viernes, 30 de noviembre de 2007

El padre del torero/ Nochetriste

Reseña de la segunda tarde de la “Feria Jesús del Gran Poder” 2007

Por Nochetriste

El mundo de los toros vive de las pasiones. Lo que vemos quienes acudimos a los graderíos es solo a uno de los seres humanos que se están dejando los nervios en el ambiente, para lograr conjugar arte y sangre; valentía y sensibilidad.

Ayer, en el Festival Taurino que hacía las funciones de la segunda tarde de la feria “Jesús del Gran Poder”, me encontré sentado muy cerca del padre de uno de los actuantes. Por su rostro pasaron todas las emociones que le caben a un cuerpo humano: euforia, pánico, tranquilidad, lejanía, histeria, nerviosismo y tranquilidad; cariño, amor y odio.

Al verlo desconsolado y eufórico en un solo segundo y todo mezclado y todo a la vez, creí que al haber vivido un festejo taurino por decir lo menos aburrido; habría que hacer algún día una reseña de esas personas que sufren pero no enfrentan, que viven el mismo miedo que quien se pone delante de los pitones de los toros, pero no pueden sacárselo del cuerpo enfrentando a nadie, excepto a sus más feroces monstruos que en forma de elucubraciones paranoicas, ven el triunfo o el fracaso del ser querido horas antes de que el suceso se lleve acabo.

Este elegante hombre, de acento lejano, y voz cálida, estuvo como cualquier otro durante los cinco primeros animales de lidia ordinaria. Hacías comentarios, reía, se callaba, se molestaba con el recalcitrante sol y hasta salía al baño como la mayoría de espectadores que siguiendo los cánones de comportamiento social en circunstancias de este tipo, aprehenden del comportamiento ajeno y homogenizan las formas.

En el sexto de la tarde la erupción salió a tierra. El novel torero salió a lancear al viento antes que el animal salga al ruedo y su padre ya le coreaba los olés con los ojos acompañados de exquisitas formas de abrir y cerrar los labios; remedando la voz que- esperaba el padre- no tardaría en completar el cuadro pocos segundos después.

Ese debe haber sido el momento de más miedo del torero, quince mil almas pidiendo fiesta, y una sola enfrentando el temible desafío.

Salió el negro novillo. El torero lo recibió de rodillas. Tres grandes y estruendosos olés del padre, y un poco menos fervientes de los demás asistentes. El saludo fue bueno, el padre olía a triunfo. La madre, comentaba un momento antes, no venía porque su miedo era mayor a su posibilidad de guardar la cordura- me recordó que la madre de César Rincón murió quemada por las velas que encendió al rezar mientras toreaba su hijo-.

En la muleta el novillo fue menos, la plaza olió la querencia en la fiesta que le esperaba fuera y los esfuerzos, inteligentes y valerosos del torero, valieron menos que el cansancio del nítido y arrasador sol que nos había acompañado la tarde entera. La muerte se tomó su tiempo y con él, las posibilidades de triunfo. El torero esbozó una vuelta al ruedo, con la misma voluntad que hizo la faena y el padre, al verlo pasar se abstuvo de aplaudir, como llevándose la ovación dentro, aplaudiéndose a sí mismo, viendo a los ojos del hijo que llena su ilusión de futuro.

Me imagino que habrá llegado al hotel y no tomó un baño como el torero. Tampoco recibió las alabanzas de los que reconocían al novillero, ni habrá pensado en la siguiente tarde que enfrentará su torero en esta misma feria. Al menos por esa noche.

Al recostarse, debe haber agradecido al dios de turno. Ojalá, al menos debajo de las sábanas, haya animado su mano izquierda un natural, al que que sus labios corearon Olé. Y digo ojala, porque ese reconocimiento, habría sido el más merecido de todo el 29 de noviembre en la ciudad de Quito.

La obligación de vivir grandes vidas/ Esteban Ortiz Mena



PEQUEÑOS COMENTARIOS SOBRE EL SEGUNDO FESTEJO DE LA FERIA DE QUITO “JESÚS DEL GRAN PODER 2007”

Por Esteban Ortiz Mena

Luego del festival, en realidad no tenía ganas de hacer mucho. Me puse a leer una extraordinaria novela de Santiago Gamboa (quizás hoy por hoy uno de mis autores favoritos – parecería un comentario irrelevante, pero justifica el interés por un libro con el fin de encontrar un gusto a una tarde que se había enfriado-). Encontré en el libro algo que me llamó la atención: “Nadie tiene la obligación de vivir grandes vidas y dice que, en todas, hay uno o dos momentos que la justifican”. Esto escribía sobre sus persojanes (en realidad, sobre la vida); pero los novillos si tienen esa obligación.

Los toros son animales que se crían para trascender, para vivir y hacer vivir, sentir. Su bravura se rescata justamente para crear faenas, para descubrir la profundidad de un lance, el sentido de una vida.

Los toros sí tienen la obligación de vivir grandes vidas, aunque muchas veces no lo consigan, pero que por lo menos lo intenten. Para eso fueron criados. Pero hoy en el festival no quisieron. Ninguno. Salieron sin esa obligación tan singular de trascender que tiene el toro bravo. En fin, con resignación, hoy no fue la tarde de Trinidad.

Gamboa también menciona que hay “uno o dos momentos” que justifica toda vida; sobre todo de aquel que no quiso (por que no tiene la obligación de hacerlo) vivir una vida grande:¿cuál habrá sido ese momento para los novillos del festival? Sin duda, el honor de haber saltado al ruedo en la Plaza de Toros de Iñaquito. Y creo que nada más.

El festival no trascendió. Ni siquiera me acuerdo quien toreó. Me esfuerzo, hago memoria y nada. Vuelvo a pensar y creo recordar a un novillero. Si, el de la entrega. Claro, Álvaro Samper… el que salió con las ganas de querer vivir grandes vidas.

jueves, 29 de noviembre de 2007

La virtud de la perfección/ Esteban Ortiz Mena

PEQUEÑOS COMENTARIOS SOBRE LA PRIMERA CORRIDA DE LA FERIA DE QUITO “JESÚS DEL GRAN PODER 2007”

Por Esteban Ortiz Mena

Se llama Enrique Ponce. Y es torero, que a nadie le quepa duda… de los mejores.

Está con menos pelo cada día, seguramente reemplaza cabellera por sapiencia, la que demuestra cada vez que sale a una plaza. En el común de los mortales, tanto las canas como la calvicie son muestras de sabiduría y de paso del tiempo. Pero Ponce no las necesita.

Hoy en Quito no hizo más que torear, como torean los toreros cuajados, los toreros viejos. Qué sencillo suena, que difícil resulta.

Su toreo fue lento, despacio… “como planean las águilas seguras de sus presas. Despacio, virtud suprema del toreo. Despacio, como se apartan los toros en el campo. Despacio, como se doma un caballo. Despacio, como se besa y se quiere, como se canta y se bebe, como se reza y se ama. Despacio” (Álvaro Domecq y Diez)

Y perfecto. Porque así fue su faena al segundo… y al primero. La segunda, templada, larga, consintiendo al toro y dándole confianza. ¿Quién puede hacer de acariciar un arte?

La primera, meciendo en el capote acompasado como el péndulo de un reloj. Con ritmo lento y candencia: unas verónicas tan lentas que todavía siguen señalando su camino.

La sabiduría, vemos, no sólo se demuestra por las lecciones catedráticas que bien podría dar; sino acaso por el caminar pausado, el respirar tranquilo, los toques imperceptibles, el suspirar constante, el toro agradecido y las orejas fallidas. Tranquilamente tres.

Pero no paseo ninguna. Sin embargo, el mayor trofeo es el que nos llevamos en nuestro corazón y el que nos permite escribir estas líneas.

