jueves, 29 de abril de 2010

José Tomás: "Vivir sin torear no es vivir"/ Almudena Grandes


Por Almudena Grandes. El País, 27/05/2007

José quería ser futbolista, pero pasaba mucho tiempo con su abuelo Celestino.

A menudo, los nietos mayores siguen siendo únicos por muchos hermanos que les nazcan después, y lo son para siempre. Esa intimidad profunda y estrecha al mismo tiempo, que no tiene explicación ni la necesita, compensa con creces los mimos que se reservan para los pequeños de cada casa, porque los buenos abuelos, los que saben apreciar cómo cambia de forma y de tamaño la mano que llevan en su mano, no sólo transmiten amor, una clase especial de sabia y vigilante compañía. También saben inspirar fe, seguridad, confianza. Y a veces tienen el don de adivinar el futuro.

¿Quieres torear? Aquel día no había clase, él tenía 10, 11 años, había empezado a sufrir por el Atlético de Madrid y de mayor quería ser futbolista. Lo era ya del equipo de su pueblo, el Galapagar, un club de tercera regional cuyas categorías inferiores “benjamines, alevines, infantiles, juveniles” jalonaron el recorrido de su infancia. Al principio jugaba de delantero centro, después de medio centro, y corría mucho, tanto, que ahora recuerda su velocidad con una sonrisa luminosa, contenida, y un brillo travieso en los ojos.

