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miércoles, 3 de febrero de 2010

El toro y el piano/ Antonio Caballero



Por Antonio Caballero
6Toros6 No.795

He dicho muchas veces aquí -porque uno se repite: no es como el río de Heráclito, que es siempre un río distinto- que en el toreo todo se repite. Porque -más o menos- ya está inventado todo. Las suertes, las variaciones sobre las suertes, las interpretaciones de las diversa variaciones de las diferentes suertes. El toreo evoluciona, claro está, porque está vivo. Pero ya está inventado.

Lo que está todavía sin inventar es el instrumento con el que se tore. Es decir, el toro.

Porque el instrumento que se una para torear no son los trastos, como pudiera pensarse a la ligera: capote, muleta, estoque. Estos son simplemente prótesis, prolongaciones del cuerpo del artista, comparables, digamos, a la uña postiza o a la púa de cuerno o de metal que usan algunos guitarristas, o al arco del violín. Se puede torear sin muleta: como con un sombrero. Domingo Ortega fue explícito: se torea con la palma de la mano. Y también con todo, claro: también lo he dicho aquí muchas veces. He visto a Manzanares padre torear de tal manera que lo hacía hsta con los pliegues plisados de la camisa de encajes. Es concebible incluso que se pueda matar al toro con la mano desnuda. No sólo fingidamente, como se hace cuando se concede el indulto. Sino de verdad, con un limpio y seco golpe del filo de la mano semejante al que dan los karatecas para partir un ladrillo. Los trastos, pues, no son más que trastos: utensilios, herramientas. Cosas inútiles. Vean ustedes lo que es un capote colgado en el filo de la barera, por primorosamente plegado y planchado que esté, antes de la corrida, en el tendido de capotes. O una muleta arrancada de la mano del matador, tirada en la arena: una mancha mate y muerta. Cosas muertas.

El instrumento que toca el torero es el toro, como el instrumento que toca el pianista es el piano.

Pero el piano está perfectamente inventado ya. No creo que sea perfeccionable. Ha evolucionado, claro, y en poco se parece un piano de cola de hoy a una espineta del siglo SVII o a un painoforte, un hammerflugel de martillos metálicos como los que tocaba Beethoven o Schubert. Para mejorar el piano actual sería necesario inventar otro instrumeto, tan distinto de él como puede ser la guitarra eléctrica de docd cuerdas de la guitarra "seca" clásica. Y ya no sería un piano.

También ha evolucionado el toro, de acuerdo. Pero no estoy seguro de que haya mejorado, aunque hay quienes sostienen (ganaderos y críticos) que hoy es mejor que nunca. Se habla de la mayor "toreabilidad" de uno u otro encaste del toro moderno, como si entre músicos se hablara de la "pianabilidad" de las distintas marcas de pianos: el Pleyel, el Seinway, el Yamaha que tiene nomre de electrodoméstico y recuerda la definicióin que le dio Rafael de Paula a un periodista que le preguntaba la técnica de su toreo; ¿yo técnica? "Técnica es lo que tiene el hombre que viene a arreglar la lavadora". El toro ha evolucionado, claro, en función del toreo,, y de los públicos. Y no creo que un "victorino" de hoy se parezca mucho a un "saltillo" de Marqués del Saltillo, que fue el fundador del encaste, aunque la estructura general sea la misma: cuatro patas, dos cuernos y un rabo. Sin embargo no es eso a lo que me refiero, sino al hecho de que, como dicen a veces -como repiten siempre- los toreros, "cada toro es un mundo". Cosa que no sucede con los pianos.
Sale un pianista al escenario de una sala de conciertos, saluda al público con una leve inclinacióin, y se sienta a tocar. Tiene un piano delante. PUede ser un Gaveau, o un Fischer, o un Yamaha con nombre de lavadora, pero es un piano. Sale en cambio un torero a la plaza, y por muy bien que conozca la ganadería anunciada y los caprichos de su encaste, y aunque con gran detalle le haya descrito su peón de confianza lo que vio por la mañana en el sorteo, no sabe nunca con qué se va a encontrar, con quien va a vérselas. Es como si cuando el pianista se asoma resuelto a interpretar, qué sé yo, una sonata para piano de Beethoven que se sabe de memoria, se popara con un piano radiclamente distinto del de la víspera. Uno con más teclas, o con menos teclas, o con forma de pandereta, o con sonido de trombón. O sin sonido, o con apenas un zumbido como el de una rueca de hilar. O, en vez de un piano, con una pelota de playa. O solamente con la baquetita, y sin piano.

