Por: Paco Aguado | Opinión
Martes, 20 de Septiembre del 2011 - Madrid, España
La reacción primera, la más visceral, el arrebato más cargado de orgullo es el de no ir. No ir a Quito. Que no vayan los toreros, que no vaya la gente a los tendidos, que no vayamos los periodistas a testimoniar mansamente la afrenta del gobierno de Correa para con la fiesta de los toros en la capital del Ecuador.
Son muchas, y notables, las voces airadas que se han alzado en España llamando a la rebelión, al boicot. Voces indignadas, incluso ácidas, de gente que conoce, o no, lo que fue y es Iñaquito en feria, en esos días señalados, deslumbrantes de luz y alegría, de amabilidad y farra, cuando la ciudad entera vibra por y para las corridas de toros.
Son todas voces de visitantes ocasionales, de turistas y viajeros que, todos con mucho afecto y agradecidos al excelente trato recibido, paradójicamente se cargan de razones para dejar solos a los taurinos de la mitad del mundo cuando más nos necesitan.
Pero el problema de los toros sin muerte en Quito tiene más lecturas que el arrebato a distancia oceánica. Y da que pensar que ninguna de esas voces airadas haya salido desde el epicentro del problema, donde las tajantes opiniones de los foráneos, supuestamente bienintencionadas, han caído como un decepcionante jarro de agua fría. A tenor de lo que los afectados han escrito después en la red, parece que los ecuatorianos esperaban más de nosotros que un pataleo desde el otro lado de la barrera.
En realidad, quieren apoyo y no consejos de rancia dignidad. Porque, conociendo como conocen la desastrosa manera en que, sin ir más lejos, hemos gestionado aquí asuntos tan similares como el de la prohibición de los toros en Cataluña, nuestras opiniones ya no les sirven de referente.
Su crisis, su problema, aun siendo de todos, por ahora es sólo suyo, porque lo sufren en sus corazones. Y son ellos, los quiteños, los aficionados y los taurinos ecuatorianos, quienes mejor lo conocen, quienes lo están viviendo y sufriendo en el largo desierto de los días sin toros, de esas otras cincuenta y una semanas sin visitantes ni prosopopeya. Porque, al arrastre del último toro de cada feria, son ellos los que se quedan, los que mantienen viva una llama que ahora les quieren apagar.
Sin que nadie les escuche entre el ruido de sables, nos están pidiendo ayuda no para rebelarse sino para resistir. Saben en América, por sufrida experiencia, que los gobiernos pasan, como el cóndor, y que el pueblo se queda. Que las leyes cambian y fluctúan a capricho de los gobernantes ocasionales, pero la esencia y las costumbres permanecen. Y que hay que aguantar hasta que lleguen tiempos mejores. Con paciencia pero sin resignación.
Una feria del Gran Poder sin corridas de toros, o con los tendidos vacíos, sería un precedente nefasto, una victoria casi definitiva del antitaurinismo, que habría cumplido así con su ansiado y principal objetivo. Y es evidente que prefieren perder una batalla, sin que un año muera el toro, a que el toreo muera para siempre.
Porque por encima del negocio puntual de la empresa, por encima de la venta de una camada de toros y por encima de las figuras del presente –esas que, por otra parte y a buen dinero, no ponen reparos a envainar el acero ante utreros afeitados y sin picar en Portugal— están el pasado y el futuro taurino de todo un pueblo. El futuro de tantos toreros, ganaderos y aficionados que a estas alturas de la lucha son más conscientes de lo que pueden perder y padecer que los que solo vamos allí a ganar y disfrutar.
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