POR JOSÉ MARÍA PEMÁN
ABC. Madrid, 20 de Septiembre de 1968
Como soy lector muy distraído, escaso de tiempo, de la Prensa diaria, sé que le han dado un botellazo a alguien, pero no sé bien si fue a un torero o a un futbolista. Aunque no se agotan ahí las posibilidades. Que bien puede ser que la botella agrediese a un fotógrafo, disparada por manos femeninas o internacionales de actriz, o incluso a un cura que predicase su sermón con doctrina o palabras no gratas al devoto agresor. Pero la expeditiva reacción gubernativa ha operado sobre la parte material y física del proceso; ha actuado como la política hace en sus omisiones de desarme; ha prohibido la venta de botellas; ha proclamado en los toros "la ley seca”. En vez de operar sobre la parte moral, educando al espectador artillero.
Probablemente el Estado ha hecho bien en no basar la corrección de la lamentable posibilidad contando con la enmienda y templanza del ciudadano taurófilo. Lo demuestra el contenido de las críticas hechas a la disposición gubernativa. Alguien ha habido que, con la mayor impavidez, apoya su propuesta en los dos fines similares de las botellas en los tendidos: refrescar y protestar. Así propone que el líquido se vierta en vasos de papel o de plástico que puedan luego ser arrojados a la cabeza del torero o el jugador sin detrimento de su integridad física. De este modo la botella no sale nunca de las manos pacíficas y neutrales del vendedor, pues todo se basa en la estremecedora seguridad de que si el cliente tiene en su mano la botella, el cliente acaba por tirarla.
A partir del "despotismo ilustrado", que metió en perfil y reglamento, en el siglo XVIII, una cierta barbarie ancestral, el tema de los toros se ha desarrollado siempre en una línea coactiva y autoritaria.
Primero, todo el poder residía en el público, agresivo y sonoro: era la democracia inorgánica. Luego, en el presidente: dictadura, presidencialismo. Ahora ha pasado a quien realmente sabe más y está más cerca del toro: o sea, al torero. Éste se quita un segundo la montera y el presidente le complace y cambia el tercio. Es la tecnocracia. Ello hace ver lo atrasado que está constitucionalmente el estadio con respecto a la plaza. Todavía el capitán de un equipo no puede hacer una seña al árbitro y lograr así que éste pite un "saque de esquina".
Pero la disposición "seca" no ha continuado esta línea de mimo y atención al matador. Siguiendo esa línea se le debería conceder el derecho de que, quitándose la montera, pidiera al presidente la expulsión del espectador en predisposición de botellazo. O incluso cabría que se le concediera al torero licencia para devolver el disparo. Un amable gesto de destocación basta al torero para librar al toro de un par de puyazos o de banderillas. Debía bastar para que el torero se librara a sí mismo de un botellazo. Pero en esto todo ha marchado en contra de la línea de apertura y libertad. No es ese el estilo del Supremo Hacedor, que corta siempre el mal, en sus mandamientos y leyes, por la zona del desenlace, no de las premisas... Prohíbe liarse con una señora, pero no prohíbe que haya señoras que salgan a la calle, que se las salude, que tengan teléfono; es decir, todo ese dispositivo que facilita los líos de las señoras y caballeros. El pecado ha de ser reprimido por la conciencia, no imposibilitado por la ley. El botellazo ha sido más reprimido que el adulterio. Se quita físicamente la botella. Figúrese el lector lo castos y decentes que serían todos los hombres si les quitaran todas las mujeres.
Pero este botellazo sonoro y publicitario, disparado sobre un torero, ha tenido el valor de aviso y revelación que tiene la invasión soviética en Checoslovaquia. El que tiene una botella acaba tirándola, como el que hace maniobra con sus tanques junto a la frontera del vecino acaba metiéndose en ella. El botellazo ha tenido ese valor de descaro y "quita disimulos". Ha sido, en el fondo, una justificación del régimen de "guerra fría" en que viven las plazas de toros, como vive medio punto. Esto se olvida con la dulce anestesia de lo cotidiano. Pero de pronto Checoslovaquia o el botellazo gritan: no os hagáis ilusiones, Rusia es así y así es el hombre. No hay que hacer resistencia a ese deslucido concepto pesimista que tenemos del ser humano. Ya he anotado varias veces el significado peyorativo que solemos dar a los vocablos. "Dantesco" resulta sinónimo de "infernal", aunque Dante escribió también el "Paraíso". "Apocalíptico" quiere decir "catastrófico", aunque en la Apocalipsis, además de bestias y dragones, salen ángeles, doncellas con túnicas blancas y la Virgen coronada de estrellas y pisando la luna. Sino que el hombre desdeña la estampita de Murillo y se va tras los dibujos de Gustavo Doré: tan "apocalípticos" en el fondo, los unos como los otros.
Así los Códigos parecen un dispositivo pensado para malhechores. El menor, el tutor, los testadores, los contratantes, los prestatarios, son una teórica partida de sinvergüenzas que exige un permanente tejido superpuesto de instituciones recelosas. Como pasa también administrativamente: nadie ha nacido si no lo dice un papel; nadie observa buena conducta si no lo asegura un certificado; ninguna maestra de escuela va a tener un niño si no lo asegura el director general. En todo sector administrativo hay inspectores que lo vigilan y que a su vez son vigilados por otros inspectores. Y así hasta llegar al ángel de la guarda del jefe supremo. La guerra fría y la plaza de toros viven inmersas en la misma hipótesis negativa. "Si vis pacem para bellum": "si quieres paz prepara la guerra": Si quieres que el torero se arrime, prepara la botella. Al cabo es la aplicación a otros órdenes vitales del montaje civilizado del crédito. Toda la economía se ha sostenido sobre la suposición teórica de un oro que, guardado en los sótanos bancarios, respalda el papel. Es el "patrón oro". Igualmente la paz se apoya en el "patrón bomba". Y la fiesta de toros en el "patrón botella".
Claro está que nada vence anulando, sino sustituyendo. Habría que dar cauces más jurídicos para canalizar la protesta del espectador taurino. Se podría poner un buzón de reclamaciones; se podría dotar a la plaza de un tribunal "contencioso-taurino", pero cualquier procedimiento judicial es más lento que la faena. Además todo eso sería desviar el disparo de la botella, pues si los espectadores habrían de polemizar entre el sí y el no, serían ellos los que acabarían a botellazos. Otros han hablado de poner, a la salida de la plaza, el transparente símbolo de la democracia: una urna en la que los espectadores depositaran sus papeletas opinantes. Pero una urna no es más que una delegación simbólica de todos los cristales polémicos: la ventana del domicilio del político o la botella arrojadiza. Tarde o temprano la urna se rompe también por el sistema de la percusión iracunda y libertaria.
En resumen: no habrá más solución que pasar de la época del cristal a la época del plástico. Con él se puede beber y protestar. El plástico ha sido un generoso don que la Providencia ha concedido a la inteligencia humana para sus proyectos de desarme universal.
"Lo más concluyente -me objetó todavía el Séneca- sería que los espectadores de la corrida, como los ciudadanos, sean, ellos mismos, de plástico."
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