Esteban Ortiz Mena
Si uno lo recordara todo, mil veces el dolor nos impediría seguir adelante. Por ejemplo, si un bebé recordara los golpes que se busca en el intento, no caminaría jamás. Y desde ahí hasta la última borrachera, sobre todo la de algunitos que ya se vuelve recurrente, mil placeres no repetiríamos si recordáramos antes el dolor que puede causarnos.
Por eso los recuerdos que guardamos son los más especiales. Los recuerdos, no sé si les pasa, nos llenan de satisfacción. De recuerdos estamos hechos, los pasamos viviendo, pero siempre nos acordamos lo los que más satisfacciones nos traen. Inclusive, con el paso del tiempo, borramos lo negativo y exageramos lo positivo. Pero de eso se trata, de la satisfacción de haber vivido con intensidad. El recuerdo eriza la piel, ruboriza la cara, genera una expresión de picardía, los ojos se ponen brillantes, descubrimos el por qué de las ojeras profundas… Muchas veces queremos que se repitan, no siempre, por eso nuestras palpitaciones se aceleran, el dolor profundo se convierte en placer, los ojos se humedecen y cambian de parecer, el pecho se hincha, la boca hace un gesto que se llama sonrisa. Cuando recordamos, la vista se nubla… lo vuelves a sentir: la boca se vuelve agua pensando en el sabor que dejó un beso, un muletazo, una verónica. La sensación de estar puesto un vestido de torear. Lo que significa hacer un paseíllo. Ahí es cuando el estómago se vuelve cómplice: aletea. Y las manos, ansiosas, juegan el juego de recordar…
Cierras los ojos y vuelves a vivir lo vivido, como es lógico, con distinta intensidad. Pero el mismo escalofrío te recorre la piel. Una cosa hermosa es una alegría para siempre. Bueno, a veces es angustia, pocas, sonrisas eternas muchas, recuerdos recurrentes. Me lleno de nostalgia, la esperanza de volver a vivir… recordando.
Estoy algo confuso en mis descripciones, quizás como vienen los recuerdos. Hoy, justo hoy me acuerdo de una fecha: cinco de agosto de 1995. Un cartel de verano en la Plaza Quito; la nostalgia de que de eso ya son doce años. Ninguno fue torero, tres debutábamos en esa fecha. Uno del cartel llegó a mediocre matador de toros, el resto de los actuantes, con más sinceridad, lo intentamos. No lo logramos (estoy seguro que en lo más íntimo de cada uno está el haber intentado, jugándose las piernas). Tres debutábamos ese día: Ponce, Guzmán y Ortiz. En ese orden nos parieron, el día de nuestra antigüedad.
Quien sabe. La vida es caprichosa, pero si no hubiera sido así, quien sabe si la historia fuera otra y, para mala suerte de muchos, quizás no estuviera aquí escribiendo, menos siendo compañeros de aventuras taurinas.
Quería compartir el festejo que hacemos todos los años quienes celebramos esta fecha como la más especial de todas. Es una especie de cumpleaños taurino. Porque aunque no lo crean, todos los años (desde esa época) quienes toreamos lo volvemos a vivir.
Seguramente todos tenemos nuestras fechas, nuestros momentos. Por eso, aprovechando esta ocasión, festejemos cada uno su fecha íntima, acordémonos que sin ese momento, no seríamos nosotros. Porque de eso se trata.
Para los que alternamos ese día, un fuerte abrazo. A quienes leen esto, muchas gracias por ser cómplices de algo íntimo… 12 años después.
¡Feliz 5 de agosto! ¡Felices sueños!
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