Los que cortaron orejas fueron El Juli y Albán. Una cada uno. Ya habrá tiempo de hablar de ellos. De momento… sólo Ponce.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Ponce y el valor de la lentitud/ Nochetriste


Reseña de la primera tarde de la Feria “Jesús del Gran Poder” 2007



Por Nochetriste

Si fuera toro pediría que quien me toree sea Enrique Ponce; si fuera torero lidiar toros de Domecq; si fuera público poder vivir la mayor cantidad de corridas de toros en cualquier plaza del mundo y si fuera aficionado ver a Morante bordar el toreo, una y otra vez, a un toro bravo de Santa Coloma en la plaza de toros de” las Ventas “de Madrid.

Ahora bien, como ni soy toro, ni pude ser torero; ni puedo entregarme la representación en mi sola persona de todo un público, ni creo poder llamarme aún- tras una vida de ver y sentir el torero- aficionado, mejor cuento al lector los detalles que nos dejó este soleado miércoles de noviembre la primera tarde de la feria taurina quiteña del 2007.

Ponce lanceo de capote a su primer toro - el mejor de la tarde por su clase, pero como el conjunto con toques de sosería y falta de bravura y transmisión- y toreo de muleta a su segundo, tan exquisitamente como esperaban todos quienes pagaron sus entradas la tarde de hoy. Estuvo perfecto.

Juli estuvo enrazado con un primero malo y poderoso con el segundo que se apagó pronto.

Albán, inteligente y claro con un mansito clasudo que hizo de tercero, suscitó las mayores emociones de la mayoría y estuvo muy pundonoroso en el sexto al que mató fenomenalmente. Esto le valió una oreja.

Como dije en el párrafo inicial, Ponce fue el matador de toros que todo animal quisiera tener al frente. Los entiende a todos, a todos les da la faena que necesitan. Parecería que con solo mirar al toro entabla una conversación que se alarga hasta que lo despide de este mundo.

Alguien decía hoy en la plaza de Iñaquito que parecería que este hombre tiene energías, extrañas a los ojos racionalistas que escriben esta reseña, que compatibilizan enseguida con los animales, que ni se despeina y que parecería que en todas las vidas que vivió ha ido perfeccionando el toreo.

De la tarde de hoy me quedo con él y el concepto que lo hace figura del torero. Este se divide en dos grandes áreas- estoy consciente de sonar repetitivo, pero si el torero estuvo así de reiterativo toda la tarde, nuestro homenaje es caer en su juego-:

La primera es su inteligencia. Todos los toros le caben en la cabeza y a todos les hace la faena que piden. Por eso parecería que todos en sus manos embisten.

La segunda, su despaciosidad. Todo lo que hace, lo hace despacio. Como torea, este hombre, debe lavarse los dientes, acostarse a dormir, molestarse con su esposa. Para poder torear y estar en la plaza de toros como está, su vida debe ser lo que en la de los comunes mortales es la cámara lenta.

Lo sublime del toreo se hace despacio, acaso igual que en la vida. No nos olvidemos del refrán que dice que las prisas son para los malos toreros, para los ladrones -.y lo que es más grave y difícilmente se cura- para los malos amantes.

Mañana sigue la feria. Hasta entonces.

CONOCER EL TORO/ Paco Aguado



Paco Aguado
6toros6 No. 682 de 24 de julio de 2007

Que nadie crea que estas líneas esconden la melancolía del añorante ni la cerrazón del fundamentalista. Hay experiencia suficiente como para tener por seguro que la técnica de los toreros de hoy es, por pura mejoría con el paso del tiempo y acumulación de saberes, bastante más concreta que la que mostraban sus compañeros de hace décadas, ya incluso desde que salen de las escuelas taurinas.

Por tanto, nostalgia, ninguna; tampoco incomprensión. Pero sí que, a tenor de lo que se ve ahora en los ruedos, late cierta preocupación ante un fenómeno que se repite con más frecuencia de la deseable: una mayor estandarización, un cierto mimetismo técnico por parte de los toreros jóvenes, derivado a su vez de la falta de reflexión y análisis, no tanto de los propios protagonistas sino de sus consejeros y preparadores.

Esa estandarización técnica, que limita los recursos y la flexibilidad de opciones estéticas y de fondo, puede que se derive también de la estandarización de las embestidas, del comportamiento prácticamente parejo de una cabaña de bravo demasiado homogénea, con un mayoritario dominio del encaste parladeño.

No hablamos de este tonto tópico del “monoencaste” del que se quejan los aficionados “toristas”, entre otras cosas porque dentro de la extendida estirpe Domecq hay ya tantas diferencias como ganaderos propietarios. No es de eso de lo que hablamos, sino de un comportamiento muy similar dentro de los distintos grados de raza y bravura de una sangre que ofrece unos resultados medios de muchas “garantías” –de ahí su implantación- pero con matices muy semejantes. Hablamos de que esa mayoría de “parladés” que se juegan en las plazas del mundo hace que a los toreros les baste un suficiente conocimiento de sus particularidades para afrontar con éxito su lidia, sean cuales sean las dificultades que planteen.

Pero la cuestión es que, al margen de “atanasios” y “domecqs”, son cada vez más difíciles de ver en las plazas animales de otras sangres, con sus diferentes peculiaridades y comportamientos. Y cuando sale alguno de estos ejemplares se hace más patente, por falta de costumbre y análisis, esa monotonía técnica a la que nos referimos, muy adelantada para el toro mayoritario pero no siempre válida para el minoritario.

En este sentido, hablábamos hace una semanas del toro “parado” de Núñez, pero también habría que hacerlo, entre otros, del trotón o andarín de Saltillo y Santa Coloma, contra el que tan mal lo pasan los toreros inexpertos, desconocedores de los resortes que ayudan a aprovechar al ejemplar bueno de esta sangre a andar con menos apuros con el con el malo. Si cada uno de estos encastes tiene una embestida distinta, distinta debe ser también la técnica empleada para torearlos.

Hasta hace no tanto, conceptos como estos eran de uso común entre profesionales, probablemente porque había más costumbre de variar de encastes a lo largo de las corridas de cada temporada. Cualquier torero que se preciara de tal, por no hablar de un gran especialista como Paco Camino, sabía que la forma de cuajar un “santacoloma” era llevarlo en línea recta, sin forzar las embestidas hacia adentro, después de haberlo citado con espacio por delante, sin encimarse, y siempre con la muleta en la cara. Y que la faena, buena o mala, debía ser necesariamente corta antes de que, pasado de pases, el animal empezara a gazapera y a salirse con al cara por arriba.

Saber torear

El aprendizaje de entonces consistía en conocer las peculiaridades de cada sangre y aplicar en el ruedo la estrategia adecuada de manera casi automática. Por eso no fue extraña, ni arrogante, la respuesta que dio Manzanares padre cuando, de camino a una gira mexicana, le preguntaron si no se iba con tiempo para adaptarse a la embestida del toro de aquellas tierras: “¿Adaptarme, a qué? No me hace falta, yo sé torear”.

Saber torear, efectivamente, es conocer esos matices, saber jugar con los terrenos, las alturas, las distancias, los toques… Y conocer al toro, diferenciar sus hechuras, distinguir su origen aunque no se sepa el hierro ni el nombre de la ganadería. Y a simple vista, desde la tapia de un corral, por ejemplo, fijarse en su físico, en sus pitones, en su pelo… y en tantos otros detalles que lo delatan. Como por ejemplo, a ese raro sobrero de Peralta que se lidió en Pamplona y que puso a muchos a cavilar sin que ninguno diera con la tecla: que si no era “murube”, que si parecía “nuñez”, que si tal o que si cual.

