblor de la iniciación en un rito hermoso y sangriento. Porque belleza y espanto (en los célebres versos de Rainer M. Rilke) es lo que sucede allá abajo, en un espacio acotado de tal modo, tan sabiamente, que todo converge, todo se estructuraba en torno a la inevitable tragedia.

En un mundo de repetida y anestésica muerte virtual, lo que sucede en este privilegiado escenario, en la inmediatez del círculo del albero, hace al espectador partícipe directo, ingrediente formal (y esencial) de la estructura; ineficaz, pues, sería un elemento de la “fiesta” sin todos los demás; impensable la textura del juego sin la colaboración de todos.

Por eso, cuando se abre la puerta de toriles y del túnel del tiempo surge el signo mágico del toro, una violenta energía recorre los tendidos, y a todos los actores; la tensa calma que precede a la lidia, pautada de música y de paseíllos graves, se ve de pronto emborronada por la luminosa aparición del mítico animal; un tótem de cómoda simetría, aseado y poderoso, de patas cortas y mirada leve. Pero este repentino desorden dura poco: enseguida se vuelve a la codificación.

Y ésta, la codificación se impone, encerrados todos en el círculo absoluto. Paul Virilio, uno de los estudiosos de la velocidad moderna, de la grandeza y miseria del tiempo virtual que vivimos, consideraría la cadencia de algunos lances taurinos como arqueología. El tiempo elástico y curvo de un “natural”, que se alarga en la conciencia del espectador y en el pulso templado del torero, no es sino arqueología temporal; artesanía rara; belleza de difícil clasificación.

En el imaginario popular el matador es un héroe valiente, un artista de administrar la muerte a la naturaleza ciega (algunos “diestros” no pasan de gladiadores de fortuna), pero es el toro con su muerte cierta -la del torero es accidental-, y su desinteresada colaboración en el performance, encajando un codificado, múltiple e imaginativo castigo, el que pone la magia y la agonía.


martes, 18 de septiembre de 2007

EL COLOR DE LA FIESTA BRAVA/ Esparza Blanco

Por José Antonio Esparza Blanco (peruano) (19 de Mayo del 2001)

Anímese un día a llevar a un amigo a los Toros, de aquellos que jamás pisaron una plaza, y al término del festejo pregúntele qué fue lo que más le llamó la atención. Para quien asiste por primera vez a una corrida, el foco de atención se centrará en el toro. La fuerza, el tamaño, la bravura, la estampa del toro de lidia siempre impresionan al nuevo aficionado.

Pero, obviado este elemento, le aseguro que mencionará algo muy especial; el nuevo aficionado le comentará: “Me llamó muchísimo la atención el gran colorido de la corrida”. Es cierto. El espectáculo taurino es espléndido en el despliegue de color. Otras artes también pueden serlo, pero la gama de colores que se exhibe en una corrida es la perfecta combinación de distintos elementos, que sumados hacen que nuestra retina se complazca de ver tan hermosa variedad.

Yo he pintado muchos cuadros de toros. Lo hice siguiendo la costumbre de mi padre, Eduardo Esparza Anderson, reconocido en el mundillo de los toros como “Euzko”. No lo hice para ganar ningún concurso de pintura, no lo hice para que se me llame “pintor taurino”, no lo hice para salir fotografiado en las revistas o periódicos. Lo hice por puro placer. Soy arquitecto. La vena artística la llevo dentro, pero cuando pinté mis cuadros de Toros lo hice por el extraordinario placer de combinar los colores de la Fiesta Brava sobre un rectángulo en blanco.

Las oportunidades de combinación eran casi infinitas. El traje podía ser verde botella y oro, o blanco y plata, o tabaco y oro, o verde olivo y negro. El toro podía ser berrendo en castaño, colorado ojo de perdiz, cárdeno o jabonero o negro salpicado. Las tablas de la plaza podían adquirir el tono de marrón o rojo que yo quisiese, la arena podía ser gris, beige, amarillentao anaranjada.

Podía pintar las banderillas con los colores más oportunos, aquellos que hicieran juego o contraste con el resto de elementos. Podía pintar capotes brillantes de fucsia y amarillo, o de fucsia y violeta, o encendidas muletas color sangre. El color negro de las zapatillas y de las monteras siempre eran puntos de atención dentro de la composición, y ni qué decir sial toro lo pintaba de negro azabache, con destellos azulados.........

En fin, nunca fue aburrido. Nunca fue monótono. Es más, debo reconocer que pintar cuadros de toros tiene la mitad de la partida ganada, porque el colorido de la Fiesta de por sí, ya asegura unos puntos a favor del trabajo final. Por supuesto que el buen gusto y la sobriedad evitarán cualquier exceso y no caer en los “colorinches” como se diría en criollo.

Quiero hacer un homenaje al color de la Fiesta. Quiero que el amigo lector, si me permite guiarlo, haga un recorrido mental por las imágenes que pienso señalar. Será un paseo por la paleta de pintar que genera la obra pictórica que es una corrida de toros.

Desde el boleto de entrada, usted ya está apreciando vistosidad de colores. Me refiero al boletotradicional, a la entrada clásica para los toros, que solía tener una pintura impresa encima. Esas eran entradas!

La arquitectura de la plaza como marco de fondo, y el conjunto de personas que asisten a la corrida, combinan colores de forma siempre diferente. Una vez ingresado al Tendido, antes de que empiece la corrida, el color del ruedo es tan especial, que si además contamos con la presencia del Astro Rey, resaltará su brillo hasta nuestros ojos.

Parten plaza los alguacilillos y destaca la negrura de sus trajes, sobre los lomos de sus cabalgaduras, que suelen ser variadas y hermosas. Nos atrae la mirada el rojo y el amarillo de sus penachos. Tras ellos, un derroche de color de los toreros de a pie, con la inmensa gama de posibilidades: granas, tabacos, verdes, celestes, obispos, habanos, olivos, todos los tonos de azul, desde el marino al eléctrico, nazarenos y lilas, burdeos, perlas, canarios, turquesas, champagne, rosas y grosellas, palos de rosa, plomos, grises, corintos, en acertadas combinación con oros y platas.

De azul los pantalones, de rojo las camisas y cachuchas, los monosabios se unen al banquetepictórico. Carretilleros, mulilleros y asistentes no podían faltar en su aporte de color al cierre deldesfile. Las propias mulillas de arrastre no hacen el paseíllo sin antes dejarse adornar con flores y cintas. El público forma parte del todo. Bellas mujeres, vestidas como sólo se les ve en los Toros, acompañadas de caballeros orgullosos de poder lucirlas en la plaza, completan con su vestir el ya amplio juego cromático.

Y el toro y su pelaje. Si bien es cierto que la gran mayoría de toros de lidia son negros como la noche, existe una amplia variedad de pelos y pintas que de salir por la Puerta de los Sustos, entusiasman a todos los asistentes. Y las divisas, aquellas escarapelas que se colocan en el morrillo del toro para identificar su ganadería, utilizan el código de color para diferenciarse. Verde y Roja de Yéncala, Celeste y Blanca de La Viña, Blanca y Roja de Jaral del Monte, Verde, Roja, Blanca y Morada de La Huaca, o Verde, Amarilla y Encarnada de Salamanca. Y la sangre del toro. Negar que esa intensidad de rojo nos perfora la visión es imposible, y nos recuerda que estamos frente a un espectáculo sangriento pero hermoso: el juego con la muerte, ya que en más de una oportunidad, la sangre que se ve en los ruedos también es de los toreros.........

