Por Consuelo Recio
Dicen que los conversos de cualquier hábito o creencia son los peores, los que con más saña persiguen a los practicantes de sus antiguas aficiones; soy conversa, lo soy, no me importa confesarlo, pero quizá la clase de conversa que no renegaría de las emociones que le ha proporcionado su afición; renegar de ello no sería consecuencia lógica sino estupidez.
Solía ir a los toros con mi padre. Ignoro si la profunda emoción que yo sentía, mezclada entre el público, en aquellos anfiteatros colmados de enfervorizados espectadores, era contagio o el temblor de la iniciación en un rito hermoso y sangriento. Porque belleza y espanto (en los célebres versos de Rainer M. Rilke) es lo que sucede allá abajo, en un espacio acotado de tal modo, tan sabiamente, que todo converge, todo se estructuraba en torno a la inevitable tragedia.
En un mundo de repetida y anestésica muerte virtual, lo que sucede en este privilegiado escenario, en la inmediatez del círculo del albero, hace al espectador partícipe directo, ingrediente formal (y esencial) de la estructura; ineficaz, pues, sería un elemento de la “fiesta” sin todos los demás; impensable la textura del juego sin la colaboración de todos.
Por eso, cuando se abre la puerta de toriles y del túnel del tiempo surge el signo mágico del toro, una violenta energía recorre los tendidos, y a todos los actores; la tensa calma que precede a la lidia, pautada de música y de paseíllos graves, se ve de pronto emborronada por la luminosa aparición del mítico animal; un tótem de cómoda simetría, aseado y poderoso, de patas cortas y mirada leve. Pero este repentino desorden dura poco: enseguida se vuelve a la codificación.
Y ésta, la codificación se impone, encerrados todos en el círculo absoluto. Paul Virilio, uno de los estudiosos de la velocidad moderna, de la grandeza y miseria del tiempo virtual que vivimos, consideraría la cadencia de algunos lances taurinos como arqueología. El tiempo elástico y curvo de un “natural”, que se alarga en la conciencia del espectador y en el pulso templado del torero, no es sino arqueología temporal; artesanía rara; belleza de difícil clasificación.
En el imaginario popular el matador es un héroe valiente, un artista de administrar la muerte a la naturaleza ciega (algunos “diestros” no pasan de gladiadores de fortuna), pero es el toro con su muerte cierta -la del torero es accidental-, y su desinteresada colaboración en el performance, encajando un codificado, múltiple e imaginativo castigo, el que pone la magia y la agonía.
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