Por Javier Villán
La crítica taurina, Ed Mare Nostrum, Madrid 2006.
La corrida, en el sentido tradicional de estos términos, no es de derechas ni de izquierdas. El guerracivilismo de los aficionados, a causa de opiniones taurinas enfrentadas, o de sus ideas extrataurinas, no da a la corrida un perfil político. De igual forma la excomunión, que algunos papas dictaron contra las corridas, nada dice respecto a una filiación antirreligiosa. En tiempos de Fernando VII, Antonio Ruiz, El Sombrerero, era absolutista, Juan León era liberal y cada uno arrastraba tras de sí sus respectivas partidas de blancos o de negros. Se quejó El Sombrerero ante el mismo rey, amigo suyo, de la hostilidad de los liberales en las plazas y sugirió al monarca que ese agravio podría arreglarse reprimiendo a los alborotadores. Antonio Ruiz no alcanzó remedio a sus males ante el toro y, además, perdió el favor real por pretensión tan fuera de lugar. La Fiesta, en sí misma, carece de ideología y la que tengan aficionados y toreros no repercute en los ruedos. La ilustración y la Generación del 98, en líneas generales, no fueron partidarias de las corridas porque las vincularon a un casticismo retardatario y a la esclerosis del pensamiento crítico. Una utilización más política tiene lugar durante la República y la posguerra que otorga a la denominación de Fiesta Nacional un significado político concreto: manifestación de la gallardía de la raza. Esta identificación con el ser de España es el argumento oculto de los nacionalistas catalanes que quieren erradicar de Cataluña las corridas. Razones de ética, modernidad o humanitarismo, son la tapadera. Lo que subyace es el rechazo a cualquier signo que pueda identificarse con España.
Durante la guerra del 36 la gente del toro, aunque condicionada en cada circunstancia por el lugar donde la sorprendió el golpe de Estado, fue partidaria del Alzamiento; el corazón desclasado de los toreros y la condición terrateniente de los ganaderos no estaba desde luego con la República. Diezmados por venganzas y ajustes de cuentas, si hacemos caso a lo que dice Julio Urrutia en su libro Los toros en la guerra española, no hubo criador de toros que simpatizara con la causa republicana. En Las memorias de Clarito, Cesar Jalón insiste en esa idea de territorialidad accidental por encima de convicciones políticas. Cesar Jalón había sido ministro durante el gobierno de Lerroux y, en su libro El cautiverio vasco, relata cómo fue detenido y encarcelado en Fuenterrabía por los republicanos. En líneas generales los toreros carecen de ideología política; su ideario es el triunfo y, cuando triunfan, se despegan de las capas populares a las que casi todos pertenecen en origen. Los que cayeron en zona del gobierno legítimo buscaron, tras el primer sobresalto, refugio y seguridad en la zona rebelde; las figuras se adhirieron al bando franquista y a él permanecieron adheridas tras la Victoria. Según datos que he reflejado en otro lugar, en el libro Entre sol y sombra, la desbandada hacia zona nacional fue unánime. Rafael el Gallo permaneció en Madrid, pero acaso fuera más por pereza que por ideas. Estrategia o despiste, parece que, tras algunos días de ocultamiento, al ver los movimientos bélicos, preguntó qué pasaba y siguió a su aire sin que nadie le molestara. Un caso de fidelidad republicana, aunque, según los falangistas, por error circunstancial, fue el de Saturio Torón, que murió de capitán en la defensa de Madrid. Julio Urrutia, en su citado libro, recoge el testimonio del escritor falangista Rafael García Serrano, quien asegura que Saturio era joseantoniano de primera hora, presente en el acto fundacional del teatro de la Comedia. Los nacionales propalaron la especie de que fue muerto por la espalda cuando intentaba pasarse; la versión más consistente es que lo destrozó una mina en Pozuelo, mientras cavaba una trinchera. Al otro lado, puede que a algunos centenares de metros, estaba su padrino de alternativa (Pamplona, San Fermín 1930) Marcial Lalanda, líder sindical y antirrepublicano fervoroso al que pleitos políticos habían llevado a la cárcel los meses previos a la rebelión.