Pero bastaba con fijarse en ciertas claves físicas y síquicas para saber a ciencia cierta que aquel toro era puro “Contreras”, un “murube” con gotas de Saltillo, producto de un cruce peculiar, el provocado por aquel becerro que compró un peón caminero de Badajoz y que llegó a ser semental de ganadería. Los vaqueros que hacían la cañada no pudieron hacerse cargo del recién nacido, apremiados por llegar a tiempo a Zamora con la ganadería de Albaserrada que acababa de comprar José Bueno. No es una historia secreta, sino que la contaba hace tiempo, como muchas otras, un vijo y sabio banderillero que conocía al toro porque amaba su oficio.

domingo, 25 de noviembre de 2007

'Cantar' el toreo/ Felipe Aceves



Felipe Aceves , México
Burladerodos.com
Octubre 24, 2007

Como toda afirmación sabia, a mi cabeza le costó un buen esfuerzo digerir dicha sentencia. Nada más cierto. Basta leer la mayoría de las reseñas de los festejos para comprobarlo. Son… como esas faenas de pases y pases; pero en sustancia, "ná de ná".

Así como el toreo, el de verdad, es para los buenos toreros un ejercicio espiritual, asistir a un festejo, cualquiera que sea su tipo, es una experiencia emocional intensa para el buen aficionado . Variable, variada, impredecible.

Reseña 1: "...en su primero, seis intentos con aviso y silencio en su segundo".

¿No suena como un marcador deportivo mal hecho?

Reseña 2: Transcribo un fragmento de una crónica de Joaquín Vidal, por tenerla a la mano, y lo aclaro porque en México tenemos algunas plumas de privilegio. Nota aparecida en El País, de Madrid, en 1981, refiriéndose a una faena de Curro Romero: "En Madrid, los relojes no marcan la hora. Se han parado a las 8 y media de un miércoles de lluvia que pasará a la historia(…) aquí, a esa hora de ese día, en la barriada de Las Ventas del Espíritu Santo, Curro Romero volvió a inventar el toreo(…) el acero pinchaba de cualquier forma al toro, sonó un aviso, pero ni el propio torero podía desgarrar con sus horrendos mandobles la tauromaquia que había vuelto a inventar".

¿Qué le parece? Bien puede “sentir” quien lea tal escrito. "¡Coño! A ese hay que verlo".

¡Esta es la consecuencia de lo que afirma De Labra! A quién le importan un bledo el de seis intentos y un aviso. No pienso que el del “marcador” ame la fiesta.

Es como si usted desea meter en su canasta a la gentil mujercita de sus sueños. No le ofrece, dieciocho besos y tres suspiros ¡no!, porque seguro le respondería, "hola y adiós". No, usted le dice lo que siente, si es que lo siente, le habla con palabras tiernas, si conoce tales vocablos; le construye un palacio con frases, si sabe edificar, y si no, pues, sólo podrá ofrecerle… 18 besos y 3 suspiros.

Se lo dejo de tarea.

jueves, 22 de noviembre de 2007

El capote del árbol del amor/ Antonio Burgos




Por Antonio Burgos

Las cercas de pizarra, las encinas, los jarales callados con breves flores blancas... Estaba la mañana hermosa el otro día abriendo en los cerrados donde pastan los toros herrados con la uve que fuera de Veragua. Los vaqueros ya vienen, entre voces, arropando cencerros de cabestros ocho toros que son para Sevilla. "Lo Alvaro" se llama este prodigio de silencio tan hondo, frío del norte, pellizas y gorrillas tan toreras, con una silueta que en su plata va rezando a la Virgen del Rocío. Esquilones ya suenan a lo lejos, detrás de las encinas, por medio de la jara y la chumbarba, donde el tomillo huele y el romero azulea con flores como espejo de este cielo de sierra sevillana.

Entre jaras y encinas, ya vienen esos toros de Sevilla. La talanquera le da como un abrazo o quizás un adiós de despedida. Entre ellos va uno negro. Fue el que herraron con un 5 un día ya le lejano, y en sus lomos le pusieron dos veces siete, número de cábala. Los libros de la casa registraron su nombre: "Parlanchín". Y viene ahora, ya callada la voz de los vaqueros, el mayoral abriendo laberintos en forma de corrales que se cierran, de cabestros que vuelven al silencio. Los pájaros que cantan certifican que el tiempo ya no existe cuando ahora a "Parlanchín" lo suben del chiquero a un camión y una puerta echa su suerte.

He recordado ahora la mañana de jara y de silencios entre pájaros, cuando embarcaban toros en casa de Juan Pedro. En esta tarde histórica que acaba, o mejor, cuando empieza la leyenda, he recordado cerca de este río, en esta plaza abierta de Sevilla, las jaras y el silencio de "Lo Alvaro", la voz de los vaqueros, las pezuñas de "Parlanchín" subiendo hacia su encierro. Y he sabido que el toro lo sabía. Que los pájaros cuentan en "Lo Alvaro", historia a los toros, como nanas. A "Parlanchín" acaso le dijeron: "Cuando abra la jara y el romero refleje con sus flores el celaje, te llevarán un día hasta Sevilla. Verás que allí se abre, poderoso, un capote tan breve como un cante, de rosada color, como las flores del árbol del amor, que ha florecido en el Parque y en el alma sin tiempo de ese hombre que te recibirá solemnemente, sacerdote de un rito renovado, vencedor de reloj y de la vida, que acaba de empezar como quien dice, pues sabrás "Parlanchín" que en su capote, tan pálido, tan rosa, tan suave, las flores del amor son las que lleva. Lo demás, ya no importa. En tu embestida la historia escribirás, serás el toro con el que Curro hizo aquella tarde que el reloj se parara y que hasta el tiempo se detuviera sólo para verlo como ahora te mete la muleta, igual que te ha mecido despacito, siempre despacio, templa tu embestida, que sabrás "Parlanchín" que te torea Sevilla misma con vestido verde. Cumplirá, "Parlanchín", los viejos ritos, del arte, del compás, de la candencia, del aroma que tiene toreando. Igual que en el capote rosa pálido has recordado el monte y el romero, en la muleta sigues el recuerdo del silencio del campo entre las jaras. De lo demás, ay, toro, no te digo. Alcanzarás la gloria de Sevilla. Con la voz del tomillo dice el campo que te ve galopar con los vaqueros: Tus orejas, ay, toro de Juan Pedro, están ya florecidas de romero cuando el silencio lento de la jara echa la suerte en forma de capote."

Eso cuentan los pájaros del campo. En Sevilla esta tarde dice el Parque que el árbol del amor ha florecido en el breve capote de Romero. Aún están los vencejos contemplando la verónica más lenta y duradera del vencedor del tiempo. Enamorado.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Camarón y Manzanares: los encuentros de la grandeza/ Nochetriste



Por Nochetriste
http://nochetristenochetriste.blogspot.com

Encontré en un archivo cibernético una foto en la que sentados, esperaban por mi emoción, José María Manzanares y José Monge “El Camarón de la Isla”.
El primero debe ser uno de los tres toreros que más emoción me han provocado con el arte que derramaba en la plaza de toros y el segundo quien, a mi modesto y casi iletrado criterio, llevó el flamenco a sus mayores alcances.
Pero la foto no merece ser comentada por el cante, o el toreo que derrama. De la imagen me sorprende que en un mundo desarrapado como el que vivimos, la grandeza, el arte, la sensibilidad y el sublime pensamiento terminen por juntarse.

No existen imágenes que cuenten los encuentros de Tomás Moro y Erasmo de Rótterdam, íntimos amigos, y feroces oponentes en los canales de pensamiento que construyeron en su época. De “Utopía” de Moro a “Elogio a la Locura” de Rótterdam, hay un mundo de distancia, a pesar, tanto de la importancia de ambas obras para el devenir histórico de nuestra historia occidental, como de que en el segundo libro citado la dedicatoria verse a favor del autor del primero.
Tampoco conozco fotografías del amor entre Martín Heidegger y Hanna Arendt, ¿Será acaso porque el primero permitió que su importancia filosófica solape el vergonzoso episodio nazista que persiguió a Arendt, una de las más grandes teóricas de la democracia que hoy conocemos?