A los toreros eso les pasa a diario.

Alguna vez se atrevió Domingo Ortega, torero y ganadero, a aventurar la opinión herética de que el toro bravo no existe ni ha existido nunca. Y de que sería bueno para la salud de la fiesta brava buscar otro animal más susceptible de ser toreado. Una especie de piano.

El problema reside en que el toro, a diferencia del piano, no se puede inventar. Porque está vivo.

lunes, 25 de enero de 2010

A la torera/ Antonio Caballero


Por Antonio Caballero
6 Toros 6 No. 791

Decía aquí mismo hace quince días, hablando de poesía y de toros, que un tema "artístico" no genera necesariamente arte, ni un tema "poético" inspira poesía. Así, los toros -salvo que a la vez sean poetas, y en ese caso el tema poco importa. Ni siquiera se necesita entonces ser aficionado. Rubén Darío, por ejemplo, que no lo era -pero era un gran poeta-, escribió una vez un poema a un buey castrado, cosa que a un aficionado cabal le hubiera puesto los pelos de punta por considerarlo poco poético. Un toro bravo, en cambio...

Ya recordé aquí la vez pasada cómo el poeta alemán Rainer María Rilke, sin saber nada de toros, escribió versos magníficos sobre la corrida, dedicados in memoriam a Francisco Montes "Paquiro". Pero a los aficionados lo que les importa no es el poema, sino el tema. O sea, los toros. Y, por supuesto, que el poema se ajuste en forma y contenido a los toros, y respete el reglamento taurino con absoluta fidelidad, del mismo modo que a la pintura de asunto taurino le exigen que se ciña a representar las cosas tal como son en los toros, con literalidad absoluta: que una gaonera sea reconociblemente una gaonera, y un pase natural sea un pase natural. Y por eso la pintura taurina suele ser más taurina que pintura. Por eso hace un par de años no le perdonaron a Miquel Barceló que hubiera pintado un "barceló" para los carteles de la feria de Sevilla, y este pasado abril Manuel Salinas tuvo que pintar un toro, en vez de un cuadro de Salinas, para no enfurecer a la afición. Sólo a Picasso, por ser Picasso, y tal vez porque está muerto, le toleran que en vez de pintar toros-toros pinte "picassos" cuando se pone a ilustrar la tauromaquia.

Con la poesía pasa lo mismo. Dice, por ejemplo, Rilke, en el poema de que vengo hablando, que un toro que salta al ruedo tiene la testuz "cerrada como un puño". La imagen es espléndida. Pero de inmediato un aficionado censura al poeta:

-¿Y eso qué quiere decir? ¿Abrochado de pitones? ¡Pues que lo diga, coño! Se conoce que el tío es alemán...

Sólo hay una excepción: Federico García Lorca, a quien le sucede lo que a Picasso: tiene bula. Porque es García Lorca, porque está muerto -él también- y por el prestigio de haber escrito el famoso Llanto por el torero Ignacio Sánchez Mejías, muerto en el ruedo. Pero yo he conocido aficionados quisquillosos que ni siquiera a él le pasan una. Dice el poeta, por ejemplo (en su pieza de teatro sobre Mariana Pineda), que "en la corrida más grande/ que vio en Ronda la vieja/ el matador de turno cinco toros mató, cinco,/ con divisa verde y negra".

Y el aficionado cabal puede que finja perdonar al poeta (ya digo: por lo del Llanto), pero le irrita profundamente que no sepa que, en provincias, los toros de Miura no se torean con divisa verde y negra, como en Madrid, sino verde y encarnada, como sabe todo el mundo.

Y algo todavía más grave. Primero el poeta habla de "cinco toros de azabache"; y luego dice, tan tranquilo, que el torero se movía en la plaza "frente a los toros zaínos/ que España cría en su tierra". ¿Al fin qué? No es lo mismo un toro negro azabache, brillante como un espejo, que uno negro zaíno, con la capa de un negro mate y sin luz. Y además, los de Miura nunca son ni lo uno ni ni lo otro. Los hay sardos, salineros, mulatos, cárdenos entrepelados, chorreados en morcillo... De todo, o casi. Pero zaínos no, y de azabache menos.