Cómo será de intensa la importancia del color en los toros que, muchos aficionados recordamos grandes faenas al volver a ver trajes de luces, en otros toreros, pero que nos traen a la mente a otros con igual vestimenta. Manzanares y Ponce, triunfaron deGrana y Oro. El Capea y Gastañeta de Nazareno y Oro. Abellán y Palomo de Blanco y Plata. José Luis Galloso y Paco Ojeda de Negro y Oro.

Coja usted una revista de toros cualquiera con fotos en technicolor. La explosión de colores que tendrá en sus manos será difícilmente igualada por ningún otro espectáculo por la variedad y repito, infinidad de posibilidades de combinación. Los destellos de los trajes de luces cuando sale el Sol, explican por sí solos por qué llamamos a los Toros la Fiesta Brava. Porque en efecto es una Fiesta de Color.

Puerta de los Sustos: Sinónimo de puerta de Toriles. Pero curiosamente, necesito hablar de las fotos de toros que son en blanco y negro. Si el color es parte tan constitutiva de la Fiesta Brava, se podría creer que las fotos sin color, no tendrían sentido o perderían gran parte de su atractivo. Analicemos lo siguiente.

Hagamos una comparación: Usted se va al campo y de pronto, detiene su automóvil frente a un hermoso campo completamente sembrado de flores. Coge su cámara fotográfica y se gasta el rollo entero por registrar la absoluta grandeza del paisaje y poder mostrársela a sus amigos y familiares. Sube a su coche y se va feliz pensando que las fotografías llevaran esa belleza a otro lugar.

Al revelar el rollo se da cuenta que era una película en blanco y negro y no a color. Lleva las fotos del paisaje a sus allegados y tratará de explicar lo que usted sintió esa tarde en el campo. Pero le aseguro que nadie lo entenderá porque el color era lo que usted quiso registrar, y esas imágenes en blanco y negro no valen nada.......... ¿Es verdad o no?

Pero si se trata de Toros, la cosa es diferente. Porque quien haya visto unas fotos en blanco y negro de una verónica de Paula, de un par de Teruel o de un natural de Manolete, sabe perfectamente que el color no se hace extrañar. La belleza plástica de esas imágenes no se ve mellada por la falta de color.

Los vídeos con que se cuenta de Manolete, de Arruza o de Belmonte, no tendrían valor por ser en blanco y negro, pero su tauromaquia es la misma, igual de intensa y no han perdido esas faenas ni un ápice de belleza por faltarles el color. El toreo es tan hermoso que vence la barrera de la policromía y destaca por sí solo, pues su esencia no radica en el color, sino en su belleza per se. No existe en el mundo entero ningún otro espectáculo que siendo tan rico en color, se dé el lujo de obviarlo y seguir siendo tan espléndido. Y si no es así, que venga quien lo sabe y me lo diga.

domingo, 16 de septiembre de 2007

MI CUARTO A ESPADAS/ Agustín de Foxá

POR Agustín de Foxá

ABC, Madrid, 21 de Abril 1957

Los toros, como son un espectáculo tan imprevisto, tan maravillosamente absurdo, en un mundo racionalista de mataderos y frigoríficos, suscitan los más extraños comentarios de los niños y de los extranjeros, que son un poco niños por su ingenuidad y su asombro ante otras costumbres; como también los niños son un poco extranjeros, algo recién llegados, aun a su propia tierra.

Me contaron que una niña francesa, en las arenas de Nimes -buen enlace con el circo romano-, feminizando al toro y al torero y con una visión modisteril del traje oro y seda, del vuelo de la capa, y no comprendiendo la embestida, le dijo a su madre:

- La vaca quiere comerse la falda de la señora.

En Méjico, donde venden a la entrada de la plaza banderillas, estoques y pequeños trajes de torero, vi a los turistas americanos contemplando al ruedo a través de su "cine" de aficionados y leyendo un pequeño libro titulado Toros sin lágrimas, con el cual calmaban sus escrúpulos de miembros de la Sociedad Protectora de Animales.

Una señora alemana, racionalista, kantiana, le explicaba a otra compatriota que le preguntaba qué eran las picas. (Y no sabía la verdad de la definición).

-La pica -dijo- es una lanza con la que se mata al toro.

Me hablaron de un moro, que hace años asistía a una corrida en la plaza de Melilla, cómo le explicaba a un compañero, neófito, el cambio de los picadores por los peones de brega:

-Ahora -comentaba- se va la caballería y viene la infantería; luego saldrá uno con una bandera (la muleta).

Era la concepción de los toros de un sargento de Regulares.

Un inglés, en Algeciras, con un sentido deportivo y circense, al presenciar la estocada mortal tras una florida faena de muleta, reflexionó en voz alta: .

¡Qué lástima!; lo mata ahora cuando lo había domesticado.

Rimaba su visión con aquel grabado inglés en el cual un toro al galope embestía, sobre un césped de hipódromo, a un torero que llevaba un látigo en la mano.

Y cuando a Fleming le hablaron de los toreros a los cuales había salvado su penicilina, preguntó, con resabio darwinista y de evolución de las que especies:

-¿Y a cuántos toros?

En la temporada pasada escuché a una niña española, que ante la monotonía de pelo y trapío de los toros que se sucedían, preguntó a su madre:

-¿Es otro toro, o el mismo que ha resucitado?

Únicamente una niña española, metafísica, es capaz de esta duda, acostumbrada por su sangre a pasearse tranquilamente entre el más acá y el más allá con la más completa naturalidad. La esencia del toreo, su mecanismo -con permiso de mi admirado amigo José María de Cossío-, creo que la descubrió Don Tancredo vestido la estatua del comendador. Porque el toro prefiere la tela muerta, pero que se mueve, al cuerpo vivo, si está quieto. Como herbívoro que es, no tiene y olfato para la carne.

La emoción de los toros la formuló don Luis Mazzantini cuando increpó a un célebre actor, especializando en agonías en el tercer acto, y que le da acuciaba con gritos para que se "arrimase" más.

- Baje usted, Don Emilio que aquí se muere de veras.

La crueldad de los toros se salva por el sol; un puyazo en una tarde de tormenta o una estocada en corrida nocturna bajo la luz de la luna son un crimen. También lo es el toreo cómico. Porque la Muerte es tan seria, aún tratándose de un animal, que no se puede abrir un paraguas o jugar a la baraja ante la agonía de un becerro.

Los toros son tan importantes, rozan tanto a la Muerte y al Misterio, que un Papa los excomulgó, interviniendo un Rey; y otro Papa levantó el entredicho.

Como todo arte los toros son desinteresados; no hay apuestas ni quinielas. Todavía un ser -aunque sea una pobre bestia-, con corazón, con sangre, con fatigas, es más importante que un poco de cuero esférico inflado por el aire.

En Norteamérica, se alza un monumento a una vaca que dio, en tres ordeños, una fabulosa cantidad de litros de leche. El valenciano Mariano Benlliure se hubiera asombrado de esto; él, que modeló en bronce a un toro, titulando a su escultura "La estocada de la tarde”. Y en todas las tabernas y colmados hay una cabeza disecada con el sol y el bullicio de un lejano domingo. La primera postura es científica, útil y puericultora; la segunda, inútil pero estética. Pero también el hombre posee una extraña sed que hay que calmar con emoción y con belleza.

