martes, 8 de mayo de 2007

INSTRUCCIONES PARA LLORAR

Esteban Ortiz Mena

Estaba jugando al toro con mi sobrino de cinco años y en un arranque de entusiasmo, el toro (que era yo) se coló por el pitón izquierdo provocando una seria voltereta al pequeño torero. En vez de ir a la enfermería como hubiera correspondido, Ignacio José (así se llama el torero) se puso de pie y con un gruñido salió corriendo donde su mamá: se puso a llorar. Además del susto que me llevé (y el odio por ser un toro “tonto” y “malo, ya no quiero jugar contigo”) me acordé de que en el mundo también existe la posibilidad de llorar.

Es probable que lo que más extrañe de mi infancia sea esa capacidad de llanto y alarido. Ir corriendo libremente donde mi madre, con lágrimas en los ojos gritando sin que me importe nada más que mi lamento (y los motivos que lo producen) es algo que asombrosamente olvidamos con el pasar de los años.

Las lágrimas vienen cuando existen sentimientos y sensaciones, es lo que siempre lo produce, generando sensibilidad. Aunque quizás no se genera algo, se lo expresa. Por que no es malo llorar, sino que muchas veces lo evitamos para esconder nuestros sentimientos por que creemos que eso nos vuelve vulnerables. Pero la vulnerabilidad no viene acompañada de lágrimas, sino de comportamientos, por eso se vuelve necesario llorar.

El llanto completo, luego de los motivos que lo generan, tiene la característica de venir acompañado de una contracción del rostro, lágrimas en los ojos y mocos. Pero los mocos vienen al final, pues el llanto se acaba el momento en que uno se suena enérgicamente. En el caso de los niños, esto viene acompañado con manga de saco directo a la nariz y usualmente en el rincón del cuarto.

Cuando Ignacio José lloraba me acordé que hace poco me pasó lo mismo. Quizás me sentí identificado. Ya no tengo cuarto y menos rincón con esquina; pero si tengo plaza de toros. Claro que no siempre lloro en una plaza, otras veces me enojo y de vez en cuando me aburro (cosa que no debería pasar nunca, pero pasa). Pero cuando se apagan las luces en una plaza, como por ejemplo la coqueta Belmonte para dar paso a la torería y a Morante; cuando sale un toro y se le hace una faena sólida, por ejemplo en la Plaza Quito; cuando salta al ruedo un bravo toro y le dan la vuelta al ruedo como ocurrió en esta Feria 2006; o sino simplemente cuando sale un toro con trapío; o cuando sale un toro al que se le perdona la vida (¡imagínense lo que ocurre cuando son dos!), y si todo esto pasa casi al mismo tiempo… ahí lloro. El toreo es tan grande que desborda lo que sentimos, nos llena tanto el alma que logra humedecer nuestros ojos con mucha facilidad.

Y cuando todo esto está ligado a un mismo actor, tiene más mérito aún: José Luis Cobo.

El Albero Peña Taurina ha instituido desde hace algunos años su trofeo “a la torería” en la Feria de Quito y lo venimos entregando anualmente. Luego de lo que vivimos, hasta podríamos renombrarlo. Porque apelamos a lo que nos hace sentir; y en definitiva, a vivir la vida como un sueño. Tomando prestadas unas palabras de Fernando Claramunt, los toros “me han ayudado a comprender que, por la práctica repetida de una conducta irracional y apasionada, descubre uno mejor la distancia entre los sueños y la realidad”, haciendo que podamos vivir con “intensidad momentos irrepetibles e inolvidables”. (Claramunt, Fernando; Aroma de Torería, ed Tutor, Madrid 2001, p9.)

Cómo no acordarse de aquella noche en la Belmonte, con sus luces apagadas. Con la garganta desgarrada de tanto corear ¡olés! a Morante; el alma exaltada y los ojos lagunosos. Por supuesto: primer llanto, lágrimas y torrentes de agua en una noche mágica. Faltó poco para el emperro, porque no queríamos que se acabe.

El toreo es un ejercicio espiritual y por lo tanto, carece de sonidos cuando brotan los sentimientos.

Lo disfrutábamos, en nuestra soledad (a pesar de que la plaza estaba llena) aquellos momentos con intensidad. Es que los toros están hechos de momentos y a más intensidad, más profundos se vuelven; más calan en nuestros sentidos. Ahí aprendí que en eso radica el arte: en revolver los sentimientos y llorar. “Los sentimientos son pensamientos en conmoción” decía Unamuno… pues en eso también, porque el pensar es un sentir y “la emoción del toreo, para el que lo hace como para el que lo ve, nace de ese pensamiento conmovido” (Bergamín José, La música callada del toreo, ed. Tuner, Madrid 1994, p8.)

Luego fue Huagrahuasi: vueltas al ruedo y el primer indulto. ¡Qué vergüenza ni que comentario de vecino! ¡Y qué importa llorar de emoción!

Hasta que ya de plano, el agua empezó a caer por todos lados: todos lloraban, incluido el cielo. La famosa “corrida de la lluvia” no hubiera sido histórica si un toro de Triana no hubiera bebido agua del centro del ruedo… Llorar, como la torería, es un complemento del pensamiento conmovido que cuando brota en una plaza, nadie que así lo sienta, lo puede contener.

¡Qué poco se necesita para volver a ser niño!

Creo que esta vez sobran los motivos y las explicaciones: El Albero a la torería 2007 a José Luis Cobo. Gracias por ser el cómplice de hacernos llorar. ¡Enhorabuena!

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