Corría mucho y progresaba adecuadamente de categoría en categoría, por eso tenía ambiciones, pero aquel día no había clase y su familia decidió pasarlo en el campo, en la finca de su tío Victorino Martín, el ganadero que había logrado que su nombre se hiciera tan famoso, o más, que el de los matadores que se atrevían con sus corridas.
Entonces, alguien que andaba por allí le hizo una pregunta que le cambiaría la vida: "¿Quieres torear?".
No sabe por qué contestó que sí, pero se acuerda de que cuando se enfrentó a su primera vaca ni siquiera sabía armar una muleta. La cogió como si fuera un capote y su abuelo estaba allí, mirándole. Celestino le escondía los balones, se los quitaba, se los pinchaba y le daba una muleta a cambio: "Toma, torea". Él era taxista, pero no uno cualquiera, hasta en su tarjeta de visita lo ponía: Celestino Román, taxista de toreros. No había nada en el mundo que le gustara más que alquilarse para una tournée, o quizá sí. Quizá le gustaba más ir a Las Ventas con su nieto José, iniciarle sin palabras en la liturgia profana y solemne de una fiesta que celebra la vida en el sereno presagio de la muerte, la incomparable emoción de un hilo tenso que vibra en la garganta y se estremece en el corazón, ese mundo pequeño donde cabe de sobra el mundo entero. Quizá eso le gustaba más a él, y le gustaba al niño que le acompañaba, y miraba, y se empapaba de toros en silencio, porque en la plaza se habla poco y nunca de más, porque a la plaza se va a estar callado, a escuchar a los que saben, a aprender a respirar.
Todo eso lo sabía José Tomás aquel día de vacaciones, en el campo, cuando alguien le preguntó si quería torear. Él aspiraba a ser futbolista, ni siquiera sabía armar una muleta, pero dijo que sí, dio un paso al frente, y toreó.
Me encuentro con Tomás en un reservado de Lhardy, y no es una elección casual. Aquí, el 11 de diciembre de 1944, el "todo Madrid" literario, un todo muy pequeño, casi insignificante en comparación con el que habría podido reunirse unos pocos años antes, tributó un homenaje al matador más grande de la época, Manuel Rodríguez Sánchez, Manolete, el torero al que más admira José Tomás. Los organizadores de aquel banquete no invitaron a ninguna mujer para evitar que el homenajeado acudiera con la suya, Lupe Sino, una belleza espectacular que antes de probar suerte en el cine había intervenido activamente en la resistencia de la capital, y de la que se afirmaba que, en algún momento de la guerra, había llegado a contraer matrimonio civil con un mando del ejército republicano. Hoy, en Lhardy, a solas conmigo y con Joaquín Sabina, el amigo común que nos reunió, José recuerda a Manolete desde el principio, desde antes del principio tal vez, al evocar las fotos que le hicieron cuando se puso por primera vez delante de una vaca. Porque ahí, en esas imágenes del niño que cogió una muleta como si fuera un capote, ya estaba todo lo que vendría después, pases precisos, presentidos, estatuarios y manoletinas infantiles que presagiaban los naturales, la actitud y el estilo que harían al hombre. En aquel momento, José Tomás no sabía nada de él, ni siquiera había oído pronunciar su nombre, y, sin embargo, ahí estaban los dos juntos, a despecho del tiempo y de la historia. "Aquel día fui Manolete antes de Manolete", dice ahora, y que "Manolete es el toreo como una forma de estar en el mundo, no tanto de torear". Por eso, los días 29 de mayo le gusta vestirse de palo rosa y oro en Linares. Los colores de su última corrida, en su última plaza, en el aniversario de su muerte.
Tal vez, la naturaleza de este homenaje íntimo, sobrio y exacto bastaría para definir a un torero único en su especie, un torero artista, un torero valiente, el torero total, que es de esta época, pero parece de otra distinta. Al menos, ésa es la impresión que yo he tenido cuando he estado cerca de él, lejos del ruedo. Serio, concentrado, curioso, José Tomás mira de frente, con los ojos muy abiertos, y habla poco, lo justo, porque le gusta escuchar a los demás. Por eso nunca dice tonterías, nunca se adorna con la gracia fácil y superflua, insoportable, de los taurinos profesionales, ni se esfuerza por convertirse en el protagonista de las reuniones. Sentado a una mesa, o en el salón de la casa de un amigo, es tan inteligente como en la plaza. Por eso, y por el sincero interés que le inspiran los mundos que no son el suyo, me ha parecido siempre una encarnación feliz y anacrónica de otra estirpe, el heredero de una raza de toreros clásicos, legendarios, hombres como Juan Belmonte o Ignacio Sánchez Mejías.
Yo soy, claro está, tomista, es decir, formo parte de esa escuela, abundante en intelectuales y artistas, cuya denominación compartimos los seguidores de José Tomás y los de santo Tomás de Aquino. Le veo, le sigo, le miro, le admiro, y él lo sabe, pero eso tampoco le impresiona. "A mí la gente me dice: 'Voy a ir a verte, para apoyarte', y yo les digo siempre lo mismo: 'No te necesito, ven si te apetece, pero no me hace falta que me apoyes, el que tiene que hacerlo soy yo, yo solo?". Así habla el torero que ha conseguido poner de acuerdo a Madrid y a Sevilla, a los aficionados del 7 y a los del 9, a la izquierda y a la derecha de este país.
