Joaquín Vidal
El País, 2 de octubre de 1991
La plaza era un clamor… “¡Torero, torero!”, gritaba el público hasta enronquecer, como si estuviera fuera de sí… Quizá estaba fuera de sí. La casta torera de un diestro colombiano que ya fue el asombro de este mismo coso unos meses atrás, había provocado aquel delirio, aquella especie de locura colectiva, la gran conmoción, que abrirá uno de los más importantes capítulos en la historia de la tauromaquia.
En realidad, nada nuevo había ocurrido allí. Nada, que no conocieran, de sobra, los viejos aficionados. Algo de curso corriente cuando las corridas de toros eran la fiesta del arte y del valor y no esa repugnante pantomima de lidia que unos taurinos horteras tienen institucionalizada; cuando los toros embestían con la casta propia de su especie y no con la blandura ovejuna que les caracteriza en estos tiempos; cuando el toreo se practicaba variado y hondo, y no pegando derechazos hasta el hartazgo.
Nada nuevo ocurrió… Pero había quienes no habían visto jamás lo que es el toreo puro y, precisamente, eso fue lo que César Rincón reverdeció en el ruedo de Las Ventas. Las tandas de redondos a su primero toro, los pases de pecho de cabeza a rabo, los ayudados de añejo sabor, devolvieron a los aficionados más antiguos emociones vividas en su juventud y a los nuevos les llenaron de asombro.
Ahora bien, todo ello quedó empequeñecido al lado de la faena a su otro toro, un colorao muy serio de casta bronca, cuya peligrosa embestida empeoró en el transcurso de la desordenada brega que le dieron los peones. César Rincón brindó al público el toro, y todo el mundo advirtió que allí se iba a plantear una cuestión hegemónica: el toro, o el torero; o mandaba el torero –y con su triunfo, arrasaba el escalafón desatadores de arriba abajo- o mandaba el toro y entonces aquel duelo de poner podía acabar en tragedia.
Mandó el torero. Se dobló por bajo, llevó el toro el platillo, lo embarcó por redondos ligándolos con el de pecho, intercaló ayudados y pases de la firma, ensayó naturales de escalofrío. El toro tomaba los naturales tirándose con auténtica ferocidad, no se sabe si a la muletilla o al hombre, y en aquellos dramáticos trances habría ganado la partida de no ser porque César Rincón tomó bravamente el terreno que la fiera pretendía quitarle y desengañó su furia sometiéndola con trincherazos de una hondura impresionante. Se dice pronto… La faena fue intensa, emocionantísima, bajo un estruendo de olés profundos, ovaciones encendidas y gritos de “torero”.
A muchos, esta faena les supuso la revelación del toreo verdadero, y seguramente ya no querrán ver otro. Algunas figuras lo pudieron aprender también, de paso, mas se duda de que les vaya a servir, pues para torear así –dejarse ver en el cite, traerse el toro toreado, cargarle la suerte, ligar los pases entrando en su terreno-hace falta un conocimiento profundo de las suertes, una mente despejada, un templado corazón, un valor a prueba de bomba.
En cambio, para torear fuera de cacho, con el pico, perdiendo terreno y yéndose al rabo, tal cual hace la mayoría de las figuras cada tarde y Manzanares repitió ayer sin desdeñar ninguno de los alivios mencionados, no hacen falta tamaños esfuerzos. Tampoco hacen falta si sale un toro tan bueno que parece tonto, como el primero, al que Luguillano compuso una faena de filigrana y en algunos de sus pasajes hasta parecía que estaba pintando la tauromaquia al óleo. Luego, cuando hubo de medirse con otro toro que de tonto no tenía un pelo, no se atrevió a torear igual de bien, ni prácticamente de ninguna manera.
Por la Puerta de Madrid sacaron a César Rincón, y ya es la cuarta consecutiva. Por cuarta vez había conmovido el toreo desde sus cimientos, y el público, que le recibió ocn gran ovación en recuerdo de sus actuaciones anteriores, le despedía aclamándole hasta enronquecer. Luego, en la oscuridad de la explanada venteña, mientras unos se abrazaban felicitándose por la gran tarde de toros vivida, otros se ponían a torear, y aquel trincherazo sensacional con la izquierda que dibujó César Rincón en la cumbre de su primera faena, se lo pegaban al que pasara por allí, de cabeza a rabo. Y el que pasaba, lejos de encabritarse, daba las gracias. Es lo que tiene el toreo puro.
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