POR WENCESLAO FERNÁNDEZ FLÓREZ
ABC, Madrid, 24 de Junio de 1945
Aquel hombre sudaba dentro de su traje de invierno, y por la alborotada abundancia de sus cabellos se comprendía que habían olvidado la acción enérgica de las tijeras. Cuando llegó el instante de pagar el café, cayó en una abstracción demasiado intensa para no ser simulada.
-Nemesio -gruñí-, no quisiera ofenderte, pero ofreces el clásico aspecto de un hombre que está en las últimas.
-Dígase lo que se diga de ti -me reprochó con amargura-, nunca conociste a tus semejantes. Me encuentro más sano que en cualquier otra época de mi vida; mi corazón es un cronómetro, mi estómago digiere lo que le den, y en cuanto a mi hígado, si te avienes a abonar el importe de todo el coñac que soy capaz de beber sin tambalearme.
-No he querido hablar de eso -interrumpí alarmado-. ¿Qué me importa tu corazón ni tu estómago? ¿Crees que cuando juzgamos a una persona tenemos en cuenta su hígado? Lo que nos interesa socialmente es su dinero, y de ti se diría que no eres dueño de una peseta.
-Soy dueño de cincuenta duros -proclamó-. Pero es como si ya no fuesen míos, porque aun faltan dos corridas hasta el mes próximo.
No entendí. Entonces él explicó, un poco melancólicamente:
-Los toros me arruinan, amigo mío. Anda la gente, por ahí, lamentándose de los precios de los manjares y de las telas y de no sé cuántas cosas nos con superfluas más, y nosotros, los aficionados, estamos calladitos, sufriendo.
Tú no sabes lo que cuesta hoy una barrera, porque no te interesa el espectáculo. Pero te diré que el tendido, que hace unos cuantos años valía quince pesetas, se vende hoy a ochenta y a ciento. Pon cuatro corridas al mes y es la miseria.
-No vayas -receté encogiendo los hombros.
-¡Claro! -saltó-. ¡No vayas! Eso lo puedes decir y hacer tú, que has aparecido en las plazas veinte veces en tu vida y por casualidad. Pero yo voy desde los quince años. ¡Desde los quince años, que se dice muy pronto! Y siempre salí ahogado en tedio. ¿Cómo no volver?.. En los cafés, en los periódicos, en las radios, infinitos señores de cuya seriedad no puede dudarse, aseguran que los toros son la fiesta más apasionante del mundo y que, cuando una corrida sale "buena", nada hay mejor. Supongamos que, después de aburrirme en cuatro mil corridas, dejo de presenciar la del domingo próximo y ésa es la buena. ¿No sería espantoso? Yo tengo que acudir ya a todas las corridas, y como yo tantos y tantos hombres que aún no han logrado divertirse en ninguna. Es inútil que intentes disuadirme. Me arruinó. Bien. Mi mujer no come. Bien. Mis hijos no veranean. Muy bien. Pero he de continuar comprando estos billetes, más caros cada vez.
Cuando me separé de mi amigo, mi buen corazón sangraba. Pese a la idea que ese hombre tiene de mí, la fiesta de los toros, como todo lo esencialmente nacional, me preocupa casi hasta obsesionarme, y no creo que se pueda citar a otro español que haya intentado -aunque sin éxito- perfeccionarla con ideas más abundantes y meditadas que las mías. Y así, dediqué muchas horas al estudio del problema que aquel hombre me planteó. He solicitado informes, he conferenciado con personalidades diversas y hasta pregunté el precio del luminoso libro de Cossío.
Con todos estos elementos urdí mis cavilaciones. Parece ser que las principales causas de la elevación de precios de las corridas son las siguientes:
Primera. Que las patatas se han encarecido.
Segunda. Que el ganado presenta crecientes síntomas de querer civilizarse.
Tercera. Que las fincas rústicas valen más.
El primero de estos fenómenos obliga a las Empresas a subir los jornales y los sueldos de sus empleados y a procurar un aumento en sus ganancias para asegurar las patatas que anhelan masticar por su parte.
El segundo fenómeno -menos conocido- interesa tanto a los darwinianos como a los taurófilos, porque se refiere, nada menos que a la resistencia de los toros a ser unas bestias fácilmente irritables. Aquel afán que tenían en sus otros tiempos de meterle un cuerno a quien se pusiese por delante fue sustituido por una especie de "tanto me da", de horror a que le molesten y a cuatro corridas al mes y... molestar, de asco a la sangre, por cuanto, en fin, obliga a los revisteros a llamarles mansos. Puede arriesgarse la afirmación de que, hoy, un toro se enorgullece de ser manso. Los ganaderos, que antes veían salir espontáneamente una fiera del vientre de cada vaca, tienen ahora que imponerse una serie de trabajos costosos para que cada toro sea salvaje y no un cordero. Y lo ponen en la cuenta. Los seis cornúpetos de una corrida vienen a costar 60 o 70.000 pesetas. Llegan después los toreros. Y bien, ¿quiénes son los toreros? Pues son hombres respetabilísimos que sueñan con poseer una finca rústica, quizá con repollitos y conejitos y gallinitas, pero especialmente con toros. Ser ganaderos es su mayor ilusión. Si luchan con los toros, es para llegar a tenerlos propios, y mientras les clavan hierros en el morrillo o les hacen cucamonas con las capas, los estudian para producirlos ellos mismos. De pronto se enteran de que ha subido el precio de los cortijos, y entonces, como lo que ellos quieren es el cortijo, suben su propio precio. Es natural.
Por todo esto, no veo un medio eficaz de que disminuya el costo de los tendidos. Pero... ¡alto!..., yo quiero defender los intereses de los aficionados.
Sé que sufren mucho; me consta que algunos, que no disponen de tanto dinero, dan en torear a sus hijos en el comedor de sus propias casas. Van a la neurosis de angustia. Y son centenares de miles. No..., un momento: procuremos arreglar la cuestión. Voy a hacer varias proposiciones.
¿No podría aplicarse a los toros el sistema de secciones, que ya se utilizó en el desaparecido género chico?.. Medítenlo. Seis toros, seis secciones.
El que no alcance a pagar 18 duros, pagará tres; por 15 pesetas entra en la plaza, ve un toro, grita, bebe una gaseosa, fuma un puro -todo esto que se hace en los toros-, tira su sombrero a la arena, y sale. Como lo único que se soporta en las corridas, con suficiente ánimo, es el primer toro, cada espectador gozaría la ventaja de ese toro tolerable y se marcharía sin llegar a padecer la depresión espantosa de una corrida entera. ¿Por qué seis toros, ni cuatro, ni tres? Vayamos al toro único -como se fue al plato único-, resueltos, heroicos y confiando en momentos mejores.
Si no se hace así, aun hay otros recursos. Ahora se pica tres o cuatro veces y se ponen tres o cuatro pares de banderillas. Bueno, pues pongamos nada más que una pica y medio par de rehiletes, y que los diestros, den dos pases naturales y ni uno más. Yo pienso que así resultará todo menos caro. Y otra cosa: en vez de regalar al diestro las orejas y el rabo -que no sé para qué quiere-, córtese de cada res lidiada una libra de carne para cada uno de los cuarenta padres de más numerosas familias que asistan a la fiesta.
En fin..., algo por el estilo...
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