El más beligerante por el lado de los nacionales era Victoriano Roger «Valencia II»; miembro de Falange con carné, según Urrutia. Calificado de «torero señorito y fascista», alguna brigada del amanecer le dio horripilante paseo. Cuentan que su cuerpo, recosido a cornadas, tenía más balazos que cicatrices. En el sur, mientras desempeñaba tareas de correo de Queipo de Llano, murió El Algabeño que había sobrevivido años atrás a un tiroteo también de naturaleza política. La acusación de «señoritos y fascistas» la hizo extensiva el periódico Solidaridad Obrera a todos los diestros que se pasaron a la zona de Franco; pero había empezado antes de la guerra, siendo los más atacados, en estos sombríos prolegómenos, Domingo Ortega y Marcial Lalanda; y Nicanor Villalta por un brindis a la sombra, lugar tradicionalmente ocupado por los ricos. Para el periódico izquierdista, los toreros «desertores», casualmente los que tenían más cartel, eran «señoritos bonitos, chulillos y amariconados» que toreaban «cabras en lugar de toros y […] no podían adoptar otra actitud que la fascista». La corrida de toros es apolítica pero, en algunos momentos de la historia, se ha politizado perversamente con resultados a veces sangrientos y otras veces simplemente propagandistas.
Por todo esto, durante el franquismo a los toros se les atribuyó carácter nacional y patriótico, cosa que venía rodada, y que, en buena medida, había señalado en su libro, Taurofilia racial, Fernando Villalón, el ganadero poeta, Conde de Miraflores, que acabó renegando de su clase y de su estirpe. No fue el franquismo el primero en atribuir a las corridas virtudes heroicas propias de la raza; pero lo subrayó. Desde este punto de vista y, al ser los vencedores los depositarios del patriotismo, la izquierda quedaba excluida de los toros. La realidad no era así, mas lo parecía al radicalizarse la Fiesta como signo de identidad española, que es lo que ahora ocurre en la parte de la Cataluña antiespañola. El caso más significativo de utilización patriótica de un torero fue el de Manolete que, sin embargo, mantuvo buenas relaciones con Indalecio Prieto cuando fue a Méjico. Ello preocupó al aparato de propaganda del franquismo que se esforzó en apuntalar y difundir una imagen del infortunado torero leal al régimen. El episodio de Manuel Rodríguez negándose a torear en «la México» mientras ondease en los mástiles la bandera republicana, tiene algo de verdad y mucho de intencionada confusión; entre otras cosas porque, al parecer, la bandera republicana nunca ondeó en la México, según se deduce del testimonio de los viejos aficionados mejicanos. Personas afines a Indalecio Prieto, han referido el suceso de muy distinta manera. Fue éste quien, para evitarle problemas al torero en una cena con parte de la colonia española, sugirió que no se pusieran banderas de ningún tipo. Esta versión podría estar indirectamente avalada en Los toros en la guerra española, de Julio Urrutia, quien, sin negar el episodio patriótico de la bandera, atribuye a Prieto la siguiente frase muy mal acogida por muchos exiliados: «Manolete es el único español que ha hecho algo importante aquí desde Hernán Cortés». El aparato de propaganda franquista, alarmado por esta deriva de las relaciones del diestro con el exilio, convirtió una cortesía privada de Prieto en exigencia pública del torero cordobés.
Por otra parte, los toreros haciendo el saludo fascista al iniciar el paseillo, son signo de la época y no un símbolo específico. La imagen brazo en alto en el portón de cuadrillas, no dice más, ni tampoco menos, de 10 que pueda proclamar la imagen de curas, obispos y sacristanes con idéntico ademán, a la puerta de los templos en los que entraba Franco bajo palio. Hubo toreros hijos de familias represaliadas de una rojez cautelosa como Marcos de Celis, Antonio Chenel Antoñete o Manolo González; otros, totalmente escépticos como Paco Camino, y otros decididamente desclasados, como Manuel Benítez, el Cordobés, que se aficionó enseguida a las monterías de Franco, Caudillo de España. La leyenda de benefactor de los pobres y de robagallinas, con que rodeó al torero de Palma del Río el genio propagandístico de El Pipo no pasa de ser, al parecer, un ardid publicitario.