Quienes acuden por las mañanas a los sorteos de los toros Visitan el patio de caballos, el Museo Taurino y la enfermería con su olor a éter que es el perfume que se echa la Muerte en su pañuelo- y después de la corrida van a ver a los toros con los cuernos cortados a hachazos, desollados, colgados de poleas con olor morado de jamón, convertidos en piezas de matadero, imitan a los espectadores de teatro que visitan a los actores después de la muerte en el tercer acto o contemplan la comedia entre bastidores. Destruyen la gran magia prehistórica del toreo; van a la mansa sangre bajo los zuecos de los carniceros cuando se ha evaporado ya la carísima y misteriosa marea de la bravura.

No hay proyección cinematográfica más dramática que esa sombra almenada de afilados cuernos del toro, sobre el rojo con sol, de una muleta. Y un gran film sería colocar la cámara en los ojos del toro -que no sabe que hay un toro en la plaza- y contemplar su asombro al ver el abanico de huidas, los quiebros, los engaños, el salto a la barrera, las actitudes disparatadas. Sería como si se filmara al Miedo, químicamente puro.

Si se suprimieran los toros, el flamenco se vería seriamente afectado.
Porque en el tablao se baila y se quiebra -el toreo es brazos y cintura- ante un toro que no existe; y el bailarín levanta los brazos armados de invisibles banderillas.

El toreo no es un matadero ni un circo de animales amaestrados. No es teatro, puesto que se muere de veras. Ni deporte, ya que se puede ser raquítico y torpe -Belmonte no tenía piernas- y torear maravillosamente. El único músculo importante en el toreo es el corazón.

El toreo no es combate como dicen los franceses del Norte, y los anglosajones con su célebre "bull-fighting" (lucha con toros) puesto que se oponen a la fiereza bruta, gracia, viento, engaño, percal, quiebros y leves armaduras de seda y lentejuelas.

El toreo es danza. Un “Baller” con la oscura música de fondo de la Muerte.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

¡A LOS TOROS!... /Wenceslao Fernandez Flórez

POR WENCESLAO FERNÁNDEZ FLÓREZ

ABC, Madrid, 24 de Junio de 1945

Aquel hombre sudaba dentro de su traje de invierno, y por la alborotada abundancia de sus cabellos se comprendía que habían olvidado la acción enérgica de las tijeras. Cuando llegó el instante de pagar el café, cayó en una abstracción demasiado intensa para no ser simulada.

-Nemesio -gruñí-, no quisiera ofenderte, pero ofreces el clásico aspecto de un hombre que está en las últimas.

-Dígase lo que se diga de ti -me reprochó con amargura-, nunca conociste a tus semejantes. Me encuentro más sano que en cualquier otra época de mi vida; mi corazón es un cronómetro, mi estómago digiere lo que le den, y en cuanto a mi hígado, si te avienes a abonar el importe de todo el coñac que soy capaz de beber sin tambalearme.

-No he querido hablar de eso -interrumpí alarmado-. ¿Qué me importa tu corazón ni tu estómago? ¿Crees que cuando juzgamos a una persona tenemos en cuenta su hígado? Lo que nos interesa socialmente es su dinero, y de ti se diría que no eres dueño de una peseta.

-Soy dueño de cincuenta duros -proclamó-. Pero es como si ya no fuesen míos, porque aun faltan dos corridas hasta el mes próximo.

No entendí. Entonces él explicó, un poco melancólicamente:

-Los toros me arruinan, amigo mío. Anda la gente, por ahí, lamentándose de los precios de los manjares y de las telas y de no sé cuántas cosas nos con superfluas más, y nosotros, los aficionados, estamos calladitos, sufriendo.

Tú no sabes lo que cuesta hoy una barrera, porque no te interesa el espectáculo. Pero te diré que el tendido, que hace unos cuantos años valía quince pesetas, se vende hoy a ochenta y a ciento. Pon cuatro corridas al mes y es la miseria.

-No vayas -receté encogiendo los hombros.

-¡Claro! -saltó-. ¡No vayas! Eso lo puedes decir y hacer tú, que has aparecido en las plazas veinte veces en tu vida y por casualidad. Pero yo voy desde los quince años. ¡Desde los quince años, que se dice muy pronto! Y siempre salí ahogado en tedio. ¿Cómo no volver?.. En los cafés, en los periódicos, en las radios, infinitos señores de cuya seriedad no puede dudarse, aseguran que los toros son la fiesta más apasionante del mundo y que, cuando una corrida sale "buena", nada hay mejor. Supongamos que, después de aburrirme en cuatro mil corridas, dejo de presenciar la del domingo próximo y ésa es la buena. ¿No sería espantoso? Yo tengo que acudir ya a todas las corridas, y como yo tantos y tantos hombres que aún no han logrado divertirse en ninguna. Es inútil que intentes disuadirme. Me arruinó. Bien. Mi mujer no come. Bien. Mis hijos no veranean. Muy bien. Pero he de continuar comprando estos billetes, más caros cada vez.

Cuando me separé de mi amigo, mi buen corazón sangraba. Pese a la idea que ese hombre tiene de mí, la fiesta de los toros, como todo lo esencialmente nacional, me preocupa casi hasta obsesionarme, y no creo que se pueda citar a otro español que haya intentado -aunque sin éxito- perfeccionarla con ideas más abundantes y meditadas que las mías. Y así, dediqué muchas horas al estudio del problema que aquel hombre me planteó. He solicitado informes, he conferenciado con personalidades diversas y hasta pregunté el precio del luminoso libro de Cossío.

Con todos estos elementos urdí mis cavilaciones. Parece ser que las principales causas de la elevación de precios de las corridas son las siguientes:

Primera. Que las patatas se han encarecido.
Segunda. Que el ganado presenta crecientes síntomas de querer civilizarse.
Tercera. Que las fincas rústicas valen más.

El primero de estos fenómenos obliga a las Empresas a subir los jornales y los sueldos de sus empleados y a procurar un aumento en sus ganancias para asegurar las patatas que anhelan masticar por su parte.

El segundo fenómeno -menos conocido- interesa tanto a los darwinianos como a los taurófilos, porque se refiere, nada menos que a la resistencia de los toros a ser unas bestias fácilmente irritables. Aquel afán que tenían en sus otros tiempos de meterle un cuerno a quien se pusiese por delante fue sustituido por una especie de "tanto me da", de horror a que le molesten y a cuatro corridas al mes y... molestar, de asco a la sangre, por cuanto, en fin, obliga a los revisteros a llamarles mansos. Puede arriesgarse la afirmación de que, hoy, un toro se enorgullece de ser manso. Los ganaderos, que antes veían salir espontáneamente una fiera del vientre de cada vaca, tienen ahora que imponerse una serie de trabajos costosos para que cada toro sea salvaje y no un cordero. Y lo ponen en la cuenta. Los seis cornúpetos de una corrida vienen a costar 60 o 70.000 pesetas. Llegan después los toreros. Y bien, ¿quiénes son los toreros? Pues son hombres respetabilísimos que sueñan con poseer una finca rústica, quizá con repollitos y conejitos y gallinitas, pero especialmente con toros. Ser ganaderos es su mayor ilusión. Si luchan con los toros, es para llegar a tenerlos propios, y mientras les clavan hierros en el morrillo o les hacen cucamonas con las capas, los estudian para producirlos ellos mismos. De pronto se enteran de que ha subido el precio de los cortijos, y entonces, como lo que ellos quieren es el cortijo, suben su propio precio. Es natural.

Por todo esto, no veo un medio eficaz de que disminuya el costo de los tendidos. Pero... ¡alto!..., yo quiero defender los intereses de los aficionados.