Todo eso resulta intolerante para el aficionado porque, digo, le interesa más la justeza precisa de la descripción taurina fidedigna que la poesía en sí. La poesía se debe someter a la tauromaquia, y no al revés. El aficionado no acepta que García Lorca caiga en el pecado que su colega Quevedo les atribuye a todos los poetas, que van a dar al infierno por "el consonante condenados". Es decir, por cuenta d ela rima de sus versos, que los obliga a decir mentiras. O, como en este caso de GArcía Lorca, por cuenta de la métrica. No podía escribir él un verso como "frente a los toros chorreados en morcillo" (o "frente a los toros cárdenos entrepelados") porque se le hubiera venido abajo el sonsonete del octosílabo. Ni tampoco repetir su (ya errónea) definición de "toros de azabache" por la misma razón. Le tocaba inventar de acuerdo con su propia música interior, pasándose por la faja, o saltándose a la torera, las reglas que los aficionados creen intocables e inmutables de la tauromaquia.

martes, 13 de octubre de 2009

La poesía/ Antonio Caballero


Por Antonio Caballero
Revista 6toros6 No. 789, agosto 2009.

Parece ser que están filmando en California una película sobre una torera lesbiana. Y en una entrevista cuenta la actriz protagonista que lo más difícil para ella no fueron las escenas de sexo (a estas alturas, hasta el Dalai Lama...), ni los desnudos (si son exigencia del guión…), sino “aprender a torear”. Al llegar a este punto de las declaraciones de la artista me detuve, estupefacto. ¡Ah! ¿Es que se puede aprender?

La señorita en cuestión dice que sí, y que lo único que hace falta para eso es atreverse.

No sé. No estoy seguro. Me parece a mí que no. Una vez un excelente aficionado (taurino, por supuesto: es la única palabra que nos pertenece de verdad sólo a nosotros) me dio a leer unos poemas de su propia cosecha (taurinos, por supuesto). Palidecí. Pero en fin, los leí de cabo a rabo. Cuando iba por la tercera o cuarta estrofa me acordé de la anécdota de un malhumorado crítico a quien un poeta entusiasta le había pedido su opinión sincera sobre cuál era mejor de sus poemas que había compuesto. El crítico le echó una ojeada al primero y dijo sin vacilar:

-Es mejor el otro.

De la docena que a mí me tocó leer no era mejor ninguno. Con precaución, con dulzura, como quien el habla a un amigo gravemente enfermo, se lo dije al poeta. Y alegó en su defensa:

-¡Pero si son taurinos!

Sí, sí: por supuesto. Pero no eran poemas. Quiero decir que no eran poesía. Los aficionados (a los toros, por supuesto) tienden a creer que lo sublime de su adicción basta para ennoblecer todo lo que al respecto les salga de los cojones: pasodobles, cuarteles de feria, estatuas de toreros, fotos, crónicas, elegías. Y no es así. Se trata de un error antiguo, es cierto: en él cayeron los maestros de la retórica clásica, que juzgaban la calidad de una obra artística a la luz de la elevación de su tema. Y no es así. El arte no está en el tema. Va, por ejemplo, Sánchez Cotán, y en vez de pintar una escena edificante tomada de la Historia Sagrada pinta un bodegón con un repollo y un nabo. O le escribe a Quevedo una elegía en endecasílabos al ojo del culo. La cosa es al revés: los temas “pintorescos” no suelen ser buenos temas pictóricos, y por añadidura en general son cursis. Y los temas “poéticos” producen mala poesía, salvo cuando quien los trata es un poeta de verdad: y de esos sólo hay uno o dos en cada generación y en cada lengua. Góngora, pongamos por caso, es capaz de hacer maravillas con recursos tan ostentosamente “poéticos” que parecen de caricatura, como pueden ser un clavel, la aurora, el seno:

Caído se lo ha un clavel
hoy a la aurora del seno…

Pero déle usted los mismos elementos a uno que no sea Góngora, digamos a Julio Iglesias, y a ver qué pasa.

