No digo que las corridas de toros no sean crueles y es legítimo que haya gente que a más de no gustarle prefiera su desaparición. El problema de la oposición a una práctica tradicional es que fácilmente puede trasladarse a otras que forman la esencia de identidad y afirmación cultural de diversas colectividades: los sacrificios de la religión Yoruba, mal llamada santería y las limpias, curaciones y diagnósticos de la medicina tradicional indígena que se realizan con cuyes, por poner otro ejemplo.
Podríamos hablar también del sacrificio del gallo, con el que se inicia o se iniciaba (no tengo información reciente) el carnaval de Guaranda para fertilizar la tierra con sangre y saludar el regreso del Inca; dicen que cuando murió Atahualpa cantó un gallo y que por eso gallina en quichua se dice atillpa o atallpa.
En el Azuay existen también ritos de sobra como el gallo pitina de Cumbe o el sacrificio del toro en Girón. Creo que no sólo es necesario respetar sino también proteger todos los registros de la cultura humana: ritos, libros, lenguas y lenguajes.
Un ritual es revivir un drama ancestral, histórico o mítico, un segmento del tiempo en la conciencia. La ritualización de la vida permite también que la agresividad o potencial enemistad entre los pueblos y las personas, se canalicen en juegos acordados. Creo que suprimir una práctica ritual esté o no en envoltura religiosa es tan criminal como quemar un libro. Hablo de ritos que si son entre seres humanos deben ser practicadas por acuerdo mutuo y si son en acción con la naturaleza no pongan en riesgo el equilibrio ambiental. Si eso ocurre, el reemplazo de prácticas y su evolución hacia otro tipo de signos, debe darse dentro del concierto vital de quienes comparten ese universo simbólico y serán las estructuras políticas de cada tradición simbólica, consejos de ancianos, por ejemplo, las fundamentales para la reelaboración de prácticas y nuevas interpretaciones.
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