De lo que sí nos queda registro, al menos escrito, es del viaje de Julio Cortazar y Carlos Fuentes a casa de Milan Kundera a propósito de “la primavera de Praga”. En una de las obras más deliciosas del autor mexicano, llamada “los 68”, uno de los tres episodios relatados por el autor recrea ese viaje permitiéndonos a los lectores adentrarnos en acaso tres de las mentes literarias, y porqué no políticas, más lúcidas de la segunda mitad de siglo XX.

A José María Manzanares y José Monge “ El Camarón de la Isla” no los conoce el mundo, como seguramente sí a Tomás Moro, Hanna Arendt, Julio Cortazar o Milan Kundera. Yo, que pertenezco a ese mismo mundo, en el que pocas veces me reconozco, tengo la suerte de no conocer su personalidad, ni los excesos mundanos que dice la gente unía fraternalmente al torero y al cantaor. Lo que yo siento al ver sus rostros en la imagen es el gemido del cante hondo de Manzanares en cada una de las medias que ha dibujado en el tiempo, y la profundidad, clase y compás de Camarón en el paso evolutivo que marcó en el Cante Flamenco- acaso lo heredó de su voluntad de ser torero en la infancia-.
Lo que pido para mi siguiente vida, es ser uno de esos fantasmas, que dicen vivir entre nosotros sin que los podamos ver, para así buscarme un lugar en uno de los tentaderos de becerras que dicen juntaban a un Camarón toreando y un Manzanares cantando, o al menos el fotógrafo que debe haber compartido con ellos momentos que envidio y no sanamente

domingo, 18 de noviembre de 2007

LOS MARTILLAZOS DEL CAMARLENGO/ Esteban Ortiz Mena



Por Esteban Ortiz Mena

Todavía el Vaticano tiene un mecanismo milenario para comprobar la muerte del papa de turno: el cardenal camarlengo para certificar la defunción reza delante del supuesto cadáver y golpea en la frente con un martillo de plata al tiempo que le pregunta ¿estás muerto? A la tercera vez (y suponiendo que no haya habido respuesta, o que esta haya sido afirmativa) de repetir su nombre y preguntarle si efectivamente ha muerto (¿no sería mejor preguntarle si está vivo?), el camarlengo certifica que el pontífice ha fallecido. Una vez comprobado el deceso, rompe el anillo y encinta la habitación donde se encuentra el ex papa. Así la cosa.

En un mundo lleno de tradiciones, de mecanismos que no han sucumbido a la modernidad, supongo que esta forma de corroborar la muerte del prelado se lo hace a falta de aparatos que puedan medir las pulsaciones cardíacas. Sin bien este aparato es un invento relativamente moderno; había que determinar el fallecimiento de alguien tan importante utilizando algún mecanismo infalible. Me imagino que muchos papas luego del segundo martillazo en el cráneo se habrán despertado, salvándose de la presunción de mortalidad de la que gozaban.

Así los ritos, en los toros existen delitos como el afeitado y despuntado. Si bien en los últimos años no se ha reportado casos de que esto haya sucedido en Quito, podría pasar.

El procedimiento para analizar las astas sospechosas es bastante sencillo: los pitones que generan dudas, por orden del Presidente de Plaza, son cortados, encintados (¡cómo la habitación del pontífice!), puestos en cajones de madera y enviados a una facultad de veterinaria para los estudios correspondientes. Los cajones que contienen los pitones se abren en audiencia pública con el fin de comprobar por las personas presentes que efectivamente son los mismos y se pasan a análisis microscópico para determinar si las sospechas de “afeitado” son ciertas o falsas.

Así como es tan importante ratificar con martillazos en la cabeza si el vicediós está muerto, este año, de las astas que se envíen a la Facultad de Veterinaria de la Universidad Central del Ecuador, se escogerá de manera aleatoria un determinado porcentaje con el fin de remitir a una Facultad de Veterinaria de alguna universidad española para verificar efectivamente un resultado: positivo o negativo.

Esto, como es lógico, es una revisión por partida doble: la certeza de que existen resultados negativos (que esperamos sean en todos los casos); como para determinar que existió manipulación. Esto dará tranquilidad a los ganaderos al saber que existe un mecanismo que demostrará que efectivamente no se afeitan los pitones de sus toros y así dar respuesta a todos los rumores que se hacen en contra de este gremio. A su vez, los aficionados comprobaremos científicamente la realidad sobre este tipo de prácticas, que presumimos nunca ocurren en una plaza de toros. Pero es mejor comprobarlo.

¡Qué decisión tan importante! La Autoridad taurina local ha acertado, así como la puntería del camarlengo para dar en plena frente. Este procedimiento ayudará a que el análisis sea mucho más aproximado y sus resultados corroborados con el fin de no dar paso a la duda. Esta decisión también cuenta con el aval de la Autoridad Taurina Municipal del D.M. de Quito; así como con el presupuesto aprobado para costear la comprobación que se efectúe.

Si con la muerte de un sujeto se debe ser determinante; con un fraude, cuando existe, se debe ser implacable… y si en el Vaticano se utiliza un mecanismo de comprobación cruzada (sobre todo por el dogma y la infalibilidad del papa –hasta con la muerte-), no se diga en el mundo del toro, donde no somos infalibles y hasta dudamos de nuestra propia sombra.

viernes, 16 de noviembre de 2007

LOS TROFEOS/ Antonio Caballero



Por Antonio Caballero
Revista 6toros6 No. 681

La fiesta de los toros es en primer lugar un sacrificio, como todos sabemos. Pero se nos olvida. Olvidamos que el toro es la víctima propiciatoria que va a ser inmolada, y sólo le prestamos atención a la bravura o mansedumbre de su comportamiento; a su juego. En el torero no vemos al sacrificador, sino al artista; y lo juzgamos por su valor o por su técnica en vez de mirarlo a la luz de su primigenia función sacerdotal. Ya sea por el deslumbramiento siempre renovado del espectáculo o, al revés por el encallamiento de la costumbre, ignoramos el sentido fundamental de lo que estamos presenciando, que es el sacrificial. Nos distraen los detalles. La forma nos oculta el fondo. Y así pasamos inadvertidamente a otro plano: empezamos a ver fondo en la forma. Refinamiento que, probablemente, es lo propio de la civilización.

Lo mismo ha sucedido, por supuesto, con otros sacrificios, reales o representados.

Hace algunos años un diario de Madrid publicaba una página dominical dedicada a dar cuenta de las misas oficiadas en las distintas parroquias de la ciudad que parecía calcada de su sección taurina: sin referirse nunca al significado del asunto tratado -el sacrificio de la Eucaristía- hacía la crónica detallada de todo lo que lo rodeaba: la agilidad de los monaguillos, la elocuencia del cura en el sermón, la presentación de los instrumentos y de los ornamentos: las vinajeras, las casullas, los candelabros del altar. Los aspectos formales del ritual sustituían su sustancia. Sin duda a los antiguos aztecas les pasaba lo mismo con respecto a los sacrificios humanos que tanto espantaron a los rudos soldados de Cortés y les recordaron, por su hedor, los mataderos de Castilla. Para ellos lo notable, lo digno de mención, no era el arrancamiento de los corazones palpitantes, sino el tañido de los instrumentos musicales, el color de las plumas, la imponencia de las escalinatas de las pirámides sagradas. Lo superfluo.

Sin embargo, en las plazas de toros hay un momento en el que se nos recuerda que nos encontramos en presencia de un sacrificio. El de la entrega y la exhibición de los trofeos.