Con lo cual vuelvo a los poemas taurinos de mi amigo el aficionado, y a las declaraciones de la actriz de cine que aprendió a torear para representar a una torera lesbiana. En todos los casos el problema es el mismo. Es necesario atreverse a ser poeta para ser poeta, y es necesario también atreverse a torear para ser torero. Pero no basta con atreverse.

Un gran poeta, Rainer María Rilke –uno que, con todo y ser alemán, una vez se atrevió a escribir un poema taurino nada menos que en Ronda- dio un consejo sabio en sus “Cartas a un joven poeta”:

- Si no es absolutamente necesario, no escribas.

A mi amigo el aficionado poeta, o poeta aficionado, le cité el consejo de Rilke. Se lo tomó muy en serio conmigo. Y ahora pinta.

miércoles, 13 de agosto de 2008


Buscarle tres pies al toro/ Antonio Caballero


Por Antonio CaballeroRevista 6toros6, No. 273 de 6 de mayo de 2008




Desde hace algunos años vengo oyendo repetir a menudo un aforismo inventado por algún antitaurino ingenioso, que por lo visto a muchos les parece el colmo irrefutble de la crítica:

-Si el toreo es arte, el canibalismo es gastronomía.

Pues sí. Las dos proposiones son ciertas, y ninguna de las dos es censurable. Otra cosa es que el ingenioso antinturino, que a lo mejor es también antigastrónomo, confunda los valores propios del arte con sus gustos personales. El toreo -para qué voy a entrar en ello ante los lectores de esta revista- es sencillamente el arte de bien torear. Y la gastronomía es sencillamente el arte de bien comer. Independientemente de cuál sea la naturaleza de las cosas que se comen, minerales, animales o vegetales: sal de roca, o almejas que se trgan vivas, o nueces secas y roídas, ya caídas del noga, como las consumen los vegetarianos más estrictas. O personas. El canibalismo, esa práctica cultural que consiste en darle a la carne humana tratamiento de producto alimenticio, pertenece por derecho propio al reino de la gastronomía. Puede gustar o no gustar, por supuesto. Yo, por ejemplo, no soy canibal. Pero tampoco me gusta, pongamos el caso, el brócoli, y no por eso le niego al soufflé de brocoli al queso parmesano su condición de preparación gastronómica que para otros paladares puede resultar exquisita.Ya digo: el ingenioso antitaurino autor del aforismo identifica el arte con sus gustos individuales, y la negación del arte con sus repugnancias íntimas, o inclusive con sus propias convicciones filosóficas o sus propios prejuicios culturles. Pero un arte no es una moral, no hay que juzgar el arte con criterios morales. Para los nazis, por ejemplo, todo el arte abstracto, impresionist, cubista o surrealista de la primera mitad del siglo XX era "arte degenerado". Para los curas doctrineros de la conquista de América el arte de los mayas o de los aztecas no era arte, sino manifestación demoníaca. Sin ir tan lejos, el ingenioso antitaurino me recuerda a lo que se llama en inglés un philistine, un filisteo: alguien estrecho de miras, inculto, indiferente al arte. Una de esas personas que, para decirlo con Machado "desprecian lo que ignoran", y que frente a una instalación de Beuys o un cuadro de Tapies comentan despectivos:

- ¿Esto? Esto lo hará mi hijo que tiene cuatro años con los ojos cerrados.

Y les niegan la condicion de música a las composiciones electrónicas de Stockhausen, por complicadas, o las marchas militares por elementales.

Y si menciono las marchas es porque el aforismo antitaurino que vengo citando me recuerda la célebre frase ingenios de Georges Clemenceau sobre los militares:

-La justicia militar es la justicia lo que la música militar es a la música.

A lo mejor Clemenceau sabía mucho de música; pero, siendo como era un político profesional, no creo que entendiera mucho de justicia.De manera que nada de comparaciones, por ingeniosas que resulten. A quien no le gustan los toros es porque no le gustan. Está en todo su derecho. Pero que no le busque tres pies al gato. Que no se ponga a buscarles a sus disgustos o repugnancias personales y viscerales motivos éticos o estéticos, porque on vienen a cuento.