"Lo hago yo, y lo tengo que hacer solo". Parece soberbia y tal vez lo sea, pero es también, por encima de todo, eso que se llama vergüenza torera, una condición que hoy no abunda en los ruedos y se echa mucho de menos fuera de ellos. En una época en la que los matadores de toros se hacen famosos por los apellidos de sus parejas, por sus escándalos sexuales o financieros, por sus exclusivas o por la imagen que prestan a firmas de alta costura, José Tomás, que se marchó cuando ocupaba el número uno del escalafón y a ese lugar vuelve ahora, permanece rigurosamente ausente de todos los circos. Inédito en el universo del papel cuché, huye de los medios y logra despistar a las cámaras sin trabajo aparente porque, en sus propias palabras, vive como un monje. En un país enfermizo de notoriedad, como es por desgracia el nuestro, eso sólo significa que le gusta estar en su casa y guardar su intimidad para sí mismo. Vivir, en otras palabras, de acuerdo con su destino, respetando siempre el hilo delgado, luminoso y terrible que separa el arte de la muerte.
"Hay que contar con la posibilidad de morir, hay que estar dispuesto a eso. Y hay que tener miedo, aprender a superarlo, a gestionarlo, porque no se puede ignorar, es una locura renunciar a él. Las grandes tardes llegan en esos días en los que uno tiene miedo antes de salir a la plaza, porque hay que salir con el riesgo asumido, aceptarlo antes de que se produzca?".
Mientras le escucho, con un gesto que seguramente transparenta mi admiración por la serenidad de su acento, recuerdo unas declaraciones de Luis Francisco Esplá. "¿Qué es el valor?", le preguntaron una vez, hace ya tiempo. "El valor es el sitio donde se pone José Tomás", contestó. Se lo recuerdo ahora y sonríe. No añade nada más, pero los dos sabemos, él mucho mejor que yo, cuál es la contrapartida del valor, la clase de amenaza que brota de unos ojos oscuros.
Le gusta mirar a los toros, verlos en el campo, estudiar su expresión cuando son novillos y después, al encontrárselos en el ruedo. Al citar, siempre mira a los ojos del toro, y se esfuerza por ponerse en su lugar, por pensar que el animal también le está mirando. Entonces adivina sin esfuerzo sus intenciones, y sabe bien lo que le dice. "Como te equivoques, te cojo". Porque las cogidas son siempre errores del torero. "Es lo que tú le das", resume. "Si te pones delante, y quieres, y mandas, no te coge".
Al escucharle parece fácil. "Hay que correr siempre para adelante, nunca para atrás", añade, y lo afirma con una contundencia útil para el toreo, pero también para la vida. "Y si en un pase, el toro se te cuela, en el siguiente hay que cruzarse más, irse más para adelante?". Parece fácil, pero no lo es. Yo lo sé porque he visto mirar a los toros. Lo sé porque he estado en plazas sombrías, silenciosas, en muchas tardes difíciles de ganado manso y malo, peligroso. Lo sé, y sé lo que es un toro con sentido, esa embestida turbia que codicia el cuerpo del torero, que pretende engañar a quien le engaña, y enganchar, y herir, y rasgar en cada pase. Y sé que hasta los buenos, los que tienen nobleza, bravura, casta, pesan seiscientos kilos y tienen dos pitones duros y afilados que terminan en punta, que pueden matar, y la potencia, la furia, la velocidad de una locomotora de sangre caliente. Y sabiendo todo eso, y lo mucho que le han pegado los toros, miro a los ojos grandes y dulces de este hombre joven, guapo, rico, y le pregunto por qué vuelve. Él tarda un instante en contestarme. Se mira las manos, mira hacia delante, asiente para sí mismo, me devuelve la mirada por fin. "Es que vivir sin torear no es descansar, no es estar relajado, ni disfrutar de lo bueno de la vida, eso que dice la gente? Vivir sin torear no es vivir".
Para eso vuelve José Tomás, para volver a vivir. Para eso ha vuelto, porque hace meses que se encierra con toros de cinco años. "¿Y toreando a puerta cerrada te alivias?", le pregunto, usando una expresión taurina de difícil traducción, porque "aliviarse" significa no arrimarse, excederse en las precauciones, hacer trampas incluso para esquivar el riesgo, pero también y sobre todo reservarse, no dar todo lo que se puede dar, lo que se lleva dentro. Cuando me escucha, se echa a reír. "Pues no, no me alivio", responde. "¿Por qué, para qué? No tendría sentido"? Y sin embargo, sólo se ha vestido de luces tres veces desde septiembre de 2002, cuando se retiró en la plaza de Murcia, porque vestirse de luces no es un acto trivial, un juego caprichoso, nada que se pueda hacer sin consecuencias. Por eso, sólo se ha encargado tres vestidos nuevos para la reaparición. Y la primera vez que vio uno extendido sobre una cama después de cuatro años, se puso serio, miró a su hermano y le hizo una pregunta: "¿Nos vamos a acordar?". Se acordaron.
