Reseña de la segunda tarde de la “Feria Jesús del Gran Poder” 2007
Por Nochetriste
El mundo de los toros vive de las pasiones. Lo que vemos quienes acudimos a los graderíos es solo a uno de los seres humanos que se están dejando los nervios en el ambiente, para lograr conjugar arte y sangre; valentía y sensibilidad.
Ayer, en el Festival Taurino que hacía las funciones de la segunda tarde de la feria “Jesús del Gran Poder”, me encontré sentado muy cerca del padre de uno de los actuantes. Por su rostro pasaron todas las emociones que le caben a un cuerpo humano: euforia, pánico, tranquilidad, lejanía, histeria, nerviosismo y tranquilidad; cariño, amor y odio.
Al verlo desconsolado y eufórico en un solo segundo y todo mezclado y todo a la vez, creí que al haber vivido un festejo taurino por decir lo menos aburrido; habría que hacer algún día una reseña de esas personas que sufren pero no enfrentan, que viven el mismo miedo que quien se pone delante de los pitones de los toros, pero no pueden sacárselo del cuerpo enfrentando a nadie, excepto a sus más feroces monstruos que en forma de elucubraciones paranoicas, ven el triunfo o el fracaso del ser querido horas antes de que el suceso se lleve acabo.
Este elegante hombre, de acento lejano, y voz cálida, estuvo como cualquier otro durante los cinco primeros animales de lidia ordinaria. Hacías comentarios, reía, se callaba, se molestaba con el recalcitrante sol y hasta salía al baño como la mayoría de espectadores que siguiendo los cánones de comportamiento social en circunstancias de este tipo, aprehenden del comportamiento ajeno y homogenizan las formas.
En el sexto de la tarde la erupción salió a tierra. El novel torero salió a lancear al viento antes que el animal salga al ruedo y su padre ya le coreaba los olés con los ojos acompañados de exquisitas formas de abrir y cerrar los labios; remedando la voz que- esperaba el padre- no tardaría en completar el cuadro pocos segundos después.
Ese debe haber sido el momento de más miedo del torero, quince mil almas pidiendo fiesta, y una sola enfrentando el temible desafío.
Salió el negro novillo. El torero lo recibió de rodillas. Tres grandes y estruendosos olés del padre, y un poco menos fervientes de los demás asistentes. El saludo fue bueno, el padre olía a triunfo. La madre, comentaba un momento antes, no venía porque su miedo era mayor a su posibilidad de guardar la cordura- me recordó que la madre de César Rincón murió quemada por las velas que encendió al rezar mientras toreaba su hijo-.
En la muleta el novillo fue menos, la plaza olió la querencia en la fiesta que le esperaba fuera y los esfuerzos, inteligentes y valerosos del torero, valieron menos que el cansancio del nítido y arrasador sol que nos había acompañado la tarde entera. La muerte se tomó su tiempo y con él, las posibilidades de triunfo. El torero esbozó una vuelta al ruedo, con la misma voluntad que hizo la faena y el padre, al verlo pasar se abstuvo de aplaudir, como llevándose la ovación dentro, aplaudiéndose a sí mismo, viendo a los ojos del hijo que llena su ilusión de futuro.
Me imagino que habrá llegado al hotel y no tomó un baño como el torero. Tampoco recibió las alabanzas de los que reconocían al novillero, ni habrá pensado en la siguiente tarde que enfrentará su torero en esta misma feria. Al menos por esa noche.
Al recostarse, debe haber agradecido al dios de turno. Ojalá, al menos debajo de las sábanas, haya animado su mano izquierda un natural, al que que sus labios corearon Olé. Y digo ojala, porque ese reconocimiento, habría sido el más merecido de todo el 29 de noviembre en la ciudad de Quito.
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