Por Antonio Caballero
6 Toros 6 No. 791
Decía aquí mismo hace quince días, hablando de poesía y de toros, que un tema "artístico" no genera necesariamente arte, ni un tema "poético" inspira poesía. Así, los toros -salvo que a la vez sean poetas, y en ese caso el tema poco importa. Ni siquiera se necesita entonces ser aficionado. Rubén Darío, por ejemplo, que no lo era -pero era un gran poeta-, escribió una vez un poema a un buey castrado, cosa que a un aficionado cabal le hubiera puesto los pelos de punta por considerarlo poco poético. Un toro bravo, en cambio...
Ya recordé aquí la vez pasada cómo el poeta alemán Rainer María Rilke, sin saber nada de toros, escribió versos magníficos sobre la corrida, dedicados in memoriam a Francisco Montes "Paquiro". Pero a los aficionados lo que les importa no es el poema, sino el tema. O sea, los toros. Y, por supuesto, que el poema se ajuste en forma y contenido a los toros, y respete el reglamento taurino con absoluta fidelidad, del mismo modo que a la pintura de asunto taurino le exigen que se ciña a representar las cosas tal como son en los toros, con literalidad absoluta: que una gaonera sea reconociblemente una gaonera, y un pase natural sea un pase natural. Y por eso la pintura taurina suele ser más taurina que pintura. Por eso hace un par de años no le perdonaron a Miquel Barceló que hubiera pintado un "barceló" para los carteles de la feria de Sevilla, y este pasado abril Manuel Salinas tuvo que pintar un toro, en vez de un cuadro de Salinas, para no enfurecer a la afición. Sólo a Picasso, por ser Picasso, y tal vez porque está muerto, le toleran que en vez de pintar toros-toros pinte "picassos" cuando se pone a ilustrar la tauromaquia.
Con la poesía pasa lo mismo. Dice, por ejemplo, Rilke, en el poema de que vengo hablando, que un toro que salta al ruedo tiene la testuz "cerrada como un puño". La imagen es espléndida. Pero de inmediato un aficionado censura al poeta:
-¿Y eso qué quiere decir? ¿Abrochado de pitones? ¡Pues que lo diga, coño! Se conoce que el tío es alemán...
Sólo hay una excepción: Federico García Lorca, a quien le sucede lo que a Picasso: tiene bula. Porque es García Lorca, porque está muerto -él también- y por el prestigio de haber escrito el famoso Llanto por el torero Ignacio Sánchez Mejías, muerto en el ruedo. Pero yo he conocido aficionados quisquillosos que ni siquiera a él le pasan una. Dice el poeta, por ejemplo (en su pieza de teatro sobre Mariana Pineda), que "en la corrida más grande/ que vio en Ronda la vieja/ el matador de turno cinco toros mató, cinco,/ con divisa verde y negra".
Y el aficionado cabal puede que finja perdonar al poeta (ya digo: por lo del Llanto), pero le irrita profundamente que no sepa que, en provincias, los toros de Miura no se torean con divisa verde y negra, como en Madrid, sino verde y encarnada, como sabe todo el mundo.
Y algo todavía más grave. Primero el poeta habla de "cinco toros de azabache"; y luego dice, tan tranquilo, que el torero se movía en la plaza "frente a los toros zaínos/ que España cría en su tierra". ¿Al fin qué? No es lo mismo un toro negro azabache, brillante como un espejo, que uno negro zaíno, con la capa de un negro mate y sin luz. Y además, los de Miura nunca son ni lo uno ni ni lo otro. Los hay sardos, salineros, mulatos, cárdenos entrepelados, chorreados en morcillo... De todo, o casi. Pero zaínos no, y de azabache menos.
Todo eso resulta intolerante para el aficionado porque, digo, le interesa más la justeza precisa de la descripción taurina fidedigna que la poesía en sí. La poesía se debe someter a la tauromaquia, y no al revés. El aficionado no acepta que García Lorca caiga en el pecado que su colega Quevedo les atribuye a todos los poetas, que van a dar al infierno por "el consonante condenados". Es decir, por cuenta d ela rima de sus versos, que los obliga a decir mentiras. O, como en este caso de GArcía Lorca, por cuenta de la métrica. No podía escribir él un verso como "frente a los toros chorreados en morcillo" (o "frente a los toros cárdenos entrepelados") porque se le hubiera venido abajo el sonsonete del octosílabo. Ni tampoco repetir su (ya errónea) definición de "toros de azabache" por la misma razón. Le tocaba inventar de acuerdo con su propia música interior, pasándose por la faja, o saltándose a la torera, las reglas que los aficionados creen intocables e inmutables de la tauromaquia.
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