El 17 de junio, José Tomás volverá a vestirse de luces en la plaza de Barcelona, en cuyas ventanillas cuelga un cartel ?"No hay billetes"? que nadie había vuelto a ver por allí desde que logró colocarlo Manuel Benítez, El Cordobés, hace más de 30 años. Tomás, un torero de Madrid que, por encima de todas las leyendas, triunfó en Sevilla, y un triunfador de Sevilla al que, más allá de cualquier leyenda inversa, siguió adorando sin condiciones, y como a un patrimonio propio, el tendido 7 de Las Ventas, donde se sienta el público más difícil, más exigente del mundo, vuelve a la tercera plaza de sus grandes éxitos en un momento crítico para la fiesta en Cataluña. No es sólo un gesto, y la mejor manera de solidarizarse con la Plataforma Taurina de Barcelona, sino la elección consciente de un lugar que él quiere y que le quiere, de un público con el que se siente identificado. Pero hay algo más, y no encuentro el modo de plantearlo. Le doy vueltas y más vueltas, alguna vuelta más, y al final embisto por derecho, aunque con cierta cautela. Reaparecer en la segunda mitad de junio, digo en voz alta, como para mí misma, cuando ha pasado la Feria de Abril, cuando ya ha terminado San Isidro? Otro tendría ya una respuesta preparada, cualquier explicación alambicada y confusa sobre los plazos, las empresas, todos esos factores imponderables que resultan útiles para fabricar una excusa. Él no. Él reconoce que tiene que probarse, ver cómo está, cómo se siente, escoger los compromisos con cuidado. De momento, este año sólo va a torear 15 corridas. Su novia no piensa ir a ninguna.
En los últimos días de su vida, Rafael Gómez, El Gallo, se atrevió a definir el arte de torear con una sentencia hermosa y honda, poética casi. "Maestro, ¿cuándo diría usted que un torero es artista, y que torea con arte?", le preguntó alguien. "Cuando tiene un misterio que decir, y lo dice", respondió él.
Si El Gallo viviera hoy, quizá estaría de acuerdo conmigo en que esa definición encaja como un guante con la figura y el estilo, con la personalidad y la actitud de José Tomás, un torero profundo, misterioso, que guarda en sí mismo todas las esencias del arte clásico, el de antes de los toros afeitados y el rabo de Palomo, y no sólo en la plaza, sino además, volviendo siempre a Manolete, en su propia vida. El toreo es una forma de estar en el mundo, pero casi nadie parece recordarlo ya a estas alturas. También por eso, Tomás es un hombre misterioso, un torero raro. Lo sabe, y no le importa. Yo diría que hasta le gusta.
"Una vez, en un festival, en Ronda, le brindé un toro a Antonio Ordóñez. Y en la plaza estaba la madre del Rey, y me criticaron mucho por eso, pero estando Ordóñez en la plaza, yo no podía brindarle el toro a nadie más, ¿comprendes?, no podía, porque ahí estaba Antonio Ordóñez y no había nadie más importante para mí?". Luego, en otra ocasión, estando el Rey en el palco de Las Ventas, toreó dos toros y no brindó ninguno. Las críticas fueron proporcionales y hasta hubo quien empezó a hablar del "torero republicano". "Es que yo brindo muy poco", me dice cuando se lo recuerdo, "porque eso es algo que tampoco se puede hacer alegremente; yo no, por lo menos. Yo brindo en ocasiones muy especiales, cuando me sale de dentro; no puedo hacerlo por obligación, sólo porque sé que los demás están esperando que lo haga. Y a veces brindo sólo con la mirada, al entrar a matar?". Sí, interviene entonces Joaquín Sabina, más emocionado que si acabara de recoger una tonelada de discos de oro, y me cuenta que así le brindó a él una tarde como si no pudiera contárselo yo a él, tantas y tantas veces lo he escuchado.
Pero ésta no es su única rareza. Con las excepciones de José Tomás a las reglas más rancias de la tauromaquia se podría cimentar toda una leyenda, tan moderna como las más antiguas, sobria y laica. Porque él nunca entra en la capilla de ninguna plaza antes de una corrida, y espera fuera, en la puerta, a que terminen de rezar los hombres de su cuadrilla. Y no monta altares, no colecciona estampas, no enciende velas ni lleva una medalla de la Virgen entre la ropa. Tampoco duerme la siesta antes de vestirse. Y no alterna con toreros, no fomenta los halagos de los aficionados, no acepta regalos, ni asiste a las fiestas. "Lo de Fernando Ochoa es distinto", dice, marcando él mismo las distancias, "porque Fernando [un torero mexicano de su edad] es amigo mío, y los amigos son otra cosa?". José Tomás no alterna con toreros y, sin embargo, y esto es una rareza más, nunca le he escuchado hablar mal de ninguno.
A pocas semanas de su reaparición, le encuentro bien, sereno y seguro de sí mismo, como si los aficionados, y sobre todo sus seguidores, estuviéramos mucho más nerviosos que él ante la perspectiva de lo que se avecina. Para ponerle en suerte, le pregunto cómo es el toro soñado, y me responde que ese toro no existe. ¿Y la faena soñada? "Ésa tampoco existe", sonríe. Y sin embargo, me concede que en 2004, dos años después de retirarse, sintió algo que estaba muy cerca de lo que él podría soñar al torear a una vaca, en el campo, y ese día ni siquiera estaba preparado. Tal vez en aquel momento empezó a pensar en volver, tal vez entonces comprendió que lo que estaba viviendo no era la vida del todo.
El valor es el sitio donde se pone José Tomás, y José Tomás ha vuelto para ponerse en el mismo sitio. El arte es llevar dentro un misterio y poder, saber decirlo. Ése es el único compromiso que respeta, el único desafío que le importa. No va a cambiar, no viene a aliviarse, sigue siendo él y sólo aspira a ser mejor que él mismo. Me lo dice y yo lo creo, y más que creerlo, lo sé. Porque sé que para él, torear es una forma de estar en el mundo.
Arte y misterio, hondura y valor, querer y poder, vergüenza torera y el cartel de "No hay billetes". Aleluya, aquí está otra vez José Tomás, aquí se acaban cinco años de orfandad y desconcierto. Si Manolete pudiera verle, estaría tan orgulloso de él como su abuelo Celestino.