En otras fiestas, en otras artes, en otras disciplinas, también se dan premios. Los triunfadores reciben -por lo general de manos de una bella señorita, aunque puede ser igualmente de las de algún funcionario deportivo o un ujier académico-, qué sé yo: una flor natural, una corona de laurel, una copa de plata o una medalla de oro, o un certificado caligrafiado en letra de estilo. En los toros no. En los toros el matador es galardonado con un pedazo de su víctima. Una oreja (o dos, a lo mejor el rabo). La pasea ante el público y, mediada la vuelta al redondel, la arroja hacia el tendido con gesto alegre de atleta en el estadio. Un niño salta de dicha para atraparla en el aire.

Cuando llega a su casa, después de la corrida, su madre le encuentra en el bolsillo el despojo ensangrentado, da un respingo de repugnancia, y le obliga a tirarlo a la basura.

El niño es un aficionado. La madre, una antitaurina.

Por eso no podremos convencer nunca a los antitaurinos explicándoles el arte o la fiesta de los toros, porque lo que rechazan de ellos es lo fundamental: el sacrificio.
Encuentran repulsivo el hecho mismo del sacrificio, sin ver más allá, sin querer ver lo que el sacrificio representa. No ven lo simbólico, sino lo inmediato y crudamente real.

El aficionado -el niño de que hablo- ve en la oreja un trofeo: para citar el diccionario, "un objeto usado por el enemigo en la guerra, del que se apodera el vencedor". El antitaurino -la madre del niño- encuentra una piltrafa de casquería, peluda y pegajosa, sucia de sangre coagulada y de arena negruzca en sus anfractuosidades cartilaginosas y blanquecinas. En una palabra: ve en el trofeo una oreja.

Y, claro, le da asco.

martes, 13 de noviembre de 2007

LA EXCEPCIÓN CULTURAL/ Andrés Sánchez Magro


Por Andrés Sánchez Magro
(Magistrado)
6toros6/No. 571/7 de junio de 2005

Épocas blandas las que vivimos. Donde todo se tipifica en el Código Penal, desde el “mobbing” al “bullying”. Tiempo en el que la denominada sociedad civil se alarma cuando unos pandilleros agraden a un chico en una plaza pública, y el entretenimiento se programa en salas de estar bostezantes y con el único picante de la indiscreción pactada del feriante del corazón de turno. Tal vez por influjo anglosajón, el culto al individuo es sólo de tipo aislacionista y, paradójicamente colectivista; todos vestimos igual, comemos los mismos helados, y pautamos las relaciones personales, legando al extremo de cobijar la diferencia en fórmulas legales y uniformes. Libres para que nadie nos roce, sumisos para hundir la singularidad en la masa. Quizá por ello, los toros son hoy la genuina excepción cultural. Un roto intenso en el tapiz de la incierta vida de un siglo por descifrar.

Curiosamente, son los franceses los que han acuñado el término excepción cultural para proteger el cine europeo frente a los imperios de las distribuidoras americanas. Los herederos de la cultura cosmopolita, elitista, de salón, quienes entendieron las manifestaciones culturales con un signo de distinción, de modo distinto al sólido y también agonístico espíritu de la llamada formación cultural de los germanos, ajenos a la diversión y a lo cortés. Los toros son todo eso y algo más. Encierran la expresión de un profundo código que rompe con lo amable y lo banal. Que choca con la planificada expresión de un divertimento. Son rito y metáfora de una relación distinta frente a la naturaleza y entre las personas. Así, están llamados a su ostracismo en la unidimensionalidad Cataluña que han gestado los políticos del Parlament. ¿Cómo vivir de modo clandestino la Tauromaquia sin ambiente, ni bares, ni el lenguaje de la Fiesta metido en el pecho de la gente? ¿Cómo quitar las capas del rito si se acerca uno con mirada calculadora y leve? Los toros son pasión y muchas veces error. Del entendimiento, siempre gozoso. De los sentidos, exaltados, ilusionados y siempre expectantes. Por lo general, tras un literario fracaso. El de la vida intensa.

Uno de los popes de la antropología simbólica, Clifford Geertz, al analizar una pelea de gallos en Bali, afirmaba que los ritos deben ser examinados, yo añado vividos, como un texto literario. En el sentido de desnudar sus interpretaciones, de desmontar su andamiaje para vivir en su plenitud de hecho. Cuántas interpretaciones no pueden darse de un intrascendente episodio como es una corrida de toros, por cutre que parezca. Cómo volver la espalda a un momento lleno de simbología humana y por ello cultural. Cómo no defender ante tanta mediocridad moral y estética un trasunto de relaciones personales que propicien el hecho taurino. Los toros merecen una lectura cultural, una protección como acontecimiento singular, y hermoso. Como acicate de otra sociedad más pausada, más apasionada, más inconfundible y regeneradora. La expresión de un ritual que desfonda, que libera, que en sí lleva propuesta la catarsis, del modo que Morante en Aranjuez hacía rugir voces rotas y solitarias cuando buscaba, mano baja, los infiernos de su personalidad y la de todos nosotros.

Por todo ello, la línea divisoria de lo normal y lo distinto, de lo políticamente correcto o lo patológico, se traza por los guardianes de la catalanidad, de la judicialización de la vida, de los apóstoles de lo que es la adecuación al orden, real o ficticio. Foucault mejor que nadie atisbó que por este sendero se acaba en represión, en programación social, y en la supresión de la individualidad. En pleno centenario quijotesco, reivindicamos la locura, la bendita locura de los raros, de los otros, de los toreros, de los que buscamos un sueño que nadie nos puede acabar de contar. Los que nos apegamos a la excepción cultural, que es, y nunca podrá dejar de ser, el toreo. Aunque haya plazas portátiles, ponedores de grumosos, aunque salga de tarde en tarde un torero de cartel, o deshojemos la margarita sobre el penúltimo Mesías de este tinglado. Si hay que ser excepcionales, seámoslo.

A su vez, y tal vez por influjo de escribidores de toros siempre a la contra, de la nadería interesada de la mayoría de los medios de comunicación, se ha afincado la especie de que los aficionados somos una mezcla de juncales y monipodios. De castizos vagabundos y soñadores de la nada. De rumbosos y culteranos, citados con la suerte y el misterio. Pues bien: a lo mejor por todo ello, en este contexto de estar y pasar, yo me declaro taurino.

domingo, 11 de noviembre de 2007

La belleza de Manzanares/ Nochetriste

Por Nochetriste

Hace un par de años, cuando nos deleitó con un faetón en una inolvidable noche en la Plaza Belmonte vi entrar a José María Manzanares hijo en la Plaza de Toros Quito, con sombrero de paja en forma de cowboy y gafas a lo Tom Cruise en Top Gun.

En mi enorme respeto por los homosexuales, muchas veces he repetido que no tengo la suerte de que me gusten los hombres, pues acaso si así fuera las posibilidades serían dobles y no limitadas como es mi caso y el de muchas personas en el mundo. Pero ese día, al verlo pasar, en cualquier facha menos en la tradicional de un torero, regresé la vista y pensé que si era capaz de torear tan bellamente como lucía físicamente ese día, sería uno de mis toreros dentro de la plaza.

Hoy, cuando vi en un portal taurino que es una de las imágenes de Vogue Internacional, recordé el día de la Plaza Quito, pero sobretodo recordé este abril cuando tuve la suerte de verlo salir a hombros en la Maestranza de Sevilla tras una faena de la que no podré olvidarme. Sin duda la belleza atrae más belleza y el toreo es uno de los espacios que desafía la tradicional y curuchupa visión del hombre y su masculinidad, pues enfundado en un traje de luces y haciendo alardes de hermosura femenina se pasea por la plaza alardeando entre aplausos una estética que el mundo en el que vivimos censura.