¿Y entonces nosotros qué, a quienes sí nos gustan? Pues exactamente igual. Nos gustan porque sí: porque nos gustan. Las consideraciones éticas, estéticas, etcétera, no son nin justificación ni disculpa: vienen por añadidura.
*La foto es de Manon: manonfotoblog.blogspot.com

martes, 11 de marzo de 2008

TOREO Y RODEO/ Antonio Caballero


Antonio Caballero
Revista 6toros6, No. 683 de 31 de julio de 2007

No hace mucho vi por televisión una corrida de toros en compañía de un neófito. Le pareció un espectáculo tosco y brutal, y sobre todo aburrido. Me dijo que prefería el rodeo.

¿El rodeo? Yo recuerdo haber visto una vez, hace tiempo (y también por televisión), un rodeo celebrado en algún pueblo de Wyoming o de Tejas. Y ese espectáculo sí que me pareció tosco y brutal, y sobre todo terriblemente aburrido. No era un rodeo de potros broncos, sino esa variante del rodeo norteamericano que se llamaba bullriding o jineteo de toros: un empeño de pura fuerza bruta, carente de arte o gracia, y hasta técnica. Se trata simplemente de no dejarse tumbar por un toro que da saltos. Pero a juzgar por el entusiasmo loco del público en las tribunas (no me atrevo a llamarlas tendidos) y por el todavía más delirante, aunque con algo de impostación profesional, del comentarista de televisión, aquel rodeo era el mejor que se había dado en mucho tiempo en todo el Lejano Oeste. Todos los aficionados hemos asistido a docenas de corridas aburridas, y hemos sido capaces de aguantarlas: pero su aburrimiento no engaña ni al público ni a los críticos. Aquellos, en cambio, parecía ser una de las más entretenidas exhibiciones de bullriding que se hubieran vivido en Tejas (o en Wyoming, donde fuera). Yo, por mi parte, no aguanté ni un cuarto de hora.

Hay que advertir que en un cuarto de hora de bullriding caben tantos toros como en una corrida entera de Las Ventas, con todo y sus devoluciones de inválidos. Porque en el rodeo las cosas suceden a la velocidad del rayo. El comentarista se deshacía en elogios cuando mediante un esfuerzo sobrehumano el jinete de turno conseguía completar seis segundos o siete a los lomos del animal corcovante, enloquecido de furor. ¿Les daban algo? Eran unos inmensos toros de carne que pesaban sus buenos ochocientos kilos, y sin embargo saltaban como pelotas de goma y giraban como peones sobre sí mismos, como si a la salida de corrales el torilero les hubiera metido todo un chile picante como un hierro candente por el culo. El jinete aguantaba tres o cuatro tumbos y salía despedido como un pelele manteado por sobre las orejas, y rodaba por tierra en medio de la polvareda mientras lo pisoteaban las anchas pezuñas de la bestia. Pues se trataba de bestias bastas y mal hechas, de pesadas patas rodillonas, de gorda culata y cuello corto y badanudo, con los astigordos pitones desmochados a serrucho casi por la mazorca, que coceaban como mulas y daban brincos como gatos monteses antes de escapar a la carrera, ya sin jinete, fuera de la pantalla de televisión como actores de teatro que hacen mutis por el foro. Salían otros en su lugar, igualmente feos, igualmente enfurecidos, igualmente incabalgables. El problema, pienso ahora que escribo esta palabra, reside precisamente ahí: en que los toros no están hechos para ser cabalgados, sino para ser toreados. Y en consecuencia el espectáculo del bullriding es repelentemente antinatural, como lo serái, si existiere, el horsefighting, o toreo de caballos. Porque así como un caballo no se puede torear, un toro no se puede cabalgar. No lo permite la naturaleza. De esta aberración de origen, de esa contradicción, nace todo el absurdo del bullriding como lo exigiría el hecho de que lo hagan con toros, sino vaqueros, como si fuera con vacas: cowboys, como en las películas. Y es por eso que (al menos en el espectáculo que yo vi) no usan sombreros de cowboy sino máscaras protectoras, mezcla de casco de motociclista y yelmo de gladiador, como los profesionales del football norteamericano: un deporte que, aunque su nombre se traduce literalmente por el de balompié, no se practica con los pies sino con las manos.