Pese a todo, sobre las convicciones políticas de los toreros, nadie, ni profesionales ni aficionados, han hecho nunca controversia. Todos están de acuerdo en que el lugar ante el toro da no la ideología, sino el capote y la muleta. El paradigma del torero romántico y de izquierdas fue Domingo Dominguín, voluntario en una bandera de Falange en la guerra y comunista al acabar ésta, eje carismático de una constelación de intelectuales que dieron luz a la Fiesta: Ignacio Aldecoa, Juan Benet, Javier Pradera, Jorge Semprúm, el pintor Diaz Caneja... Muerto Domingo Dominguín, muchos de éstos, si no abominaron de las corridas, iniciaron, por lo menos, una decorosa retirada. Los dominguines, Domingo con su militancia activa y generosa en el PCE a poco de concluir la contienda, Pepe con su seriedad y discreción y Luis Miguel con su seductora frivolidad en la que cabían la devoción por Picasso y la amistad con el dictador, tuvieron siempre fama de disidentes. En Mi gente, Pepe Dominguín cuenta que en una cacería, en presencia de Franco y de Camilo Alonso Vega, ministro de la gobernación, un impertinente preguntó a Luis Miguel quién de los tres hermanos era el comunista. El mundano seductor, blindado sin duda por la confianza y protección que le dispensaban Franco y su yerno, el marqués de Villaverde, respondió: «Los tres». A Antonio Ordóñez, en ruidosa ocasión nocturna de flamenco y manzanilla, la periodista italiana Oriana Fallaci lo llamó «vaquero fascista». Así consta en el libro Los antipáticos; mas no hay noticia comprobada de que Ordóñez fuera asiduo a las cacerías organizadas por el Régimen ni cortesano de El Pardo, como lo fue su cuñado Luis Miguel. Aunque Ordóñez, en la Transición, fuera simpatizante del partido fascista Fuerza Nueva. Lo cual no evita que hubiera tenido a Ernest Hemingway como un segundo padre y fuera amigo de Orson Welles, cuyas cenizas reposan en el predio ordoñista de Valcargado como unión hipostática con el ordoñismo.
Los intelectuales también están divididos; aunque durante mucho tiempo, al ser considerada apátrida la izquierda, la denominación de Fiesta Nacional reagrupara más consistentemente a los de derechas. De izquierdas era Bergamín y ahí están su pasión taurófila y obras como el Arte de birlibirloque o La callada música del toreo, dedicada ésta a su mito de los últimos años, el gitano de Jerez, Rafael de Paula. En cualquier caso, la Fiesta siempre se ha debatido entre dilemas; el más grave, su difícil anclaje entre un españolismo retrógrado y un progresismo desnaturalizado. Lo que se entiende por clasicismo, en el arte de torear, es una ortodoxia que se resiste a cualquier tipo de innovación. Y hay que preguntarse por qué la experimentación o las vanguardias, no sólo legítimas, sino necesarias en todas las artes, son rechazadas en los toros. O por qué su organización apenas ha rebasado los esquemas del siglo XIX, alguno de los cuales, como la numeración de las localidades, se debe a José Bonaparte, durante la guerra de la Independencia. Las plazas de toros son lugares incómodos, con asientos pensados para españoles bajitos y mal alimentados. Las modernas construcciones cubiertas, más confortables, están ideadas como polideportivos multiuso a efectos de rentabilidad; están más acordes con la idea de espectáculo que con la idea de ceremonia y puede que, al diseñarlas, lo de menos sean las corridas. Este es el dilema: progreso frente a conservadurismo. Lo que Javier Pradera, en el prólogo a Historia del toreo, de Tapia y Carlos Abella, llama la difícil elección «entre un casticismo a la larga inviable y una modernización en cualquier caso trivializadora».
Los extranjeros de renombre más apasionados por la Fiesta han sido Ernest Hemingway, sospechoso de izquierdismo para el régimen de Franco por haber estado de corresponsal en los frentes republicanos, y Orson Welles. Y también podría hablarse de Henry de Montherland y de Edmundo de Arnicis, que veía a los toreros como bailarinas; según las referencias de Ramón Pérez de Ayala en Política y toros.