martes, 27 de abril de 2010

Los herederos del patrimonio cultural de la tauromaquia



La Tauromaquia es una manifestación cultural que durante siglos ha construido un patrimonio material e inmaterial reconocido por todos los pueblos del mundo. Este reconocimiento se expresa cada año con la presencia de cientos de miles de turistas de todas partes que asisten a las plazas de toros a presenciar este espectáculo y que consumen cualquier género de objetos relacionados con la Fiesta que se llevan como “souvenir” a sus lugares de origen.

Durante los últimos cuatro siglos la Tauromaquia ha ido evolucionando hasta el espectáculo que vemos hoy. Es ésta una realidad incontrovertible, como lo es también que la Tauromaquia nació en el Mar Mediterráneo y se extendió hasta el Mar Caribe, del otro lado del Atlántico, donde se practica y proyecta con extraordinaria intensidad desde los mismos años del descubrimiento de América.

El patrimonio de la Tauromaquia se ha ido constituyendo inveteradamente, muchos se han dejado la vida en ello, y está integrado por las prácticas, técnicas, ritos, liturgia taurina, usos y costumbres que se han transmitido de generación en generación, en un proceso evolutivo y modernizador que la ha llevado a ser reconocida como una de las bellas artes.

Son parte de éste patrimonio los instrumentos con que se practica el arte de torear, capotes, muletas, espadas, algunas de ellas templadas en la mas antigua tradición del forjamiento del acero, y muy particularmente, esas obras de orfebrería que son los vestidos de torear, realizados por sastres de toreros, un oficio que en muchos casos también se transmite de generación en generación.

Igualmente integran éste patrimonio los espacios donde la Tauromaquia se practica, las plazas de toros, algunas de las cuales son verdaderos monumentos arquitectónicos de siglos pasados y del presente, así como los espacios o dehesas donde se cría el toro de lidia, ese animal único en su especie, con cientos de miles de hectáreas dedicadas a su crianza, autenticas reservas ecológicas y ambientales, sus cortijos, sus plazas de tientas, etc.

Finalmente conforman éste patrimonio los museos taurinos que son visitados por miles de personas en cualquier parte del mundo, y mas específicamente, lo integran las innumerables obras de arte que se han realizado sobre el tema taurino en las mas diferentes expresiones de la cultura, la pintura, la escultura, la literatura, la música, la poesía, el cine, el cante, el baile, la publicidad, etc. Tantas que no serian suficientes el Museo del Prado y el de Louvre juntos para albergarlas.

Muchos de los artistas o literatos, filósofos, sociólogos o antropólogos que se han acercado a la Tauromaquia para inmortalizarla con sus obras han encontrado en ellas altas cotas de su expresión artística o intelectual. Goya con su Tauromaquia, Federico García Lorca con su Llanto por Ignacio Sánchez Mejias, Ernest Heminway con su Muerte en la Tarde o su Verano Sangriento, la Tauromaquia de Picasso y el Güernica, con el toro como testigo, Fernando Botero con su Obra Taurina, y así muchísimos más. No en vano García Lorca la calificó como la fiesta más culta del mundo.

Pues bien, ese patrimonio lo hemos heredado quienes amamos esta fiesta, tanto profesionales como aficionados. Algunos de éstos herederos continúan engrandeciéndola, los toreros perfeccionando el arte de torear, los ganaderos criando el toro mas apto para la lidia de hoy; también continúan exaltándola los artistas que la siguen pintando, esculpiendo, musicalizando, convirtiéndola en poesía, en lírica, en música, en literatura, en definitiva en arte.

Otros herederos, como los aficionados, que tanto la disfrutamos, podemos tener frente a dicho patrimonio dos actitudes: la de actuar como herederos displicentes e irresponsables, no comprometidos, en cuyo caso ese patrimonio corre serio riesgo de perderse, o por contrario asumir la actitud del heredero responsable, que si bien no puede hacer nada por incrementar ese patrimonio, si puede hacerlo por defenderlo, mantenerlo y conservarlo.

Y éste justamente es el compromiso que solicitamos a quienes podemos hacer algo para que la Tauromaquia pueda ser reconocida definitivamente, de una manera formal por la Unesco, como un bien que es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

Muchas gracias.