Sé que sufren mucho; me consta que algunos, que no disponen de tanto dinero, dan en torear a sus hijos en el comedor de sus propias casas. Van a la neurosis de angustia. Y son centenares de miles. No..., un momento: procuremos arreglar la cuestión. Voy a hacer varias proposiciones.

¿No podría aplicarse a los toros el sistema de secciones, que ya se utilizó en el desaparecido género chico?.. Medítenlo. Seis toros, seis secciones.

El que no alcance a pagar 18 duros, pagará tres; por 15 pesetas entra en la plaza, ve un toro, grita, bebe una gaseosa, fuma un puro -todo esto que se hace en los toros-, tira su sombrero a la arena, y sale. Como lo único que se soporta en las corridas, con suficiente ánimo, es el primer toro, cada espectador gozaría la ventaja de ese toro tolerable y se marcharía sin llegar a padecer la depresión espantosa de una corrida entera. ¿Por qué seis toros, ni cuatro, ni tres? Vayamos al toro único -como se fue al plato único-, resueltos, heroicos y confiando en momentos mejores.

Si no se hace así, aun hay otros recursos. Ahora se pica tres o cuatro veces y se ponen tres o cuatro pares de banderillas. Bueno, pues pongamos nada más que una pica y medio par de rehiletes, y que los diestros, den dos pases naturales y ni uno más. Yo pienso que así resultará todo menos caro. Y otra cosa: en vez de regalar al diestro las orejas y el rabo -que no sé para qué quiere-, córtese de cada res lidiada una libra de carne para cada uno de los cuarenta padres de más numerosas familias que asistan a la fiesta.

En fin..., algo por el estilo...

La "españolada" y la "hombrada" /José María Pemán

POR JOSÉ MARÍA PEMÁN

ABC, Madrid, 9 de Octubre de 1949

Tan divertido como pelar almendras es sacarles a los hechos aparentemente banales sus sentidos ideológicos. Esto lo pensaba yo hablando, hace poco, con el representante de una gran firma cinematográfica americana, que me explicaba, con un expeditivo tono comercial, la razón y orientaciones de los "pedidos" que América hace, en estos momentos, a la inspiración española. Los productores cinematográficos manipulan como materia prima de su negocio la emoción humana: es curioso ver la desenvoltura con que cronometran nuestras risas o reaccionan y tasan nuestras lágrimas. Sus expresiones adquieren con respecto a las reacciones sicológicas, el estilo directo del hortera frente a sus piezas de tela: "Esto es lo último que hemos recibido en miedo" "este amor se empieza a llevar mucho"... Así es como aquel agente americano cifraba su pedido comercial a la creación española: "¡A España le pedimos todo lo que sea fuerza o raza. Comedias, no. Eso es cosa de matiz. Pero nos interesa mucho cuanto nos dé de conquistadores, bandidos, toreros, cante o baile".

Esto, hace poco, nos irritaba y casi avergonzaba: nos sentíamos como un tanto excluidos de la civilización europea, y ese certificado que nos extendían con respecto a la nulidad en el matiz amable y esa especialización en todo lo fuerte y agresivo nos parecía como un diploma de "africanismo" que nos picaba bastante. Porque el fenómeno no es nuevo. Ya hace tiempo que, cuando cualquier intelectual o simple viajero europeo nos visitaba por allá por Andalucía, algunos nos empeñábamos en conmoverlo con lo mucho que de tierra clásica, romanizada y helenizante, tiene aquella región. Pero era inútil: Europa ha venido siempre a Andalucía a descansar de sí misma. Y el más estricto universitario europeo, cuando se le está enseñando con gran ufanía la estatua togada del Arqueológico de Cádiz o las piedras de Itálica, empieza, con timidez, a derivar su charla hasta insinuarnos si aquella noche le podríamos enseñar un poco de cante y de baile. Claro que él se encubre todavía con el pretexto erudito de las "bailarinas gaditanas" de que habla Marcial, pero, en el fondo, es bien evidente lo que al profesor le interesa ver... Es inútil: todo visitante europeo mira con cierta distracción evasiva el serenísimo puente romano de Córdoba, porque está pensando en Romero de Torres.

Pero lo que digo es que esto que nos ha picado un tanto el amor propio durante mucho tiempo empieza a tener un sentido actual y profundo, tu que justifica que revisemos nuestra desilusión y la cambiemos por un poco la de ufanía. Nunca se ha acentuado más frenéticamente que ahora ese fenómeno. Hace poco Miguel Albaicín, el gran bailador, me lo decía: "Don José: Si ahora se pone uno un sombrero ancho y una chaquetilla corta y se le da la vuelta al mundo sin pasaporte." Creo que frente a esa universalidad del fenómeno, lo mejor es ya no entristecerse, sino ponerse anchos y tomarlos como un signo de que, en definitiva, nos habíamos adelantando a los tiempos: casi como un signo de aquella "españolización" de Europa y el mundo que soñaba Unamuno. Europa se ha cansado un poco de sí misma y ha agotado el callejón sin salida de una cultura intelectualista de matices. El "existencialismo", por lo menos- el literario, no significa otra cosa sino esa ansia de retorno hacia lo puramente vital. Y es en ese retorno hacia donde el mundo se ha encontrado con esos conquistadores, bandidos, toreros y bailadores que nos pedía comercialmente el productor americano. Esos chorros que energía humana se han metido sin sentir por las grietas del aburrimiento europeo. La bomba atómica, las revoluciones y la heroicidad han hecho que, de pronto, resulten contemporáneos y modernísimos nuestros toreros y bailadores frenéticos. "Españolada", que era palabra que nos avergonzaba un poco, ha acabado por resultar sinónimo de "hombrada". Y la “hombrada" está volviendo a llevarse en el mundo.

Por eso el agente cinematográfico americano nos ponía nuestro límite y nos decía: "Comedias, no." Era como si nos pusiera nuestro Pirineo ante el ímpetu africano que le interesaba en nosotros. Por "comedias" entendía esas construcciones humanas y normales en que se han especializado americanos y franceses, donde lo que importa es el matiz y todo discurre en una línea apacible entre bailes y tazas de té. Es el producto último de una civilización sin apelaciones a nada trascendente, y en la que el simple ser humano, aislado de todo trasmundo, centra todo interés de tal modo que sonreír, besar o poner los ojos en blanco es episodio suficiente para el Arte. Esto empieza a hacer crisis. El público tenía su coeficiente de besos posibles que presenciar, y al superar la cifra ha venido el hastío. Entonces, de golpe, se ha recrudecido la popularidad de otros seres excéntricos que, en vez de besar en la boca, matan toros, asaltan diligencias o dicen sus .penas y amores con unos retorcidos quejidos descomunales. Todo es relativo en la vida. Mientras se crece y se fía todo en los matices intelectuales, aquel ser duro y fuerte es llamado "bárbaro". Pero de pronto, todo aquello hace crisis, se sienten grandes peligros y horrores vitales y con un leve corrimiento de nomenclatura aquel bárbaro se encuentra convertido en titán, cíclope o semidiós. Los calificativos de los hombres son muy circunstanciales: y de la barbarie a la mitología hay un trecho corto por el que va y viene la apreciación humana, según lo exigen sus cansancios o sus miedos.

