Pablo Cuvi
Diario Hoy, 15 de febrero de 2003
Desengañaos, lector malpensado. No hablaré aquí de ningún personaje de alto coturno que haya salido intempestivamente del clóset. Ni abordaré el travestismo político que tanta tinta corre en la prensa criolla. Porque si quisiera hablar de algún podereso que no se torna vaca loca escogería a capos internacionales como Edgar J. Hoover, director del FBI en los añor terribles de la Guerra Fría, quien era el gran inquisidor durante el día y por las noches se vestía de mujer para sus odalías (¡ah, los grandes inquisidores!). O enfilaría la mirada hacia el triste príncipe Carlos que, dicen, yacía con el mayordomo. Luego de la glamorosa y desatendida Diana, "con esa otra novia tan fea, ¿qué más se podía esperar?", dice una amiga. Además, para eso han quedado las familias reales, para dar espectáculo a la plebe con sus princesas mediáticas y sus chismes de recámara. No como en los timepos del grande y calvo Julio César, cuando los poderosos salían de conquista, espada en mano. Yo no solo conquistaban territorios para el imperio, pues de Julio César se afirmó que era "el toro de todas las vacas, y la vaca de todos los toros", ¡Ave María!, o Ave César, para ser más exactos...
No, nada de lenguaje ambiguo. Aquí llamaré al pan pan y al toro toro, ya que se trata de una res de cuatro patas que a las 8h00 está corriendo por el potrero y a las 16h00 ha sido vaciado de todo, puro cuero, convertido en remedo de sí mismo para la procesión.
Sucede que el sábado anterior acudí a la fiesta de los toros del Señor de Girón, señor también de los emigrantes, quienes vuelven cada año y en agradecimiento asumen el priostazgo de un ritual sangriento, pero cargado de símbolos e historia, una historia que se remeonta a los sacrificios de la antigua civilización mediterranea, pero que también empata con las ofrendas humanas de los aztecas.
No da este espacio para detallar todo lo que ahí se pone en juego en términos de relaciones comunitarias, identidad, tradición, comercio con la divinidad y con la Pachamama, fiesta donde toda la comunidad participa en el ritual de degolalr al toro y beber su sangre tibia y luego comer, cocidas ya, sus carnes y entresijos. Si a primera vista parece un asunto medio salvaje, no hay que olvidar que la misa católica es la representación diaria de otro sacrificio donde el sacerdote bebe la sangre del Cordero y los fieles comen Su cuerpo. Acá se honra al Señor de Girón, y los actos rematan en otra misa, de modo que hay un doble sacrificio que fortalece el sentido de pertenencia a una comunidad y una cultura.
Lo inesperado de esta fiesta es el ver cómo un toro se convierte tan velozmente en símbolo de sí mismo; si en la mañana embestía por sus propios medios, al anochecer su cuero aún fresco es ya una vaca loca transportada por dos hombres que ahora fingen los movimientos que antes fueron naturales. Terrible parábola de la fugacidad de la vida humana, pero también de la presistencia de los mitos y la sangre.
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