Williams Cárdenas Rubio
SGT de la Asociación Taurina Parlamenteria
Palacio del Senado
23.06.09

Cantar el toreo/ Felipe Aceves



Felipe Aceves

Como toda afirmación sabia, a mi cabeza le costó un buen esfuerzo digerir dicha sentencia. Nada más cierto. Basta leer la mayoría de las reseñas de los festejos para comprobarlo. Son… como esas faenas de pases y pases; pero en sustancia, "ná de ná".

Así como el toreo, el de verdad, es para los buenos toreros un ejercicio espiritual, asistir a un festejo, cualquiera que sea su tipo, es una experiencia emocional intensa para el buen aficionado . Variable, variada, impredecible.

Reseña 1: "...en su primero, seis intentos con aviso y silencio en su segundo".

¿No suena como un marcador deportivo mal hecho?

Reseña 2: Transcribo un fragmento de una crónica de Joaquín Vidal, por tenerla a la mano, y lo aclaro porque en México tenemos algunas plumas de privilegio. Nota aparecida en El País, de Madrid, en 1981, refiriéndose a una faena de Curro Romero: "En Madrid, los relojes no marcan la hora. Se han parado a las 8 y media de un miércoles de lluvia que pasará a la historia(…) aquí, a esa hora de ese día, en la barriada de Las Ventas del Espíritu Santo, Curro Romero volvió a inventar el toreo(…) el acero pinchaba de cualquier forma al toro, sonó un aviso, pero ni el propio torero podía desgarrar con sus horrendos mandobles la tauromaquia que había vuelto a inventar".

¿Qué le parece? Bien puede “sentir” quien lea tal escrito. "¡Coño! A ese hay que verlo".

¡Esta es la consecuencia de lo que afirma De Labra! A quién le importan un bledo el de seis intentos y un aviso. No pienso que el del “marcador” ame la fiesta.

Es como si usted desea meter en su canasta a la gentil mujercita de sus sueños. No le ofrece, dieciocho besos y tres suspiros ¡no!, porque seguro le respondería, "hola y adiós". No, usted le dice lo que siente, si es que lo siente, le habla con palabras tiernas, si conoce tales vocablos; le construye un palacio con frases, si sabe edificar, y si no, pues, sólo podrá ofrecerle… 18 besos y 3 suspiros.

Se lo dejo de tarea.

FERIA DEL AFICIONADO PRÁCTICO


Están abiertas las inscripciones para la Feria de este año. Interesados contactarse a feriadelaficionadopractico@gmail.com

La puerta de un príncipe clásico/ De purísima y oro




Juli tenía un tenebroso imán hacia la heterodoxia torera. Pensó fuera de la plaza, cosa casi impropia. Logró despejar toda zona sombría y boscosa. Limó la madera de la vulgaridad y se arropó en el diván de un senador torero. Estar a la lumbre de la doctrina de Fernando Domínguez es enrolarse en un viaje de Ulises torero. Despojando vulgaridad, abriéndose camino por el clasicismo, Juli se rehace hace tiempo en un torero puro, clásico, tan libre de mezcla de otros estilos. Su cintura se ha esculpido para ser esa goma de carne y piel de Antonio Gades. Y su mente es luz: solución para la lidia y la distancia. Todo pensado en la faena. El toque, la muleta planchada la pata adelante, es gesto y herramienta reflexionada. La consciencia en el metraje del natural o el redondo, mandado, sometido el toro: toreado. Una cosa es que el toro pase y otra que vaya mandado. Esa mirada puesta en la misma pupila de la torería, aquel doblón tan Domínguez en la orilla del Guadalquivir. Natural de mimbre y poder. Su forma de enfrentar al toro, la rectitud, tan lineal, como el caudal de un río. Dice Umbral en Mortal y Rosa, que las manos son arte y creación y los pies son piedra. Son piedra también los pies de Juli y sus muñecas una expresión de hondura y profundidad para el redondo y la verónica. Hace días, viendo una fotografía de un cite de Juli, yo le decía a un amigo que me gustaría citar así a la vida, tan recto, dispuesto el medio pecho, corazón tan torero. Se fue Juli en hombros de la Puerta del Principe, como bailado entre paraguas negros y agua y voces y lluvia bajo la sonrisa del puente de Triana. A la orilla misma de este Guadalquivir bajo la mirada clásica del pecho de Juan Belmonte. Elegido ya entre los clásicos.