Acaso la próxima vez, cuando lo vean lanceando tan profundamente como su padre o toreando por naturales como lo hacía Ordóñez -que es a quien se me parece cuando torea con la muleta-, los hombres que atiendan a una de sus momentos de memorable calidad puedan tomarse la licencia de admirar hermosura en otro de su mismo género y sea el toreo una puerta para que este mundo sea más tolerable con una minoría que sigue siendo discriminada por el solo hecho de tener gustos distintos.










jueves, 8 de noviembre de 2007

SE TRATA DE SUMAR/ Paco Aguado

Por Paco Aguado
Revista 6toros6 No. 681

De sumar, que no de restar. De eso se trata. La Fiesta necesita que todos arrimemos el hombro para defenderla y difundirla, para contrarrestar las crecientes corrientes de opinión en su contra, para que la gente la conozca mínimamente y pueda contrastar la realidad con los tópicos, absurdos y generalmente falsos argumentos que esgrimen los antitaurinos y que tanto se están extendiendo entre una juventud que no para que nada cambie, para seguir viviendo de las la entiende porque nadie se la ha explicado bien.

En ese empeño los distintos estamentos de la Fiesta, incluidos aficionados y periodistas, deberíamos estar unidos, formar un bloque coherente y rocoso, sin fisuras. Sólo así la defensa de este espectáculo genial puede tener éxito y lograr el objetivo de asegurar su permanencia en este tercer milenio, en contraste con la falsa modernidad del neocapitalismo y lo políticamente correcto.

Pero, como casi siempre, el verdadero enemigo está dentro, representado por el interés personal y particular de unos pocos. Esa caspa interior que más desde décadas venimos arrastrando, esa defensa del negocio privado, que no de la Fiesta de todos, en que se empeñan algunos reaccionarios es la que evidencias se abren paso. Por eso se acabaron las más puede lastrar e impedir los avances que desde entradas de Ávila el mismo día de ponerse a la hace tiempo necesitamos en ese camino.

Muy sintomático es el caso de la famosa y, para algunos polémica, corrida de Ávila, a la que se bombardea desde distintos frentes, con francotiradores que, teléfono en mano, han intentado encizañando a los protagonistas, desprestigiando a los organizadores y emponzoñando el ambiente del que es, pese a todo, uno de los grandes acontecimientos de la temporada. Y, claro, siempre cultural que mata, sin dar la cara. Porque alguno de ellos no la ha dado ni para hacerse el carné de identidad.

Fíjense en la mezquina paradoja que significa el hecho de que se intente reventar una corrida para la que en su día, se pusieron de acuerdo en torear las tres máximas figuras del toreo actual, de manera desinteresada -de otra forma, o sea, cobrando, no habría empresario que se atreviera a juntarlos en un cartel- en pro de la Defensa de la Fiesta.

Es decir, que tres torerazos se dan la mano para sumar a favor de todos, mientras que unos pocos se ponen de acuerdo, por razones bastardas y por inquinas personales, para restar en beneficio de unos pocos. Es triste, pero es la cruda realidad, la mezquina trastienda de un espectáculo cargado de valores, de hombría y de verdad, pero también envenenado por la mentira, la cobardía y la avaricia de quienes no lo aman sino que lo consideran sólo un instrumento para medrar o robar.

Algún día habrá que hablar más claro y empezar a desenmascarar a todos estos personajes y personajillos que buscan la desunión y el río revuelto para que nada cambie, para seguir viviendo de las migajas de los grandes "popes" del negocio, aun a riesgo de que el espectáculo se vaya al garete y acabe sucumbiendo a los ataques externos. Sin saberlo, estúpidamente, son los "quintacolumnistas" del antitaurinismo, como aquellos que hicieron la labor de zapa en las calles del Madrid sitiado por las tropas de Franco.

Control de poder

Pero, por suerte, en el colectivo de la Fiesta hay más cal que arena, más y mejores intenciones que malas tripas e ideas negras. Y, pese a la maledicencia interesada, pese a las estrategias torticeras, las evidencias se abren paso. Por eso se acabaron las entradas de Ávila el mismo día de ponerse a la venta. Por eso la ciudad de la Santa, como Barcelona el 17 de jumo, será una fiesta ese fin de semana. Y por eso se van a lograr los objetivos marcados por quienes se han implicado sincera y sanamente en el empeño. Va siendo hora de que los toreros se comprometan con su profesión, de que, como harán José Tomás y El JuIi -que aporta también el esfuerzo de su Fundación-, le devuelvan a la Fiesta parte de lo que ésta les ha dado, eso sí, a cambio de sus miedos y de su sangre.

Es hora de sumar, de que todos los que vivimos ¡no sólo de ese espectáculo sino también para él revirtamos en la Fiesta nuestra cuota personal para asegurar su futuro, para mantener sano el legado cultural que heredarán las próximas generaciones y del que han de sentirse orgullosos. No se trata de echar a los mercaderes del templo, sino de impedir que sigan abortando cualquier movimiento de progreso con ese control permanente que sólo busca la defensa de sus intereses económicos y para el que cuentan con fieles "sicarios" en la sombra o en algunas tribunas de prensa. Alguno de ellos servil y cínico ha hecho el ridículo intentando cargarse el acontecimiento de de Ávila. Y lo malo es que, siguiendo su consejo, también lo han hecho algunos más que le han escuchado. ¡Qué papelón el suyo!

miércoles, 7 de noviembre de 2007

LEY SECA EN LOS TOROS/ José María Pemán

POR JOSÉ MARÍA PEMÁN

ABC. Madrid, 20 de Septiembre de 1968

Como soy lector muy distraído, escaso de tiempo, de la Prensa diaria, sé que le han dado un botellazo a alguien, pero no sé bien si fue a un torero o a un futbolista. Aunque no se agotan ahí las posibilidades. Que bien puede ser que la botella agrediese a un fotógrafo, disparada por manos femeninas o internacionales de actriz, o incluso a un cura que predicase su sermón con doctrina o palabras no gratas al devoto agresor. Pero la expeditiva reacción gubernativa ha operado sobre la parte material y física del proceso; ha actuado como la política hace en sus omisiones de desarme; ha prohibido la venta de botellas; ha proclamado en los toros "la ley seca”. En vez de operar sobre la parte moral, educando al espectador artillero.

Probablemente el Estado ha hecho bien en no basar la corrección de la lamentable posibilidad contando con la enmienda y templanza del ciudadano taurófilo. Lo demuestra el contenido de las críticas hechas a la disposición gubernativa. Alguien ha habido que, con la mayor impavidez, apoya su propuesta en los dos fines similares de las botellas en los tendidos: refrescar y protestar. Así propone que el líquido se vierta en vasos de papel o de plástico que puedan luego ser arrojados a la cabeza del torero o el jugador sin detrimento de su integridad física. De este modo la botella no sale nunca de las manos pacíficas y neutrales del vendedor, pues todo se basa en la estremecedora seguridad de que si el cliente tiene en su mano la botella, el cliente acaba por tirarla.

A partir del "despotismo ilustrado", que metió en perfil y reglamento, en el siglo XVIII, una cierta barbarie ancestral, el tema de los toros se ha desarrollado siempre en una línea coactiva y autoritaria.

Primero, todo el poder residía en el público, agresivo y sonoro: era la democracia inorgánica. Luego, en el presidente: dictadura, presidencialismo. Ahora ha pasado a quien realmente sabe más y está más cerca del toro: o sea, al torero. Éste se quita un segundo la montera y el presidente le complace y cambia el tercio. Es la tecnocracia. Ello hace ver lo atrasado que está constitucionalmente el estadio con respecto a la plaza. Todavía el capitán de un equipo no puede hacer una seña al árbitro y lograr así que éste pite un "saque de esquina".