Así, cualquier español que viaja ahora percibe la extrema revalorización de nuestro toreo. Yo recuerdo perfectamente que en mi juventud eran, un poco, nuestro descrédito y nuestro remordimiento. Lo más que hacíamos ante Europa era disculparnos de ellos. Después de la primera guerra mundial, la generación de Lorca, Alberti, Gerardo fue la primera que se atrevió a hacerle versos a nuestro pecado nacional. Hoy hemos llegado al extremo expuesto. Los toros son el gran crédito y propaganda de España. Los españoles somos unos seres que sí criamos naranja, hacemos aceite y vino y pintamos bastante bien. Pero sobre todo somos unos hombres que matamos toros. Y lo mismo el baile. Les encantamos bailando a la andaluza porque hacemos fuera de todo canon racionalista. El europeo se alivia as grietas del aburrimiento viendo estremecerse a la bailadora, porque, en el fondo, le parece que le está dando puntapiés y manotazos a Kant a Gide, a Valery y a Bernard Shaw.

No es que yo apruebe esto del todo ni lo vea con total alegría, pero por lo menos, ya que el enfoque no parece tener remedio, yo le pediría únicamente a Europa que fuera lógica hasta las últimas consecuencias. Ya que nos quieren tan pintorescos. que nos dejen ser pintorescos hasta el fin. Si tanto les gusta nuestro cante y baile, que nos toleren también esta gran juerga flamenca que suelen ser nuestras instituciones peculiares y nuestro original modo de reírnos. Y que para los recortados patrones decimonónicos y europeizantes tan grises y forzados para nosotros -Cámara, comicios, elecciones-, tengan prevenida la cautela limitadora del ente cinematográfico americano: “Comedias, no”.

domingo, 9 de septiembre de 2007

La espera de un entendido/ Javier Marías

Javier Marías
El País, 25 de mayo de 1982

Hay una clase de entendido que es un hombre desesperanzado. Nada en el mundo le apasiona tanto como los toros, y no cabe duda de su sinceridad ni su sapiencia. Es un individuo al que le brillan los ojos cuando comenta y explica la foto de Manolete que cuelga llena de polvo en la pared de un bar y señala con voz conmovida el ángulo que forman la muleta, la pantorrilla del diestro y la cabeza del toro; y aunque uno (un mortal cualquiera) no vea nada de extraordinario en todo ello, queda convencido, al escucharle, de que el ángulo que describe el aficionado tiene algo especial.

El entendido, además, es un erudito: no sólo lleva viendo corridas desde que era niño (se acuerda un poco de Manolete, no digamos de Bienvenida y Ordoñez en sus mejores tiempos), sino que es capaz de gastarse cinco mil duros de golpe en Bardón por un librito lleno de “monos” que para el profano no tienen nada de particular, o de inflarle la cabeza a uno hasta conseguir que lea esa joya literaria titulada Juan Belmonte, matador de toros, de Manuel Chaves Nogales. Y sabe distinguirlo todo, hasta el toreo del norte del toreo del sur, que al ignorante suena como cosa muy sutilizadora. Esta clase de entendido no prolifera, y ahora he comprendido por qué- Hay que tener bien templados los nervios y mucha seguridad. Hay que ser poco menos que un iluminado.

Ya me lo avisó antes de entrar:

- No habrá nada, pero en fin...

Parecía coquetería ante el ego, pero no: el entendido permanece en la plaza como una verdadera esfinge. Él sabe que allí no está viendo nada a lado de lo que pudo ser. Confesaré que confiaba en espiar sus acciones, más que otra cosa para saber cuándo debería aplaudir y cuando podría decir olé sin parecer demasiado imbécil. La corrida, a juzgar de lo que opina el público, no va muy mal. Aplauden hasta a los toros cuando se los llevan barriendo. Pero el entendido no cede un ápice, no se inmuta en ningún instante. Este entendido no tiene nada de castizo. Parece un profesor de universidad. No se lo verá nunca en actitud taurina, ni con un puro en la boca, ni opinar, ni gritar, ni vaticinar. Está impasible, como limitándose a constatar por enésima vez que lo que él llegó a ver y recuerda ya no existe.

La gente se anima. A un torero le dan una oreja, a otro otra, y además parece que se le quiere porque le cantan “¡torero, torero!” (por primera vez veo como elogio que a alguien se le llame lo que es: a nadie se le ocurriría llamar taxista a un taxista o arquitecto a un arquitecto a no ser que esté en México). Por fin sucede una cosa muy rara: un picador se lleva una gran ovación. Miro al entendido, a ver si me explica por qué:

-Bah.

El entendido seguramente tiene fijas en la memoria una docena de faenas, no más. Pero además –esa es su desgracia- sabe, y no puede pasárselo bien con cualquier cosa. Intento pensar en alguna condena semejante, pero no se me ocurre suplicio tan terrible como este: la espera sin esperanza. Para mayor sufrimiento, el entendido es respetuoso. No se acalora, no se indigna, nunca dirá nada ni increpará a nadie. Es más: los ojos de indiferencia pasan a ser de desprecio cuando unos descontentos impertinentes (por el tendido 8) protestan en exceso, supongo que para que no se olviden que son exigentes. Él no tiene nada que ver con ellos. Y tiene el buen gusto de ni siquiera cruzar miradas de inteligencia con los que parecen ser de su estirpe. Pero no atiende a la lidia, se ha aburrido ya. A mi inexistente juicio, en el ruedo está habiendo de todo: revolcones, amagos de cogidas, desplantes airosos, capotes partidos en dos, banderillas lucidas, picadores aclamados, tandas de pases vistosos y desenvueltos. Por fin me atrevo a preguntar:

-Pero, ¿no hay ninguno bueno en estos tiempos? Si no recuerdo mal, hace unos años seguías a un joven…

-Emilio Muñoz. Cuando era bueno era a los doce años. Desde los dieciséis está corrompido.

-¿Cómo corrompido?

-Su toreo.

-Vaya por Dios.

Cada vez se desentiende más. Habla un poco –la conversación no es para mis oídos- con un viejo aficionado que acaba enseñándole un recorte de color verdoso que ha sacado de la cartera. Le insisto:

-¿Y no había otro, un francés, que seguiste por la Camarga?

-Patrick Verin.

-¿Qué, también corrompido?

-Un espejismo. Este se distrajo y no cuajó. Demasiada niña arriba y abajo, y así no hay forma.

-Es comprensible; mala suerte, ¿no?

Cuando todo ha terminado, ya de salida, de pronto se le iluminan los ojos como cuando explica el ángulo de Manolete y me hace, por fin un comentario espontáneo:

- ¿Te has fijado qué mundo tan delicado es este? Nunca había nada en la arena. Hasta la flor más pequeña la recogían los peones y la devolvían. Deferencia hacia el que la tiró y pulcritud en la arena. ¿Has visto cómo la limpian después de cada toro?

El año que viene el entendido seguirá a otro niño de doce años que acabará corrompido; toreará en su casa a solas, nunca ante amigos; comprará más libros; y no faltará mañana. Nadie espera tanto como el que no tiene esperanza.

jueves, 6 de septiembre de 2007

LA CRUELDAD DE LAS CORRIDAS/ Ramón Pérez de Ayala

POR RAMÓN PÉREZ DE AYALA

ABC, Madrid, 22 de abril de 1961

Vamos ya en derechura con la ética de los toros. El primer fallo condenatorio, el más extendido, afirma que las corridas de toros son inmorales, puesto que son crueles. Sería inepto negar su crueldad. Cruel es la vida misma y la naturaleza toda. Dejemos esto de lado, por ahora. Precisemos posiciones ante esa imputación de crueldad, especificándola, así en sus modos como en el carácter íntimo, de lo que es cruel y de lo que no es cruel. El público -se dice- es cruel con los toreros; va por pasar el rato, que consiste en verlos en peligro de muerte. En segundo lugar, el público y los toreros son crueles con el caballo y el toro; el público, por pasividad contemplativa; los toreros, por acción directa. Se dice, por último, que una persona delicada y sensitiva al dolor ajeno no puede resistir el espectáculo de los sufrimientos del lidiador, los del toro, y, sobre todo, los del caballo; porque -añaden- el torero torea voluntaria y libremente, pero nadie les ha consultado al caballo ni al toro.

