Por Pedro Plasencia Fernandez
Cuando se habla de pintura y de toros los nombres de Francisco de Goya y de Pablo Ruiz Picasso aparecen necesariamente en boca de todos. Otros muchos pintores de talla indiscutible han prestado atención a la tauromaquia. Por citar algunos, entre los españoles pondremos los nombres de Fortuny, Gutiérrez Solana, Vázquez Díaz, Zuloaga, Castellano, o Lucas Velásquez; pero lo cierto es que prácticamente sólo Goya y Picasso parecen monopolizar la temática taurina en el acervo popular. Sin embargo, la relación de uno y otro con la “fiesta” se dio de forma muy distinta: el aragonés fue un gran aficionado y un profundo conocedor de la tauromaquia, el malagueño diremos que su relación con los “toros” fue de otro género.
El pintor del “Guernica” sublimó la figura del toro, transformando en arte (socialmente valorado) la energía proveniente de un cierto instinto, mezcla de erotismo y de aprensión, hacia las corridas de toros que había visto de niño con su padre, espectáculos en los que aún se utilizaba la media luna para desjarretar las reses, se abrasaban mansos con banderillas de fuego, y se despanzurraban caballos sin misericordia.
En realidad, la obra de Picasso que aborda el tema taurino es muy extensa, pero difícilmente puede adjetivarse como “tauromaquia”, pues más que una muestra empírica de la lidia del toro bravo en sus diferentes aspectos y momentos, con su grandeza y su tragedia, lo que el artista reproduce en sus óleos, aguafuertes, grabados y esculturas, de forma reiterada a lo largo de su dilatada vida, es la figura del toro como animal imponente, cargado de simbología. Picasso se muestra mucho más interesado por el mito y por los símbolos que por la tauromaquia en sí misma.
Es cierto que el joven Pablo Picasso ilustró en 1929 una edición de la Tauromaquia de Pepe-Hillo, compuesta de esquemáticos y bellos dibujos, de escasísimos trazos y gran fuerza expresiva, y también que en 1957 repitió la experiencia, esta vez con una Tauromaquia bastante más completa, que consta de veintiséis aguatintas, cuyo original se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid. Pero la primera en el tiempo de estas dos series pictóricas está dedicada casi en su totalidad a reflejar con intenso dramatismo el pánico del caballo de picar, cuando es embestido por un toro de fuerza y tamaño descomunales, cuya cabeza recuerda más bien la del Minotauro; mientras que la segunda serie de dibujos, aparte del indudable valor artístico que pueda tener, es iconográficamente tributaria de la obra de Goya y de otros pintores, sin que aporte gran cosa desde el punto de vista de la plástica o de la emoción de la lidia.
Como suponemos, Picasso debió de asistir de niño y en su primera juventud, en Málaga, Madrid y Barcelona, a algunas corridas de toros. Se conserva, de hecho, un curioso dibujo en el Museo Picasso de Barcelona, que representa una escena taurina en la que dos peones acuden a hacer el quite a un torero cogido por un bonito animal, obra que data de 1890, cuando Pablo tan sólo tenía nueve años, y se hallaba aún en la órbita de la influencia paterna. En aquellos tiempos (finales del siglo XIX y primeras décadas del XX), debido a la escasez de caballos robustos, así como al acomodamiento de los picadores, la mortandad de los equinos en la plaza llegó a su punto más alto, y, sin duda, las lacerantes imágenes de los moribundos caballos corneados, yaciendo despatarrados sobre la arena, quedaron grabadas en la memoria del niño, para aflorar años después, en la expresión plástica del artista maduro.
Ese caballo sangrante, destripado, atravesado por el cuerno del toro, representado generalmente con un larguísimo cuello estirado, casi de jirafa, la mirada agónica plantada en el cielo, es el tema más recurrido en Picasso, junto con el del Minotauro, y aparece incluso en su obra más emblemática, si bien en esta monumental pintura, por necesidades del guión, el causante del destripamiento del caballo no es el toro (animal que, sin embargo, sí aparece en el cuadro, no está claro si como víctima o como amenaza), sino las bombas de los aviones alemanes.
