Por Edgar Neville
ABC. Madrid, 26 de mayo de 1954
Entre tantas entrevistas y reportajes como se publican por ahí, no aparece ninguno en que el entrevistado sea uno de los que se dedican a sacar a hombros de la plaza a los toreros triunfadores. Nada sabemos de estos entusiastas prácticos, de estos vestales supremos de la gloria taurina; desconocemos su sueldo, si es que lo tienen, ni si están colegiados o no.
Ignoramos igualmente la técnica de aparecer en la plaza y a qué contraseña obedecen y quién les dice el grado de triunfo para saber si han de limitarse a pasear al torero por el ruedo, lo han de llevar hasta la plaza de Manuel Becerra, bien hasta su casa, o han de reducirse a darle palmadas en la espalda.
No sabemos siquiera si vieron la corrida, pues nos parece que surgen del patio de caballos cuando abren el portón al doblar el último toro.
Es bonito esto de ver llevar a un artista en triunfo por la calle y es cosa que debiera hacerse más y no limitarse a los toreros; la ciudad se llenaría de alegría y entusiasmo si hubiera numerosos grupos circulando con un artista encima, y el cruce de estos tendría una solemnidad indudable.
“¡Adión, don Ramón!”, diría el torero al cruzarse con el eminente polígrafo que trasladaban en hombros desde la Academia hasta su casa. “¡Adiós muchacho!”, contestaría él, y los que sustentasen a las dos eminencias se saludarían quitándose el sombrero.
Pero lo que sin duda debe tener su técnica especial es el saber ser llevados a hombros, pues no es tan fácil como parece, sobre todo si el torero vive lejos. Al principio todo va bien, porque un grupo numeroso sigue a los portadores del torero dando vivas, pero luego ya se sabe lo que pasa; al llegar a Manuel Becerra, los que viven por la Guindalera se separan del grupo y éste sigue calle de Alcalá abajo hasta que uno propone: “Vamos por Ayala, que no hay tranvías”, y allá te va el torero Ayala abajo.
Además, a medida que se van alejando de la plaza van entrando en zonas más frías al entusiasmo taurino, en calles en que ni siquiera sabían que aquel día había toros, y tanto los vivas como el paso del torero sobre hombros encuentran a un espectador, no hostil, pero poco apasionado. Además, el grupo se va desintegrando cada vez más; unos, porque vivían detrás del Retiro; otros, porque iban a llegar demasiado tarde al “cine”; otros, porque, cansados, deciden quedarse a tomar una cerveza en Príncipe de Vergara; total, que llega un momento en que sólo va el torero, los dos que le sostienen y un niño que ni toma cervezas ni va al “cine”, pero que tampoco va a los toros ni sabe por qué llevan en hombros a un señor vestido así.
Este es el momento difícil para el torero, pues la conversación es inevitable. Los que le llevan hacen un esfuerzo de vez en cuanto y gritan “¡Viva el fenómeno!”, y el otro responde “¡Viva!”, y el torero no sabe si decir también “¡Viva!”, para calentar el ambiente o tratar de apartar la vista de la mirada de aquel niño que no se le quita de encima.
-¿Vive usted muy lejos?- pregunta por fin uno de los portadores.
-Aún queda un trozo. Vivo en Luchana, pero si se cansan, pueden dejarme en un “taxi”.
-Sí, cualquiera encuentra uno a estas horas.
-Pero se van a cansar ustedes…
-Nada de eso. Le llevamos en hombros hasta su casa. No faltaba más.
-Pero podríamos refrescar un poquito –dice el torero, que sabe lo que es el rumbo.
-Eso sí. Vamos a tomar una cañita en este “bar” –y el trío, seguido por el niño, se sienta a tomar una cervecitas y unas gambas en una terraza.
-Ustedes no comen cuando torean, ¿verdad?
-Casi nada. Un huevo crudo.
-Vaya, pues entonces sigamos el camino, que le estarán esperando con la merienda.
-No se cansen. Sigamos a pie, a lo mejor encontramos un “taxi”.
-Nada, nade, en hombros.
Y se lo vuelven a cargar y salen calle abajo gritando “¡Viva!”, y seguidos por el niño, que se está haciendo una idea rara de la vida.
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