No decía el comentarista de televisión que los toros del rodeo hubieran dado buen juego, sino que habían hecho un buen trabajo: a good job. Porque, en efecto, se trata de un trabajo. Lo contrario de lo que es el toreo.

jueves, 3 de enero de 2008

NOTAS DEL TENTADERO/ Antonio Caballero


Por Antonio Caballero (6toros6)

La gente, ingenuamente, da por hecho que quienes nos atrevemos a opinar sobre algo sabemos algo sobre ese algo. En este caso, sobre toros. Eso nos halaga, pero a la vez nos preocupa. Nos pasa como a la mujer de Joan Miró, una astuta payesa mallorquina que se inquietaba al ver cómo su marido triunfaba estruendosamente en el mundo de la pintura:

-Ay Joan… - le decía- :¿Y si se enteran?

No se han enterado.

En lo que a mí respecta, y en esto de los toros, muchas veces he intentado dejar las cosas claras: no tengo ni idea. Pero nadie me cree. A lo sumo me responden con amabilidad que sí, que en esto siempre se aprende y nunca se acaba de saber. De acuerdo: pero es que yo nunca he aprendido y ni siquiera he empezado a saber. No me hacen caso. Piensan que lo digo por coquetería, por pescar elogios. Así que he acabado por resignarme al malentendido. Ya ni me ruborizo. Hasta firmo libros. Porque a la vez he descubierto que también es cierto aquello de que nadie sabe de toros, ni las vacas, que le atribuyen a Joselito “El Gallo”. Voy a cometer una infidencia. Una tarde me tocó en los toros una localidad justo detrás del director de esta revista, en una plaza de estrechísimos graderíos, la de Aranjuez. Vi que tomaba notas en una libretita. Yo hago lo mismo, pero las mías son garabatos incomprensibles, para que parezcan notas y a la vez quien las lea por encima de mi hombro no se dé cuenta de que lo que pasa es que no sé. El curioso me preguntaba entonces: “¿Y las entiendes luego?” Y yo digo: “Pschéee… Son sólo notas: la corrida está aquí” (y me doy una palmada en la frente). En fin. El caso es que espié por encima del hombro de nuestro director para ser sus notas, y copiarlas, y así lucirme luego y que dijeran “Jo, lo que sabe este tío…!” Y vi que ponía, en letra pero clara: “Cielo nublado”. Miré al cielo. Sí, estaba nublado. Pero hasta yo, que no sé nada de toros, hubiera podido darme cuenta de eso sin la ayuda de un crítico. Copie sin embargo la nota, por sí acaso, y luego la transcribí en un artículo sin cambiar ni una coma. Y me dijeron “¡Jo, tío…! Tú no es sólo que sepas un huevo, sino que además eres un poeta”. Creo que casi todos los poetas son así.

Eso, en la plaza, basta. Finge uno que toma notas, y ya. Pero ¿y en un tentadero en el campo? Ahí hay que opinar algo ¿no? Hay que arrimarse. No el ganadero, que no permite que nadie vea sus notas y por eso las toma oculto en un burladero excavado en el muro de la placita de tientas. (Luego, en la plaza de verdad, sale el toro descastado y manso y flojo, como todos, y el ganadero finge extrañeza: “Pero si la madre tuvo muy buena nota…” ¿Qué nota? “¿Cielo nublado?”) No el ganadero, digo, sino uno, que va de invitado al palco y tiene que opinar. Hay otros invitados, ganaderos, buenos aficionados, gente que sabe, algún apoderado, el picador en su caballote de crines rubias, un matador que tienta, y roquedales, y acebuchales, y el esquilón lejano de un buey. ¿Qué va a comentar uno, si no sabe? ¿Cielo nublado? Por eso dice, sabiamente, un gran aficionado que conozco:

-A mí esto de los tentaderos no...

¿No qué? No nada. Simplemente “no”, y unos puntos suspensivos. Ahí está el secreto de la sabiduría. En esos puntos suspensivos. Sale la vaquita, va, viene, corretea, se estrella contra el peto, hay gritos y carreras, se alzan remolinos de polvo. Dice entonces uno:

-Pues creo yo que esta vaca…

Y calla.

Más carreras, más gritos, más torbellinos bajo el cielo nublado. Y uno comenta:

-Pues no sé yo si…

O bien, cruzando los brazos:

-Vamos a ver si ahora…

Y le hace al vecino, con el dedo, ademán de guardar silencio y esperar.