En efecto: una persona bien organizada sufre del ajeno sufrir. Pero vuestra experiencia los habrá enseñado que una cosa es sufrir con el ajeno dolor, por simpatía humana, lo cual distingue verdaderamente a las personas piadosas, y otra cosa, no ya diferente, sino opuesta, es rehuir la presencia e ignorar la existencia o bien exigir la ocultación del dolor humano, no por humana simpatía hacia él, antes bien por egoísmo, no menos humano y más frecuente que la piedad, por no sentirse perturbado en el disfrute sensual de una vida regalada; por temor, en suma de tener que reconocer, ante el cuadro de la miseria y angustia de nuestros semejantes, y del dolor universal, que aunque la vida para uno sea un festín, no lo es para todos, ni nuestro mundo es todo el mundo; cuya admisión implica cierta medida de coraje y responsabilidad. Muchas instituciones de beneficencia, frías, mecánicas, mantenidas de lejos y sin caridad, obedecen a esa inclinación egoísta de esconder las miserias ajenas, por no tener que verlas, estregando el goce de la vida propia con la imagen anticipada de un dolor posible o presunto para sí. Por eso, Maurice Legendre, en su Portrait de l´Espagne escribe con tino que las corridas de toros asustan mucho a las mujeres que no quieren tener hijos porque tienen miedo de parir.

Se suele contraponer, por vía de alegato, a la crueldad de las corridas los toros la de otros espectáculos más o menos bárbaros, como el boxeo. Pero a no pocos extranjeros les he oído replicar a esto aquello de que el boxeador obra libremente, sin que nadie le obligue. A lo cual yo hube de replicar siempre: si el deshacerse dos hombres a puñetazos no deja de ser una cosa fea o cruel se debe justamente a que lo hacen libremente y sin necesidad; y por tanto peor será convertir eso en una carrera aplaudida y bien remunerada, y al gañán que anda a golpes, en un héroe nacional.

Pero hay extranjeros muy taurófilos, de los cuales yo conocí bastantes. Y a uno de ellos, un inglés, le escuché el mejor argumento sobre la supuesta crueldad de que se usa con el toro. Para entender el argumento es preciso recordar que el deporte más clásico y caballeresco entre ingleses es la pesca de la trucha con caña. Desde luego, todos los ingleses convienen en que la pesca con caña es lo más apetecible e inofensivo, y denota por consecuencia, en sus devotos y apasionados, un corazón angelical incapaz de hacer mal a nadie. Como prueba de esa doctrina unánimemente aceptada voy a citar un ejemplo representativo. El célebre escritor contemporáneo de John Buchan, Lord Tweedsmuir, gobernador general que fue del Canadá, entre otras obras excelentes escribió una biografía del Emperador Augusto. Pues bien: defendiendo a su biografiado de la imputación de crueldad ocasional apuntada en varios historiadores latinos, arguye Lord Tweedsmuir: No es posible que Augusto fuera cruel porque su enfrentamiento favorito los era pescar con caña." Además de apacible e inofensiva, la pesca con caña ajusta a varias reglas caballerescas la primera de las cuales estriba en el respeto a la que parece contraria no usar uno ventaja y concederle al otro todas las posibles, un poquito más. Por lo pronto, no se pone cebo en el anzuelo, sino una fingida mosca; pues tampoco con este insecto hay que ser cruel; salvo por procedimientos científicos, como el "Flit". Pero este concepto, tan noble de la pesca no es exclusivo de los británicos, sino que tiene sus antecedentes en aquel aragonés que tampoco ponía cebo, y cuando un mirón le hizo notar: “Así no pescará ninguna trucha." Él, como un sesudo "home de pro”; respondió: “Aquí no se engaña a 'nadie'; la que quiera picar, que pique." Pero, en resumidas cuentas, en la pesca con caña, a la inglesa, se trata, ni más ni menos que de pescar la trucha para luego comérsela. Eso sí, se pescarla con mucho respeto; cómo el alcalde de Zalamea ahorcó al capitán. Con estas glosas previas ya estamos en disposición de entender el argumento de mi amigo inglés sobre la supuesta crueldad de que se usa con el toro. Decía mi amigo: "Lo que sufre un toro en el ruedo no es nada comparado con lo de un pez atravesado por la garganta asfixiándose fuera del agua. Pero lo que ocurre es que la gente no se fija sino en el tamaño respectivo de los dos animales. Otra cosa sería si el toro fuera tan chico como una trucha, y la trucha tan grande como un toro." Me decía esto antes de que se pusiera de moda la pesca del pez espada con caña. Y basta, por el momento.

A mí parecer, no es anteponiendo emociones sentimentales o sensaciones de orden físico, a causa del desagrado y aun horror instintivo que nos produce asistir al derramamiento de sangre, como se debe juzgar de la ética de los toros. La ética o moral superiores son siempre severas, y su práctica estricta suele ir aparejada con la aceptaci6n del sacrificio del dolor por nuestra parte y la pesadumbre penosa de saber que inevitablemente estamos acarreando de alguna manera de dolor al prójimo. La moral más piadosa se reviste acaso de apariencias de crueldad. Si así lo fuese, no seríamos seres humanos con conciencia del dolor, y nos hallaríamos todavía en estado de naturaleza animal. Porque la ética reside en la esfera interior de los motivos. Los únicos motivos del reino animal son los de conservaci6n del individuo y de propagaci6n de la especie. Los animales se hacen crueles y fieros hambre, por amor físico y por salvar la vida; y lo mismo los hombres cuando caen a estas urgencias desesperadas de la naturaleza irracional. Pero ética se define en el alma del hombre cuando como finalidad última de su conducta son superados esos motivos imperiosos, de común naturaleza con los animales, por motivaciones de calidad superior, desinteresada y como si dijéramos sobrenatural; literalmente sobre lo natural. He aquí la esencia de cuales estriba de la motivación ética, como también de la emoción estética; el desinterés, desasimiento o renunciamiento interiores de todo bajo motivo biológico y apetencia egoísta.

Ahora bien: en el hombre que lidia con el toro, nadie dirá que actúa como estímulo inmediato el instinto de propagación de la especie, como no sea en aquella forma etérea de amor platónico con que el caballero se encomendaba mentalmente a su dama antes de comprometerse en el combate mortal; y en cuanto al instinto de conservación, de lo que se trata, por puntillo de honor, es de domeñarlo, acallarlo y superarlo en diálogo decisivo con la muerte; de lo cual, claro está, porque al fin el hombre es hombre, no se deduce que más de una vez el lidiador no ponga pies en polvorosa y tome el olivo de cabeza. Pero, ¡hay que oír lo que luego dice el público, celoso guardián de la tradición y de la ética taurina!...