De crisis y decadencia de la fiesta de los toros se viene hablando desde los orígenes de los tiempos. Nada nuevo bajo el sol y las estrellas. Siempre ha habido dos corrientes en la crítica de toros: la calificada de negativa por los taurinos, es decir la pesimista que males por todas partes; y la que consideran positiva, o sea, aquel: que sólo debe reflejar virtudes, y los vicios, si los hubiera, hay que silenciarlos. Ante la mayoría de optimistas históricos, algunos, toda vía, se encuadran en el bando del pesimismo racionalista. Lo malo de la decadencia de hoy no es que parecidos vicios hayan existido antes; lo pésimo es tratar de presentarlos como virtudes. La tendencia a criar un toro que no complique en demasía la vida a los toreros ha adulterado los términos de la tauromaquia, soslayando la bravura como elemento esencial del toro de lidia. En consecuencia, la costumbre de lidiar toros poderosos se está perdiendo y, además, no «se torea mejor nunca» como dicen a todas horas los profesionales de la lidia.
El pensamiento oficial impone un hecho consumado y proclama después su necesidad; que el toro sin nervio, parado y bobalicón, es el toro ideal para una lidia artística que, con frecuencia, ni es lidia ni es artística. Aceptada la normalidad de ese hecho espúreo, se justifica todo lo demás: el toreo tedioso y amanerado disfrazado de recurso técnico. Recursos lidiadores, legítimos a veces según las condiciones del toro, se alaban como técnica habitual. Y, si siempre se consideró mérito grande irse al pitón contrario, hoy se dice que cruzarse es una ventaja que descarga de riesgo la aventura. En contrapartida, el momento económico no es malo, aunque los ingresos hayan descendido al reducirse el número de retransmisiones televisivas. Al dejar de ser la televisión fuente ubérrima de ingresos, las ganancias, en todos los estamentos del sector, han disminuido. Con todo, los ciclos feriales siguen siendo un negocio lucrativo. Eso resulta legítimo, mas el exceso de mercantilización es otra cuestión. Se dan tantos festejos que no hay toros adecuados ni toreros de calidad para cubrirlos con una oferta razonable. En consecuencia, no hay criterio de selección. Todo vale. Pruebas y tientas, en vez de labores selectivas, son para los ganaderos jubilosa almoneda. Desprovistas de grandeza y de autenticidad, las corridas de toros se convierten en lamentable carnicería. Y sobrevienen las crisis; y para remontarlas, cuando el interés por la Fiesta decae y, en consecuencia, disminuyen los ingresos, hay que inventarse un fenómeno que encandile a las masas. Se trata de una operación económica a la que, por supuesto, se le buscan fundamentos taurómacos. Cada cierto tiempo se necesita un astro que llene las plazas. Y se lanzan figuras, bajo esquemas estrictos de mercado, que duran poco aunque enriquecen mucho y en las que se invierten grandes sumas. Entonces, en apoyo del mercado, se manifiestan unas tendencias críticas que más tienen que ver con la propaganda que con el juicio independiente. Los propagandistas sustituyen a los críticos. La invención del fenómeno no tiene pretensiones históricas, sino de reactivación económica. De ahí la complacencia con que la prensa, en general, recibe estas figuras. La prensa en estos casos desarrolla una labor clave; no lo magnifica todo, exalta los triunfos y tapa lo que pudieran considerarse fracasos. Si se consultan los periódicos de temporadas atrás se deducirá que Julián López el Juli viene a ser una mezcla gloriosa de Joselito y Belmonte; y que José Tomás es «un torero de otra galaxia», «un torero de época». El Juli y Tomás son casos distintos, pero ambos ilustran por igual estos frenéticos movimientos de la prensa y esos seísmos de masas. Estos reactivadotes económicos tienen, naturalmente, base suficiente y profesional en que apoyar su lanzamiento: condiciones naturales para el éxito y capacidad para seducir a un público que necesita ser seducido. Y los apoyos logísticos, imprescindibles, en frentes decisivos: propaganda por parte de los medios de comunicación y tolerancia del fraude por parte de la autoridad. Lo cual supone una crítica complaciente, aunque siempre haya excepciones; son estas excepciones, dicho sea con todas las cautelas, las que marcan la historia de las corridas y, en lo que cabe algunos aspectos de la historia convulsa de España.
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