Sale otra vaca, gritos, carreras, etcétera. Y aprovecha uno para dejar caer una afirmación rotunda:

-Claro: es que esta es otra vaca.

Y oye uno que en torno cuchichean:

-¡Jo, lo que sabe este tío…!

viernes, 16 de noviembre de 2007

LOS TROFEOS/ Antonio Caballero



Por Antonio Caballero
Revista 6toros6 No. 681

La fiesta de los toros es en primer lugar un sacrificio, como todos sabemos. Pero se nos olvida. Olvidamos que el toro es la víctima propiciatoria que va a ser inmolada, y sólo le prestamos atención a la bravura o mansedumbre de su comportamiento; a su juego. En el torero no vemos al sacrificador, sino al artista; y lo juzgamos por su valor o por su técnica en vez de mirarlo a la luz de su primigenia función sacerdotal. Ya sea por el deslumbramiento siempre renovado del espectáculo o, al revés por el encallamiento de la costumbre, ignoramos el sentido fundamental de lo que estamos presenciando, que es el sacrificial. Nos distraen los detalles. La forma nos oculta el fondo. Y así pasamos inadvertidamente a otro plano: empezamos a ver fondo en la forma. Refinamiento que, probablemente, es lo propio de la civilización.

Lo mismo ha sucedido, por supuesto, con otros sacrificios, reales o representados.

Hace algunos años un diario de Madrid publicaba una página dominical dedicada a dar cuenta de las misas oficiadas en las distintas parroquias de la ciudad que parecía calcada de su sección taurina: sin referirse nunca al significado del asunto tratado -el sacrificio de la Eucaristía- hacía la crónica detallada de todo lo que lo rodeaba: la agilidad de los monaguillos, la elocuencia del cura en el sermón, la presentación de los instrumentos y de los ornamentos: las vinajeras, las casullas, los candelabros del altar. Los aspectos formales del ritual sustituían su sustancia. Sin duda a los antiguos aztecas les pasaba lo mismo con respecto a los sacrificios humanos que tanto espantaron a los rudos soldados de Cortés y les recordaron, por su hedor, los mataderos de Castilla. Para ellos lo notable, lo digno de mención, no era el arrancamiento de los corazones palpitantes, sino el tañido de los instrumentos musicales, el color de las plumas, la imponencia de las escalinatas de las pirámides sagradas. Lo superfluo.

Sin embargo, en las plazas de toros hay un momento en el que se nos recuerda que nos encontramos en presencia de un sacrificio. El de la entrega y la exhibición de los trofeos.

En otras fiestas, en otras artes, en otras disciplinas, también se dan premios. Los triunfadores reciben -por lo general de manos de una bella señorita, aunque puede ser igualmente de las de algún funcionario deportivo o un ujier académico-, qué sé yo: una flor natural, una corona de laurel, una copa de plata o una medalla de oro, o un certificado caligrafiado en letra de estilo. En los toros no. En los toros el matador es galardonado con un pedazo de su víctima. Una oreja (o dos, a lo mejor el rabo). La pasea ante el público y, mediada la vuelta al redondel, la arroja hacia el tendido con gesto alegre de atleta en el estadio. Un niño salta de dicha para atraparla en el aire.

Cuando llega a su casa, después de la corrida, su madre le encuentra en el bolsillo el despojo ensangrentado, da un respingo de repugnancia, y le obliga a tirarlo a la basura.

El niño es un aficionado. La madre, una antitaurina.

Por eso no podremos convencer nunca a los antitaurinos explicándoles el arte o la fiesta de los toros, porque lo que rechazan de ellos es lo fundamental: el sacrificio.
Encuentran repulsivo el hecho mismo del sacrificio, sin ver más allá, sin querer ver lo que el sacrificio representa. No ven lo simbólico, sino lo inmediato y crudamente real.

El aficionado -el niño de que hablo- ve en la oreja un trofeo: para citar el diccionario, "un objeto usado por el enemigo en la guerra, del que se apodera el vencedor". El antitaurino -la madre del niño- encuentra una piltrafa de casquería, peluda y pegajosa, sucia de sangre coagulada y de arena negruzca en sus anfractuosidades cartilaginosas y blanquecinas. En una palabra: ve en el trofeo una oreja.

Y, claro, le da asco.