Pero de la obra picassiana nos interesa aquí en mayor grado la temática mitológica del toro, temática que el genial pintor abordó básicamente mediante la reproducción de dos imágenes/símbolos: el toro en actitud de combate, justamente en el instante de producir la herida mortal, y el Minotauro como gran macho erótico. Ambas figuras son evidentes paradigmas del poder, ya sea del poder sexual, ya sea del poder de la muerte.
El toro de Picasso es desde el punto de vista físico un animal hipermétrico (lo más parecido en la actual cabaña ganadera de bravo andaría por el tipo morfológico de los Pablo-Romero), de ostentosa masa muscular, corto de cabeza, de no desmesurada encornadura, aunque rematada en pitones de temible gancho, frente y testuz extraordinariamente poblados de pelos rizados, cuello y extremidades breves, pronunciado morrillo, desaforados riñones e imponente culata.
Las iconografías más parecidas en el arte son las que representan a Zeus metamorfoseado en toro en el rapto de Europa (Veronés, Jacob Jordaens, Marten de Vos, Francesco Albani), así como las que reproducen la escena del toro Farnesio destrozando el cuerpo de Dirce; si bien el raptor de Europa es caracterizado siempre, según el mito, como un manso, rollizo y adorable animal, de blanco pelaje, tierna mirada, rizadas pestañas, y pequeños y acaramelados cuernos, mientras que el toro de Picasso es la misma fiereza.
Efectivamente, el toro picassiano aparece por lo general en el trance de matar. En la mayor parte de los casos la víctima es el caballo del picador, pero en ocasiones es una mujer torero, un chulo o un matador. Y quieren los críticos, desde la psicología, que la cornada mortal simbolice siempre la penetración sexual, porque consideran casi unánimemente que, en lo simbólico, el toro de Picasso es el “gran macho”, cuya fuerza destructora esparce la muerte, y que por medio de su hipergenitalidad representa tanto el poder de dominación, como la capacidad genésica de fecundar.
Si nos detenemos a considerar un poco, esto es exactamente lo que el bravo animal representó en la práctica totalidad de las formas religiosas y en los ritos mágicos de la Antigüedad en toda el área del Mediterráneo.
La figura picassiana del Minotauro, por su parte, presenta a su vez una doble forma: el Minotauro perfecto, dotado de un cuerpo piloso de hombre fornido, cola y una imponente cabeza de cornamenta algo reducida, cubierta toda ella de rizada pelambrera; y el Minotauro impropio, inspirado sin duda en las bichas ibéricas, como la famosa de Balazote, y tal vez en los antropomorfos sumerios, con cuerpo de toro y rostro humano, generalmente barbados, aunque en ocasiones Picasso dibujara la cara lampiña.
El Minotauro propio o perfecto es representado casi siempre por Picasso en trance de consumar el acto sexual, o mostrando con procacidad sus atributos, ya sea en plena bacanal, ya en contemplativa exhibición (más de un crítico ha sugerido que estos Minotauros obscenos son en realidad autorretratos morales del propio Picasso, en delirio de fatuidad sexual).
Pero no faltan en la obra del pintor malagueño lienzos y dibujos singulares, como el Minotauro ciego guiado por una niña en la noche (1934. Academia de Bellas Artes de San Fernando), Minotauro y yegua delante de una gruta (1936. Museo Picasso de París), o la serie de Minotauros heridos a hierro y moribundos, del Museo Español de Arte Contemporánea, únicas representaciones picassianas que ofrecen el trasunto real del mito de Teseo, en el que, evidentemente, el Minotauro es el que resulta perdedor.
Los Minotauros impropios, por el contrario, aunque enigmáticas, son figuras más bien anodinas, híbridos narcisistas en actitud de posar, o que contemplan su imagen reflejada en el espejo. Nada, en definitiva, que tenga lo más mínimo que ver con la tauromaquia.
1 comentario:
Manda tus mails a quién le interese hijo de la VALIENTE PUTA, MAJADERO CABRÓN, MALPARIDO.
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