Insisto en que la esencia de la ética reside en la esfera más intima de los motivos. Pero, claro, si no se acompañan con actos, son los motivos por sí como nostalgias de paralítico. Y de buenas intenciones está pavimentado el camino del infierno. Los motivos, por tanto, no pueden por menos de traducirse en reglas, o normas, de conducta. Toda nuestra ética, la cristiana, se resume en una norma tan sencilla que la puede entender un niño: "No quieras para otro ni le hagas lo que no querrías que te hiciesen a ti." Kant, después de mucho cavilar, quiso dar con un fundamento filosófico, de principio, para la ética, y creyó hallarlo en esta otra norma: "Debes obrar en cada caso de suerte que los motivos de tu conducta pudieran convertirse en regla universal." Es mucho pedirle a uno, porque si antes de determinarnos en hacer algo nos pusiéramos a reflexionar si nuestros motivos eran susceptibles de ser formulados como patrón universal en un nuevo decálogo, lo más probable es que nos viéramos finalmente al borde del sepulcro sin haber osado mover pie ni mano, como los faquires. La admonición evangélica es mucho más simple y hacedera. De todas suertes, la una y la otra coinciden sustancialmente. Entrambas establecen la razón y la condición primarias, elementales, para la convivencia humana. De aquí que los latinos a la ética la llamaron "moral"; o sea, lo acostumbrado, que la experiencia ha demostrado ser lo debido y conveniente. Sin esa moral o ética primarias -infusa por Dios en la conciencia individual, y explícita en la palabra revelada- no podría haber sociedad entre los hombres. Por eso mismo, aquellas dos normas de conducta coincidentes, la religiosa y la filosófica, presuponen la preexistencia, o cuando menos la coexistencia, de la sociedad de los hombres. A Robinson, por ejemplo, huelga amonestarle, en la soledad de su isla, que no haga con su prójimo y vecino, de que carece, aquello que de ellos recíprocamente no desea o teme que le hagan.

martes, 4 de septiembre de 2007

De purísima y oro /Joaquín Sabina

JOAQUÍN SABINA 31/08/2007

José Tomás evoluciona favorablemente de la cornada recibida el miércoles mientras lidiaba a su primer toro en la plaza de Linares (Jaén), justo el día en el que se conmemoraba el 60º aniversario de la muerte de Manolete. Según el parte de ayer del hospital de San Agustín de Linares, el diestro pasó la noche tranquilo, sin fiebre y con antibióticos para evitar infecciones en la herida. Su pronóstico es reservado. José Tomás fue trasladado ayer al hospital El Ángel de Málaga para estar más próximo a su residencia de Estepona. El torero podría volver a los ruedos el 12 de septiembre en Salamanca. Desde su reaparición el pasado 17 de junio en Barcelona, José Tomás ha resultado herido en cuatro plazas.

Mis hijas no han visto nunca (ni ganas) una corrida de toros: pa lo que había que ver... Pero su padre les contará, babeando de orgullo y emoción, que una tarde en Linares, en el 60º aniversario de la muerte de Manolete, parece que fue ayer, y minutos antes del torniquete de corbatín que no impidió que regara la arena con su sangre, le brindó un toro José Tomás, esta vez, sí, de purísima y oro.

La historia viene de lejos: hasta el abajo firmante, en el dorado ocaso de Curro y Antoñete, estaba a punto de pedir el carné de miembro de la sociedad protectora de animales, cuando empezó su vida pública José Tomás. Como tantos otros que, después de 20 años, o de 60, ayer, en Linares, han vuelto a las plazas para respirar ese perfume de verdad, de misterio y de leyenda que solo él encarna a manos llenas. Nadie que uno haya seguido respeta tanto al toro y a sí mismo hasta el punto de no concederse la más mínima ventaja. Nadie. Su terreno es el del toro. Lo he paladeado en sus cuatro etapas: al principio, la revelación; antes de retirarse, la duda; retirado ya, la tortura interna, la reflexión y, por fin, en su gloriosa y apasionada vuelta, la insobornable madurez, la confirmación cabal de la leyenda. Lo he aplaudido, he sufrido y gozado con él, de qué manera, en Barcelona, Madrid, Lima, El Puerto, Almería, Linares, etcétera. Estuve en la Monumental, del brazo de Serrat, soportando en trance la kale borroka antitaurina la tarde de su ruidosa reaparición. Incluso alguna vez, hace un lustro, me sorprendí a mí mismo en un tendido de Las Ventas peleándome a gritos -sí, como un energúmeno, ¿pasa algo?- con los inevitables antitomistas (los maniqueos, ¿recuerdan?). He disfrutado de su palabra, tan sabia como escasa, de su inquietante mirada y de su noble amistad estos años de ausencia de los ruedos y puedo asegurarles que si, como decía el clásico, se torea como se es, no hay mejor paradigma que Tomás. ¡Qué falta hacía! Como es carne de copla y de soneto he escrito mucho sobre su arte, pero siempre se queda uno tan corto... ¿Cómo estar a la altura de la sangre? Empecé a sospechar cuando me hizo saber por terceros, con exquisita discreción, que quería invitarme a Linares. En el viaje de ida corneaban isleros mi barriga. Hotel Cervantes. Dos entradas de barrera. Como en una postal sepia me acordé de mi padre, con quien iba de niño a la feria de san Agustín. Mesa camilla y pantalones cortos. Sabía, eso sí, que haría el paseo de purísima y oro. No como Manolete, que fue de palo rosa, sino como la licencia cromática que me permití en una canción que ayer acabó de unirnos para siempre.

Tendido 2. Bordados de capote en la barrera. Allá se vino con esa solemne naturalidad marca de la casa que atesora como un sacerdote que oficiara un rito pagano y olvidado. Yo me desmonteré también, temblando (pedazo de panamá, oiga). No diré lo que dijo en el brindis. Eso queda para mí. Pero supe lo que se siente con una montera húmeda en la mano cuando el torero, mi torero, se inmola en el culto sagrado de la vergüenza torera, la pasión y la sangre. También sé que no podré explicarlo. Me haría falta la pluma de Joaquín Vidal con ese tono tan suyo de moderno revistero antiguo. Luego la enfermería, la del cloroformo, la de Manolete, y después los teléfonos ardiendo en el hospital ya de vuelta a Madrid, con una luna como de albero, más redonda y más naranja que nunca, porque toco mañana en Illescas, y con Vinatero (así se llamaba el de Núñez del Cuvillo) esta vez en la barriga y estatuarios en el alma, sintiéndome, perdonen la arrogancia, casi culpable. Cúchares me dispense pero no puedo dejar de pensar que, no tan inconscientemente, el de Galapagar hizo lo posible y hasta lo imposible, porque el toro se las traía y miraba y avisaba, para estar en la misma camilla, en el mismo gajo de terreno, en el mismo purgatorio con azogue del espejo en que se mira: Manuel Rodríguez Manolete. ¿Se trata de un loco? Nada más lejos. Se trata, sobre todo, de un hombre, de un torero, de un artista, con un orgullo que no deja sitio a la vanidad, de corazón caliente y sangre fría con creces derramada. De poetas, no de paparazzis, de telediarios, de informes semanales, no de inmundos tomates. Bendito sea. Más místico que épico. Más heterodoxo que académico, con más duende, más único que nadie. En tiempos de emociones tan triviales, tan de usar y tirar, la mano izquierda de Tomás redime. Que se lo pregunten a Vicente Amigo, a Jorge Sanz, a José Ramón de la Morena y a tantos otros, incluido el sublime Morante de la Puebla, que ayer lo vio, estupefacto, como yo. A estas alturas de cantantes todo a cien, poetas muertos y controles antidoping, me queda una sola adicción y la más grave: se llama José Tomás y, como cura de todo, no tengo intenciones de curarme. Gracias, amigo. Salud, maestro. Cuídate lo justo.