Pero la disposición "seca" no ha continuado esta línea de mimo y atención al matador. Siguiendo esa línea se le debería conceder el derecho de que, quitándose la montera, pidiera al presidente la expulsión del espectador en predisposición de botellazo. O incluso cabría que se le concediera al torero licencia para devolver el disparo. Un amable gesto de destocación basta al torero para librar al toro de un par de puyazos o de banderillas. Debía bastar para que el torero se librara a sí mismo de un botellazo. Pero en esto todo ha marchado en contra de la línea de apertura y libertad. No es ese el estilo del Supremo Hacedor, que corta siempre el mal, en sus mandamientos y leyes, por la zona del desenlace, no de las premisas... Prohíbe liarse con una señora, pero no prohíbe que haya señoras que salgan a la calle, que se las salude, que tengan teléfono; es decir, todo ese dispositivo que facilita los líos de las señoras y caballeros. El pecado ha de ser reprimido por la conciencia, no imposibilitado por la ley. El botellazo ha sido más reprimido que el adulterio. Se quita físicamente la botella. Figúrese el lector lo castos y decentes que serían todos los hombres si les quitaran todas las mujeres.

Pero este botellazo sonoro y publicitario, disparado sobre un torero, ha tenido el valor de aviso y revelación que tiene la invasión soviética en Checoslovaquia. El que tiene una botella acaba tirándola, como el que hace maniobra con sus tanques junto a la frontera del vecino acaba metiéndose en ella. El botellazo ha tenido ese valor de descaro y "quita disimulos". Ha sido, en el fondo, una justificación del régimen de "guerra fría" en que viven las plazas de toros, como vive medio punto. Esto se olvida con la dulce anestesia de lo cotidiano. Pero de pronto Checoslovaquia o el botellazo gritan: no os hagáis ilusiones, Rusia es así y así es el hombre. No hay que hacer resistencia a ese deslucido concepto pesimista que tenemos del ser humano. Ya he anotado varias veces el significado peyorativo que solemos dar a los vocablos. "Dantesco" resulta sinónimo de "infernal", aunque Dante escribió también el "Paraíso". "Apocalíptico" quiere decir "catastrófico", aunque en la Apocalipsis, además de bestias y dragones, salen ángeles, doncellas con túnicas blancas y la Virgen coronada de estrellas y pisando la luna. Sino que el hombre desdeña la estampita de Murillo y se va tras los dibujos de Gustavo Doré: tan "apocalípticos" en el fondo, los unos como los otros.

Así los Códigos parecen un dispositivo pensado para malhechores. El menor, el tutor, los testadores, los contratantes, los prestatarios, son una teórica partida de sinvergüenzas que exige un permanente tejido superpuesto de instituciones recelosas. Como pasa también administrativamente: nadie ha nacido si no lo dice un papel; nadie observa buena conducta si no lo asegura un certificado; ninguna maestra de escuela va a tener un niño si no lo asegura el director general. En todo sector administrativo hay inspectores que lo vigilan y que a su vez son vigilados por otros inspectores. Y así hasta llegar al ángel de la guarda del jefe supremo. La guerra fría y la plaza de toros viven inmersas en la misma hipótesis negativa. "Si vis pacem para bellum": "si quieres paz prepara la guerra": Si quieres que el torero se arrime, prepara la botella. Al cabo es la aplicación a otros órdenes vitales del montaje civilizado del crédito. Toda la economía se ha sostenido sobre la suposición teórica de un oro que, guardado en los sótanos bancarios, respalda el papel. Es el "patrón oro". Igualmente la paz se apoya en el "patrón bomba". Y la fiesta de toros en el "patrón botella".

Claro está que nada vence anulando, sino sustituyendo. Habría que dar cauces más jurídicos para canalizar la protesta del espectador taurino. Se podría poner un buzón de reclamaciones; se podría dotar a la plaza de un tribunal "contencioso-taurino", pero cualquier procedimiento judicial es más lento que la faena. Además todo eso sería desviar el disparo de la botella, pues si los espectadores habrían de polemizar entre el sí y el no, serían ellos los que acabarían a botellazos. Otros han hablado de poner, a la salida de la plaza, el transparente símbolo de la democracia: una urna en la que los espectadores depositaran sus papeletas opinantes. Pero una urna no es más que una delegación simbólica de todos los cristales polémicos: la ventana del domicilio del político o la botella arrojadiza. Tarde o temprano la urna se rompe también por el sistema de la percusión iracunda y libertaria.

En resumen: no habrá más solución que pasar de la época del cristal a la época del plástico. Con él se puede beber y protestar. El plástico ha sido un generoso don que la Providencia ha concedido a la inteligencia humana para sus proyectos de desarme universal.

"Lo más concluyente -me objetó todavía el Séneca- sería que los espectadores de la corrida, como los ciudadanos, sean, ellos mismos, de plástico."

domingo, 4 de noviembre de 2007

El niño que guiaba la novillada/ Nochetriste

Quito, 28 de octubre del 2007

Reseña de la tercera novillada de preferia en la Plaza de toros de “Iñaquito”

Por Nochetriste

La subjetividad es la norma en la fiesta de los toros. En una misma corrida puede haber perfectamente dos asistentes que vieron un evento completamente distinto. En esta, la primera reseña de lo que sucederá en la Feria Jesús del Gran Poder 2007, queremos hacer el ejercicio de hablar desde voces disímiles, para que los lectores escojan a cual de los dos festejos habrían preferido ir y acaso regresar:

El primero es un aficionado asiduo a los toros. Él vio a tres novilleros ecuatorianos que se enfrentaban a dos ganaderías de muy distinta procedencia- la primera de encaste Santa Coloma, vía Hernandez Pla y Sotillo Gutiérrez, llamada Albaserrada y la segunda de encaste Domecq, vía el Torreón llamada Mirafuente-. De bueno el aficionado pudo ver poco: una gran media verónica del primer novillero de la tarde llamado “El Borrego”, acompañada por su buen hacer con el capote; la serenidad, buen temple y valor que demostró Hernán Tapia; la entrega que en el segundo de su lote dejó claro Martín Enríquez; o los muy buenos pares de banderillas que puso, primero la revelación de un gran banderillero llamado Torres de San Miguel de Bolívar y luego otro par de acrobática ejecución del “Patata”.

El segundo no es un aficionado sino un asistente primerizo que llamado la atención por una novillada llamada “de la oportunidad” pudo ver todo menos eso; tanto es así que sorprendido vio como el escaso juego de los novillos llevó al público a pedir a Hernán Tapia, que dejara irse vivo al último toro de la tarde, por las rapaces complicaciones que el animal desarrolló. Para este asistente neófito lo más destacable fue, al contrario del anterior, la banda de música. Compuesta por menos de ocho integrantes- camisa blanca y pantalón negro bien planchados- dos de ellos dejaron de que hablar. El primero, debe haber tenido alrededor de cincuenta años y no lucía por su buen hacer en la trompeta, sino por el abnegado apoyo de quien parecía su esposa, hermana o amiga, que sosteniendo un paraguas colorido, evitaba que el mismo sol que a todos nos acosaba, haga mella en su seguramente fiel compañero. El otro, un niño de entre cuatro y siete años aproximadamente, que marcaba el ritmo de toda la banda, de acuerdo al pasodoble o pasacalle que- autorizados por la Autoridad de Plaza- entonaban sus mayores, con los Platillos, el Guiro o el Sapo respectivamente.

