martes, 28 de junio de 2011

EL ARTE DE TOREAR/ Juan Manuel de Prada


Juan Manuel de Prada

"Arte puramente analfabeta", define Bergamín el toreo. Y aquí el aficionado pega un respingo, harto de que lo tachen de bruto y de bárbaro los repartidores de bulas y anatemas que tienen a su cargo dictaminar la rigurosísima dieta de Progreso que el español debe imponerse, para convertirse en un engranaje más de la espantable máquina de su ingeniería social, muy finamente llamada ciudadanía. "Arte puramente analfabeta", define Bergamín el toreo, y no se me ocurre definición más exacta y dilucidadora; pues, en efecto, el toreo, como el cante hondo, no tiene trascripción posible, nace de la improvisación y encarna el misterio eternamente fugitivo del arte, encarna ese quod divinum horaciano que sopla donde quiere.

La historia de las bellas artes podría resumirse como la historia de una domesticación. Hubo un tiempo en que a la gente, desde los manantiales ancestrales de su pura humanidad, se le ocurría cantar y bailar al calor ecuménico del vino, o pintar las paredes de una cueva, o recitar en verso las hazañas de un miles gloriosus, o modelar una estatuilla de barro y cocerla en el fuego; y este arte gozoso y puramente espontáneo era arte analfabeto, arte que brotaba del genio popular como una segregación del espíritu, con la misma naturalidad con la que brotan las palabras de los labios de un niño, aunque no conozca sus reglas fonéticas, sintácticas, prosódicas o gramaticales. Arte analfabeto era, por ejemplo, el de los juglares que recorrían los pueblos, ignorantes de la preceptiva literaria, recitando romances y canciones que enseguida se aprendían de memoria quienes los escuchaban, porque esos romances y canciones ya estaban hibernando en su inconsciente, esperando la voz milagrosa que les dijera: "Levántate y anda". Pero este arte que nacía de abajo, arte constitutivo de la entraña popular, encarnación de aquello que los románticos alemanes denominaron Volkgeist, se reveló pronto peligroso para quienes aspiraban a convertirlo en un arma de dominio, manejándolo para sus fines e imprimiendo en él sus ideas. Y entonces nació lo que hoy los titulares del dominio llaman pomposamente Cultura, un arte establecido desde arriba, con sus castas de intelectuales gregarios y sus negociados burocráticos, con sus programaciones y sus cánones establecidos por los repartidores de bulas y anatemas. Y, así, aquel impulso originario, nacido de la entraña popular, se estabuló en exposiciones de pintura fina y en libritos de escritores fetén y en representaciones teatrales subvencionadas y en peliculitas jaleadas por la propaganda: sucedáneos de arte que se administran al pueblo como alfalfa, para convertirlo en ciudadanía y acomodarlo a los esquemas sociales que interesan al dominio. Para que a nadie se le ocurra sentir ni pensar. Para que no haya nunca más, en fin, arte nacido del misterio, sino sucedáneos domesticados.

Pero con los toros no han podido. Y por eso los toros fastidian tanto a los titulares del dominio, por eso los toros son tan denostados en el Matrix progre: porque son una subsistencia, bendita subsistencia, de aquella edad dorada en que los hombres se expresaban a través de un arte insumiso, un arte que era expresión de lo que ellos eran, no de lo que los ingenieros sociales y los dietistas de Progreso deseaban que fueran. ¿Y qué somos cuando acudimos a una plaza de toros? Somos, nada más y nada menos, españoles, numantinamente españoles, españoles graves y hondos que miran la muerte de frente. Escribía Foxá que los toros son "el espectáculo de un pueblo religioso acostumbrado por su sangre a pasearse tranquilamente entre el más acá y el Más Allá". Y en eso, en pasearse entre el más acá y el Más Allá, ha consistido el arte genuinamente español; lo demás es filfa y gargarismo de pitiminí con el que los titulares del dominio mantienen aborregada a la ciudadanía.