Belmonte/ De purísima y oro





http://depurisimayoro.blogspot.com/


Llueve. Todo se moja. Es noche cerradísima en el meridiano de la moqueta. Quiero nadar. Pienso en Camarón que mira el mundo en alucinación transparente. Las piscinas están cerradas. Respiro la paz de este lugar rectangular y noctámbulo y su silencio es una iglesia en la noche. Casi todos los ordenadores dan luz a esta noche, como velas agradeciendo el curro de mañana. Miro esta fotografía que me hace olvidar el código civil. Quiero mirar la vida así, de frente como Juan Belmonte, tan puro y trianero. Con la muleta tan planchada y ese gesto de entrega con la suerte. Ahora Belmonte perfuma este lugar, en este tiempo los toreros de ahora se despechan y anuncian Loewe. Para mí esta esencia de noche, esta colonia en blanco y negro tan pura, tan blanca. Como una oración antes de irme a dormir sin piscinas, borracho de tanta moqueta. Dan las once. La lluvia visita la madrugada y Belmonte mi noche. Porqué cada uno elige a sus santos. Pienso en ti.

Concierto de tango



José Tomás ahora es mexicano

Carlos Loret de Mola
El Universal de México

En la enfermería de la plaza de toros de Aguascalientes se respira lamuerte de José Tomás. Tendido en la cama quirúrgica, el torero más grandede los últimos tiempos es el único que no alza la voz. “Me duele mucho lapierna”, dice apenas a su amigo de toda la vida, Fernando Ochoa, espadatambién, que acaba de bajar del tendido donde presenciaba la corrida.Los demás gritan: Andrés, el hermano del matador, no encuentra una tijerapara cortarle el traje de luces, la enfermera no se da abasto para colocarlas cuatro, cinco mangueras de catéter que exige la emergencia, dos médicosestán sobre de él taponándole a mano limpia el borbotón de sangre que surgede su muslo izquierdo, otro está enfrente mordiéndole el cuerpo con pinzas—¡faltan pinzas!— para despejar el camino de la urgente cirugía. Lahemorragia no se detiene.El doctor Alfredo Ruiz, sereno, toma una decisión: coge su bisturí y abresin anestesia, como único método para salvar la vida de El Príncipe deGalapagar. Ochoa comprime con toda la fuerza de su mano derecha la bolsa deA negativo para que salga más rápido y con la izquierda sostiene la deltorero herido, quien aprieta de cuando en cuando y salta los ojos. Todosllevan cara, ropa, brazos húmedos del rojo de la tragedia. José Tomás,máscara de oxígeno sobre un rostro que se va volviendo amarillo, lleva 25minutos aguantando sin quejarse hasta que lo sedan.José Tomás se está muriendo. Él lo sabe. Navegante le acaba de penetrar elmuslo con el cuerno. Le rompió las venas y arterias que pasan por ahí—femoral, safena, ilíaca. “Como llave de agua abierta”, explica elsubalterno Alejandro Prado, quien frente al toro soltó el capote y le metióla mano para taparle la fuga a carne viva y no dejar que falleciera ahí, enla arena. “Tranquilos, tranquilos”, les dijo el español mientras lolevantaron del ruedo.Del ruedo a la enfermería José Tomás perdió tres litros de sangre. Elaltavoz de la plaza pide donadores. Se juntan 300 personas afuera delservicio médico y luego en el hospital. En total, le inyectaron ocholitros. El cuerpo humano alberga cinco. Si Pitágoras no miente, por lasvenas del diestro español corre hoy sangre mexicana.—¿Cómo estás? —le pregunta un entrañable al entrar al área de terapiaintensiva del hospital Hidalgo de Aguascalientes, 37 horas tras la cornada.—De puta madre —que en ibérico quiere decir “maravillosamente”.José Tomás mueve la pierna para demostrarlo y sonríe burlándose de lamuerte. Ha de ser por su sangre mexicana.

