Por: Jorge Arturo Díaz Reyes , Colombia / Burladerodos.com
Lunes, Abril 25, 2005 13:17:00 Hora GMT
Ha debido haberla, insisto, pues para bien o para mal esta tradición de andar a la brega con los toros marca como ninguna otra nuestra lengua. Palabras, giros, dichos, refranes, canciones, poesías, prosas, literatura en todas las formas ha puesto el toreo en el idioma, enriqueciéndolo, ampliándolo, capacitándolo y a veces, digamos la verdad, hiriéndolo.
Y es que las corridas dan mucho de que hablar, aunque claro no todos, mejor dicho ninguno, de los que lo hacemos podemos estar cerca de Cossío, Hernández o Lorca.
Por el contrario, en el maravilloso y bronco mundo de los toros, regido por los hados de la tauromaquia, los chavalillos que jugándose la vida sobre la pandereta dorada del ruedo, prenden rehiletes a los morrillos lustrosos de los bureles, corren menos riesgo de dar contra los pitones, que de topar a cada vuelta con fanáticos del tópico, tres-zetas capaces de convertir en risible trabalenguas cualquier hazaña.
También los hay, claro, relatores quienes trasladados del fútbol e ignorando el glosario, por fuerza de la necesidad se ven obligados a improvisar el propio, de resultas que por lo menos en América no es insólito escuchar piezas como: el torero de uniforme azul, tira la cachucha para atrás y decidido a desempatar la corrida, avanza con capote y espada buscando al toro cafecito con leche que lo espera en el centro de la cancha.
“Una de las gracias mayores de las corridas de toros es que... dan enormemente de qué hablar”, decía Ortega y Gasset y para ilustrarlo suponía que quitáramos al habla hispana todas las conversaciones taurinas de los últimos siglos e imagináramos el hueco enorme que abriríamos.
Está bien, así es. ¡Pero las cosas que hay que oír! Y no me refiero solamente al comentario de mi madre (antitaurina) cuando hace años, compungido yo y en busca de un poco de comprensión le informé sobre la trágica muerte de “Paquirri” en Pozoblanco; levantó la cabeza del tejido, me miró espantada por sobre las gafas, y en tono de reprimenda me reclamó: --¿No le digo? ¡Eso le pasa por andar molestando el pobre animalito con ese chuzo!
Bueno, pero más allá de cursilerías, ignorancias y contrariedades, las corridas han dado pié también a usos muy elegantes del castellano. Con “Ese hombre del casino provinciano que vio a Carancha recibir un día...”, por ejemplo, Machado justifica toda una vida con una suerte.
Miguel Hernández compendia la pasión en una frase: “Cómo el toro lo encuentra diminuto / todo mi corazón desmesurado...”.
García Lorca clamando: “¡Oh blanco muro de España! / ¡Oh negro toro de pena!...” revive la desolación de la sangre derramada en esa “España del inútil coraje” que definiera Borges.
Esa España creadora y sustentadora de un rito anacrónico en el cual aun, según Gerardo Diego, “Sobre la arena pálida y amarga, / la vida es sombra, y el toreo sueño”.
Los toros y el toreo estuvieron en España mucho antes que la misma España y su idioma; el Español, o Castellano (auténtica denominación de origen). Cuando este nació debió aprender a dominarlos, a describirlos a cantarlos, a relatarlos. De allí en adelante, acometieron aventuras juntos, cruzaron mares, descubrieron tierras, conquistaron pueblos y aunque en algunos de ellos, los primeros, incomprendidos y anatematizados, fueron aniquilados, el idioma sobrevive llevando en sí el recuerdo de un largo hermanamiento. De tal modo que hoy, donde se hable castellano, siempre, de una manera u otra, se hablará de toros.
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