Y, como arte que se pasea tranquilamente entre el más acá y el Más Allá, el toreo es un arte espiritual, aunque la carne –carne gallarda que se expone a la muerte, carne dilacerada y sangrante que se vacía de vida— tenga una presencia tan cierta y dolorosa. Pero también El Greco pintaba en sus cuadros un abigarramiento de carne; y, sin embargo, en ellos solo vemos espíritu, almas que se pasean tranquilamente entre el más acá y el Más Allá. Recordemos el consejo de Belmonte a un joven aprendiz: "Si quieres torear bien, olvídate que tienes cuerpo". Así es el arte del toreo: plenitud espiritual, emoción del alma, posesión divina, una cornada de Divinidad entrando en nuestra sangre, buscándonos la femoral. Así lo siente el torero al terminar una faena cuajada, pisando la arena como si levitase, abandonado de su cuerpo; así lo siente el aficionado que ha contemplado la faena (y no importa que sea aficionado nuevo o veterano, porque nadie se curte en arte), con el vello erizado y los ojos arrasados de lágrimas: pues el espíritu, agolpado en el vello y en las lágrimas, pugna por zafarse de su velo mortal. Y, porque es verdadero arte y no engañifa manufacturada por los manufactureros de la Cultura, el toreo bueno se distingue enseguida del toreo malo, cosa que no ocurre cuando uno visita una exposición o lee un libro jaleados por los repartidores de bulas y anatemas. Uno lee uno de estos libros o visita una de estas exposiciones y no sabe qué sentir ni qué pensar, y acaba por fingir que siente o piensa, y lo expresa de forma aturullada y confusa, porque el fingimiento requiere alambicamientos y logomaquias; en cambio, uno ve una faena mala, donde la posesión divina es suplantada por una turbia emoción física, por una grosera pornografía de la muerte, y sólo siente asco y desdén hacia el torero que ha pretendido engañarle. Es cierto que hay gente que se deja engañar y aplaude los aspavientos e histrionismos del mal torero (que, a veces, son histrionismos estatuarios), como hay gente que se deja engatusar por las liquidaciones y los saldos, pero esta gente no es aficionada al toreo, es la avanzadilla de infiltrados que los titulares del dominio envían, para ver si logran domesticar el arte del toreo y asimilarlo a los productos culturales del Matrix progre.

Y, en fin, por no ser manufactura cultural que se expide a granel haciendo girar el manubrio de la producción en cadena, el arte del toreo sólo se ve en contadísimas ocasiones y, como todo arte verdadero, es efímero, aunque luego podamos evocarlo con los ojos del alma (porque tratar de evocarlo a través de una pálida fotografía o de una grabación videográfica es empeño estéril: la cornada de la Divinidad ya se ha disipado). Que el toreo sea un arte no quiere decir que todos los que lo cultivan sean artistas; ni siquiera que los pocos que en verdad son artistas puedan cuajar el arte siempre. Y es que el arte verdadero es lo contrario de la técnica: un manufacturero de la Cultura puede suplir con oficio su mediocridad y dar el pego; al artista del toreo de nada le sirve la técnica, porque su arte sólo se cuaja si el toro quiere. El arte del toreo está hecho de muy pocas faenas cuajadas y de un número ingente de faenas borrosas, bosquejadas, apenas balbucidas. Y como, además, es un arte efímero, momentáneo, irrecobrable, un soplo de espíritu que pasa en un santiamén del más acá al Más Allá y no sabemos si volverá, nos exige vigilancia constante, nos exige estar con las lámparas siempre encendidas, como aquellas vírgenes prudentes de la parábola evangélica que aguardaban el regreso del esposo.

Al encuentro de ese esposo vamos, con nuestras lámparas encendidas, los amantes del toreo a esta feria de San Isidro. Tal vez el esposo tarde en llegar, o llegue para hacernos la visita del médico, o no llegue nunca, pero sólo en la espera grave y honda de esa visita hay mucho más arte que en los sucedáneos domesticados que los titulares del dominio pretenden vendernos. En esa espera numantina se cifra la subsistencia, bendita subsistencia, de aquella edad dorada en que los hombres se expresaban a través de un arte insumiso, un arte que es expresión de lo que somos, no de lo que los ingenieros sociales y los dietistas de Progreso desean que seamos.

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