Ojalá la banda haya logrado que el novel asistente vuelva a los toros alguna vez porque el aficionado seguro encontrará alguna justificación para regresar una y mil tardes. A pesar de que la plata no alcance o el aburrimiento marque una tarde de domingo, esto de ser aficionado a los toros es como ser guerrillero, monja o político- de los buenos y zurdos, los tres-: No necesitas mayores incentivos para seguir haciendo algo que te llena por dentro como nada más logra en este material mundo.

jueves, 1 de noviembre de 2007

EL TORO EN LA OBRA DE PICASSO/ Pedro Plasencia

Por Pedro Plasencia Fernandez

Cuando se habla de pintura y de toros los nombres de Francisco de Goya y de Pablo Ruiz Picasso aparecen necesariamente en boca de todos. Otros muchos pintores de talla indiscutible han prestado atención a la tauromaquia. Por citar algunos, entre los españoles pondremos los nombres de Fortuny, Gutiérrez Solana, Vázquez Díaz, Zuloaga, Castellano, o Lucas Velásquez; pero lo cierto es que prácticamente sólo Goya y Picasso parecen monopolizar la temática taurina en el acervo popular. Sin embargo, la relación de uno y otro con la “fiesta” se dio de forma muy distinta: el aragonés fue un gran aficionado y un profundo conocedor de la tauromaquia, el malagueño diremos que su relación con los “toros” fue de otro género.

El pintor del “Guernica” sublimó la figura del toro, transformando en arte (socialmente valorado) la energía proveniente de un cierto instinto, mezcla de erotismo y de aprensión, hacia las corridas de toros que había visto de niño con su padre, espectáculos en los que aún se utilizaba la media luna para desjarretar las reses, se abrasaban mansos con banderillas de fuego, y se despanzurraban caballos sin misericordia.

En realidad, la obra de Picasso que aborda el tema taurino es muy extensa, pero difícilmente puede adjetivarse como “tauromaquia”, pues más que una muestra empírica de la lidia del toro bravo en sus diferentes aspectos y momentos, con su grandeza y su tragedia, lo que el artista reproduce en sus óleos, aguafuertes, grabados y esculturas, de forma reiterada a lo largo de su dilatada vida, es la figura del toro como animal imponente, cargado de simbología. Picasso se muestra mucho más interesado por el mito y por los símbolos que por la tauromaquia en sí misma.

Es cierto que el joven Pablo Picasso ilustró en 1929 una edición de la Tauromaquia de Pepe-Hillo, compuesta de esquemáticos y bellos dibujos, de escasísimos trazos y gran fuerza expresiva, y también que en 1957 repitió la experiencia, esta vez con una Tauromaquia bastante más completa, que consta de veintiséis aguatintas, cuyo original se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid. Pero la primera en el tiempo de estas dos series pictóricas está dedicada casi en su totalidad a reflejar con intenso dramatismo el pánico del caballo de picar, cuando es embestido por un toro de fuerza y tamaño descomunales, cuya cabeza recuerda más bien la del Minotauro; mientras que la segunda serie de dibujos, aparte del indudable valor artístico que pueda tener, es iconográficamente tributaria de la obra de Goya y de otros pintores, sin que aporte gran cosa desde el punto de vista de la plástica o de la emoción de la lidia.

Como suponemos, Picasso debió de asistir de niño y en su primera juventud, en Málaga, Madrid y Barcelona, a algunas corridas de toros. Se conserva, de hecho, un curioso dibujo en el Museo Picasso de Barcelona, que representa una escena taurina en la que dos peones acuden a hacer el quite a un torero cogido por un bonito animal, obra que data de 1890, cuando Pablo tan sólo tenía nueve años, y se hallaba aún en la órbita de la influencia paterna. En aquellos tiempos (finales del siglo XIX y primeras décadas del XX), debido a la escasez de caballos robustos, así como al acomodamiento de los picadores, la mortandad de los equinos en la plaza llegó a su punto más alto, y, sin duda, las lacerantes imágenes de los moribundos caballos corneados, yaciendo despatarrados sobre la arena, quedaron grabadas en la memoria del niño, para aflorar años después, en la expresión plástica del artista maduro.

Ese caballo sangrante, destripado, atravesado por el cuerno del toro, representado generalmente con un larguísimo cuello estirado, casi de jirafa, la mirada agónica plantada en el cielo, es el tema más recurrido en Picasso, junto con el del Minotauro, y aparece incluso en su obra más emblemática, si bien en esta monumental pintura, por necesidades del guión, el causante del destripamiento del caballo no es el toro (animal que, sin embargo, sí aparece en el cuadro, no está claro si como víctima o como amenaza), sino las bombas de los aviones alemanes.

Pero de la obra picassiana nos interesa aquí en mayor grado la temática mitológica del toro, temática que el genial pintor abordó básicamente mediante la reproducción de dos imágenes/símbolos: el toro en actitud de combate, justamente en el instante de producir la herida mortal, y el Minotauro como gran macho erótico. Ambas figuras son evidentes paradigmas del poder, ya sea del poder sexual, ya sea del poder de la muerte.

El toro de Picasso es desde el punto de vista físico un animal hipermétrico (lo más parecido en la actual cabaña ganadera de bravo andaría por el tipo morfológico de los Pablo-Romero), de ostentosa masa muscular, corto de cabeza, de no desmesurada encornadura, aunque rematada en pitones de temible gancho, frente y testuz extraordinariamente poblados de pelos rizados, cuello y extremidades breves, pronunciado morrillo, desaforados riñones e imponente culata.

Las iconografías más parecidas en el arte son las que representan a Zeus metamorfoseado en toro en el rapto de Europa (Veronés, Jacob Jordaens, Marten de Vos, Francesco Albani), así como las que reproducen la escena del toro Farnesio destrozando el cuerpo de Dirce; si bien el raptor de Europa es caracterizado siempre, según el mito, como un manso, rollizo y adorable animal, de blanco pelaje, tierna mirada, rizadas pestañas, y pequeños y acaramelados cuernos, mientras que el toro de Picasso es la misma fiereza.

Efectivamente, el toro picassiano aparece por lo general en el trance de matar. En la mayor parte de los casos la víctima es el caballo del picador, pero en ocasiones es una mujer torero, un chulo o un matador. Y quieren los críticos, desde la psicología, que la cornada mortal simbolice siempre la penetración sexual, porque consideran casi unánimemente que, en lo simbólico, el toro de Picasso es el “gran macho”, cuya fuerza destructora esparce la muerte, y que por medio de su hipergenitalidad representa tanto el poder de dominación, como la capacidad genésica de fecundar.

Si nos detenemos a considerar un poco, esto es exactamente lo que el bravo animal representó en la práctica totalidad de las formas religiosas y en los ritos mágicos de la Antigüedad en toda el área del Mediterráneo.

La figura picassiana del Minotauro, por su parte, presenta a su vez una doble forma: el Minotauro perfecto, dotado de un cuerpo piloso de hombre fornido, cola y una imponente cabeza de cornamenta algo reducida, cubierta toda ella de rizada pelambrera; y el Minotauro impropio, inspirado sin duda en las bichas ibéricas, como la famosa de Balazote, y tal vez en los antropomorfos sumerios, con cuerpo de toro y rostro humano, generalmente barbados, aunque en ocasiones Picasso dibujara la cara lampiña.

El Minotauro propio o perfecto es representado casi siempre por Picasso en trance de consumar el acto sexual, o mostrando con procacidad sus atributos, ya sea en plena bacanal, ya en contemplativa exhibición (más de un crítico ha sugerido que estos Minotauros obscenos son en realidad autorretratos morales del propio Picasso, en delirio de fatuidad sexual).

Pero no faltan en la obra del pintor malagueño lienzos y dibujos singulares, como el Minotauro ciego guiado por una niña en la noche (1934. Academia de Bellas Artes de San Fernando), Minotauro y yegua delante de una gruta (1936. Museo Picasso de París), o la serie de Minotauros heridos a hierro y moribundos, del Museo Español de Arte Contemporánea, únicas representaciones picassianas que ofrecen el trasunto real del mito de Teseo, en el que, evidentemente, el Minotauro es el que resulta perdedor.

Los Minotauros impropios, por el contrario, aunque enigmáticas, son figuras más bien anodinas, híbridos narcisistas en actitud de posar, o que contemplan su imagen reflejada en el espejo. Nada, en definitiva, que tenga lo más mínimo que ver con la tauromaquia.