LOS TOROS Y LA LIBERTAD/ Francisco Febres Cordero


Francisco Febres Cordero

No fue el mío un alejamiento drástico, como el que exige, por ejemplo, el cigarrillo. En determinado momento y por las más diversas circunstancias, uno toma la decisión y deja de fumar. No va más. Lo que sigue es sudor, tormento, desquiciamiento ante una decisión que resultó impostergable. Con los toros no me ocurrió así. Mi distanciamiento fue despacioso y por etapas. Un día (que tenía que ser un día de diciembre, necesariamente) decidí no ir a la corrida. ¿Y la entrada? Las entradas nunca se pierden siempre hay alguien a mano que nos salva del trance y, encima, queda muy agradecido. No fui esa vez, pero si fui otra. Tal vez esa misma temporada o tal vez la del año siguiente. Llegué a la plaza unas veces y otras no llegué.
Pero lo cierto es que, cuando llegaba, me sentía cada vez más extraño, más incómodo, más fuera de sitio, para decirlo en términos taurinos. Me molestaban el ambiente, la gente, ese esnobismo que reina en las gradas, el humo de los puros que fuman los puristas, el jerez, el coño (no el coño de nadie en particular, sino el que pronuncian los que después de pronunciar cualquier palabra, pronuncian también ¡coño!).
Fui, pues, desentendiéndome de los toros. Me fui liberando y, como en todo proceso de liberación, hubo una sensación de libertad casi exultante. Pero también un sentimiento de dolor y de nostalgia. Hubo un choque de estados anímicos. A veces, encendía la tele y ¡tac! Pescaba, cerca de la medianoche Tendido Cero, y me quedaba viendo el programa, entendiendo quizá menos de lo que podía haber entendido antes de haberme cortado la coleta de aficionado. Ahora, ya no sabía quién era tal o cual torero pero, al ver cómo toreaba, me emocionaba o me cabreaba. O si no, de pronto, abría un libro y. Bueno, así le otra biografía de Manolete y regresé a la infancia e hice el paseíllo junto a mi hermano Rafael en el patio de nuestra casa de la Floresta y dejé que él, mi hermano, fuera Manolete y yo Islero, a mucha deshonra.

La última vez que me invitaron a ver una corrida, dije que no. Que gracias, pero no. Y después, cuando me invitaron a este mismo restaurante para almorzar, luego de la corrida a la que dije que no, dije que peor; en la Casa de Damián –imaginé- se almorzará con las zetas y ya no estoy en edad de soportar aquello, ¡joder, masho!.

Así pues, he llegado a esta provecta edad en que la salud (mental y física) me ha obligado a romper con dos pasiones que en determinado momento me marcaron: el cigarrillo y los toros. Del cigarrillo, confieso que en alguna noche de trasnoche, he dado algunas pitadas. He pecado, para al día siguiente mostrar mi contrición y, sobre todo, mi propósito de enmienda. Y de los toros, reconozco que a veces, cuando nadie me ve, en oscuras y en solitario, ensayo una verónica. O entro al Internet y pongo en el Google Manolete. A veces, Manolete. Otras, Dominguín. Otras, Paco Camino. Pero sé, soy consciente que los toros, como los cigarrillos, están ahí. Y yo puedo volver a fumar cuando me dé la gana, así como creo tener el derecho de poder volver a los toros cuando me dé la gana. Lo que no soporto, lo que no puedo imaginar sin estar al borde de la alferecía es que alguien, cualquiera que sea, me prive de la posibilidad de regresar a la plaza algún día, si es que, ¡qué carajo!, me despierto con las ganas de hacerlo y siento que la sangre se me espesa de tensión, de nervios. No voy porque no quiero. Igual que no fumo, porque no me da la gana. Pero si alguien proscribiera la venta de tabaco, yo me fabricaría a escondidas los míos y, aunque hubiera dicho que no iba a volver a fumar jamás, fumaría con las pitadas más hondas, más profundas, un cigarrillo tras otro, aunque solo fuera por hacer un ejercicio de libertad. Si alguien proscribiera los toros, viajaría de madrugada a algún páramo y citaría a la muerte en una pelea que la sé perdida de antemano, por el solo prurito de ejercer mi libertad a sentir miedo y sentir arte y sentir bravura y sentir –también sentir- el regusto de la gloria.

¡Que no se atrevan! ¡Que no se atrevan esos Torquemadas que nos tratan de meter a todos en la cárcel de lo políticamente correcto, a decir que se cierran las plazas que existen en casi todos los pueblos y ciudades del país y que los toros quedan prohibidos! ¡Que no se atrevan porque ese mismo instante me levantaré de mi sepulcro y volveré a los toros! Y si ya no existen, me los inventaré. Y haré que José María Plaza vuelva a vestirse de corto y con él marcharé a buscar a los Chalupas perdidos para ver cómo él sigue dando esas verónicas de belleza y cadencia insólitas, que yo jalearé desde el tendido como el más necio, viejo, obsesivo aficionado que juro volver a ser si alguien osa quitarme la posibilidad de, alguna vez regresar a ser espectador de una corrida.

domingo, 18 de abril de 2010