Joaquín Sabina. Desde el tendido 2.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Cuando el teatro tiene aroma de torero… /Esteban Ortiz Mena

Por Esteban Ortiz Mena

Cuando fui al Teatro Sucre a ver a I Solisti Veneti -orquesta italiana de cámara- hace un par de meses, lo primero que se me vino a la mente fue el sabor y el recuerdo de una plaza de toros. No pensé que mi afición me llevaría a tanto, pero inexplicablemente fue lo primero que se me vino a la mente. Si bien tengo un gusto por los toros, no pensé que hasta en un teatro me iba a pasar… sin embargo así fue.

Si ustedes se fijan bien, cuando vayan a un teatro estoy seguro que les pasará lo mismo que a mí: al principio me comencé a fijar en la gente, sobre todo en lo que hacía: descubrí que la mayoría de los asistentes, además de acomodarse en sus butacas, leían atentamente el programa de mano. Si bien no consta la genealogía de la bravura como en los manuales que reparten en las plazas de toros, constaba la historia del concertino… que es como saber lo mismo.

También, otros, conversaban con sus acompañantes: estoy seguro que los temas de las conversaciones giraban alrededor de política o chistes sobre sexo. Pero nadie, o muy pocos, hablaban sobre la obra que iban a presenciar. A este murmullo de espera acompañaba el sonido de los instrumentos afinándose. Todos los presentes, estoy seguro, estaban ansiosos de que empiece la obra.

Lo mismo ocurre en una corrida de toros. El espectador va a disfrutar de un evento que no conoce: la incertidumbre del espectáculo lo hace maravilloso. La música, la danza, el teatro son expresiones irrepetibles en cuanto a la expresión e inspiración de los actores y lo que, al expresar, nos hace sentir. El toreo, en cambio, es completamente nuevo. Se reinventa todos los días ya que la improvisación es la base de cada tarde. Las faenas no se componen como las letras de una canción, la partitura de un concierto o los guiones del teatro; se realizan de acuerdo al toro, al viento, al estado de ánimo… es decir, a las condiciones de cada tarde.

Pero la gran mayoría de espectadores no entienden lo que van a ver: simplemente van a disfrutar. Y de eso se trata.

Sale el toro, se abre el telón… es como oír la Quinta Sinfonía de Beethoven: Pa pa pa pammmm. Sin necesidad de saber qué notas son las que interpreta la orquesta, el momento en que nuestro oído escucha la caricia de los violines y el alma siente la fuerza del contrabajo, se nos pone la piel de gallina y se nos humedecen los ojos. Así cautiva Beethoven, capta nuestra atención inmediatamente. Ni bien nos acomodamos en nuestras butacas, experimentamos un clímax indescriptible.

Los toros, en cambio, nacen de la opción de unos hombres que se juegan la vida por el placer de generar, en los demás y en sí mismos, sensaciones indescriptibles: ese pa pa pa pam de Bethoven que estremece cuando sale el toro a la plaza y el torero lo desafía, con una tela en la mano, totalmente solo en medio del albero, llega a transformar la materia irracional del acto en armonía y belleza, en plasticidad perfectamente controlada. En aquellos instantes únicos, el hombre se convierte en un poeta, o en un artista, que viene a ser lo mismo.

Porque los toros, y todo lo que los rodea, son pura estética y sensibilidad. Cualquiera que posea sensibilidad estética y se haya acercado a una plaza de toros habrá percibido, inevitablemente, el valor del espectáculo. Si le gusta o no en su conjunto, si entiende o no su sentido profundo, eso ya dependerá de cada quien, pero no podrá permanecer indiferente ante el juego de formas y colores: la gracia de los movimientos, el ruedo dorado, el brillo de los trajes, la armonía y el colorido, los contrastes de luz… Basta tener los ojos -y la sensibilidad- bien abiertos para que nos inunde su belleza insólita, ese ballet estilizado que burla a la muerte.

De vuelta al Teatro Sucre: cada rincón se inundaba de los acordes que empezaban a sonar. No tenía idea de qué notas tocaban, con qué instrumentos lo hacían, pero me encantaba escuchar lo que la orquesta italiana estaba interpretando. Claro, muchos entenderán de música, pero la gran mayoría no logramos racionalizar el milagro que está ocurriendo -¿acaso importa?-. Aparecían instrumentos que nunca había visto, movimientos que no sabía que existían, divisiones de la obra que para el común de los espectadores pueden carecer de sentido. Por ejemplo, luego me enteré que esa guitarrita de apariencia chistosa y sonido cómico se llama mandolina… claro, como el libreto no estaba en español sino en italiano, a pedido de la orquesta, los espectadores comunes no podíamos presumir a nuestro vecino de butaca que sabíamos el nombre de la “guitarrita”. Y eso no sólo me pasaba a mí. Sin embargo, inexpertos y entendidos, estábamos ahí, disfrutando y contagiándonos de una representación que, aunque no se conozca a plenitud, se aprecia y se siente. Eso es precisamente lo que ocurre en los toros. Pensaba cómo toda esa gente, la gran mayoría ignorantes atrevidos como yo, sin saber de música, nos deleitábamos con los compases y el ritmo de una obra magistral. Sin saber lo que escuchábamos, lo sentíamos y cada uno creía que entendía, porque el arte es emoción universal… ¡eso es torear!

Los lances de Carmina…

Ya me había entrado el gusto por ir al teatro y no podía dejar de ir a escuchar la cantata Carmina Burana… ¡impactante! Otra vez pensé en toros.

Volví a tener esa sensación de que pronto va a empezar, esa ansiedad para que se levante el telón, que salga el toro… hasta que sentí los primeros acordes de Carmina Burana. Karl Orff me recibió de entrada con una tanda de doblones, sometiendo al toro de primera con muletazos largos (sin preámbulo de capote, picador ni banderillas), intercalados por ambos pitones y ejecutados de manera pura: largos y profundos por debajo de la pala del pitón. Así se torea, imponiéndose al animal (que en este caso era yo) para captar su atención. Eso es lo que hace la música, de buenas a primeras, los acordes captan la atención del público, con la tersura de cada nota y la armonía de cada compás.

El teatro retumbaba, todos estábamos hipnotizados ante la resonancia de las voces de esta maravillosa cantata escénica. Mientras la música sonaba, podía ver cada lance, cada verónica que acariciaba la embestida del toro. Carmina Burana experimentaba momentos de una intensidad única, como la que se siente en una plaza cuando los toreros derrochan arte. De verdad, podía ver la armonía y suavidad con la que se ejecuta una verónica… como uno de aquellos movimientos de la orquesta.

¡Qué maravilla! Sin conocer de música, podía apreciarla, no sabía lo que me pasaba, mi ignorancia no era obstáculo para dejar de apreciar tan maravilloso arte.

Sin duda, hablar de toros y hablar de arte es una tarea difícil. Nos vemos desbordados por una pasión, porque el arte apasiona y enamora... Por que, a pesar de todos los esfuerzos, como dice Antonio Caballero, es difícil explicar “por qué la música es un arte, sin oírla. O por qué es un arte la pintura, sin verla. Música para sordos, pintura para ciegos. Uno no puede contar una sinfonía, ni explicar un cuadro…”. Los toros tampoco se explican…

Mejor pruébelo… disfrútelo y luego hablamos.