sábado, 27 de marzo de 2010

Un hombre común

Por Pablo Ortiz García

El Comercio, 26 de marzo de 2010


No se destacó por escribir libros, ni por dar discursos ante una aletargada población. Tampoco fue un hombre lleno de títulos académicos. Terminó la primaria, mientras sobrevivía. Fue, simplemente, un ser humano íntegro, cálido y generoso. Transitó por las calles, avenidas y carreteras del país. Trabajó intensamente, no sólo como chofer, sino alrededor de la fiesta taurina. Como toda persona tuvo cornadas en su lidia diaria en este mundo terrenal. Su filosofía fue el resultado de su condición humilde en que se desenvolvió, en la que los valores éticos, la palabra y un estrechón de manos, son más importantes y valederos que la firma en un contrato.

No necesitó del señor poderoso, ni recurrió al insulto para luchar por el pan de cada día, que se lo ganaba manejando su taxi en las calles de Quito.

La primera vez que lo vi fue cuando contraté sus servicios en una carrera desde la cooperativa de la cual él era miembro (al pie del edificio de la Superintendencia de Bancos), hasta mi oficina. En el trayecto hablamos de todo, pero se centró en el mundo de los toros. Me contó que durante la feria taurina Jesús del Gran Poder, a él lo contrataban para desempeñarse como mozo de espadas de algún matador, por lo general español. Los toros eran su pasión, que la transmitía a su interlocutor. Vivía esperando las Fiestas de Quito.

Tiempo después cuando uno de mis hijos decidió vestirse de luces y salir a la Monumental de Quito a torear, lo volví a ver. Fue a mi casa a vestir al “chaval” de 16 años que salía por primera vez a la plaza de toros más importante de Ecuador. Fue a cumplir con el ritual que todo novillero o matador observa antes de dirigirse al albero.

Mientras yo paseaba por la casa, él le hablaba. Le aconsejaba con su experiencia de mozo de espadas. Él le daba fuerza y le relataba experiencias vividas en sus largos años en los ruedos, en palabras fáciles y sencillas. Humanas y sinceras.

Mientras yo conducía hacia la plaza de toros, él monologaba ante la tensión que se apoderó del ambiente del auto. Palabras de aliento, anécdotas taurinas. Chistes. Positivo en un momento de preocupación. Durante la lidia, le habló, dirigió, aconsejó. Yo observaba, dejándolo todo al valor del hijo, y a la experiencia del mozo de espadas.

No escribió obras. No fue político, ni tuvo un cargo público. Fue él, un ser maravilloso, un taxista, un hombre común, un ecuatoriano trabajador que luchó por superarse; un mozo de espadas que aconsejaba a figuras de la tauromaquia. Tuvo la experiencia que da la calle, de la vida difícil. Del hambre.

Nunca supe su apellido, siempre lo conocí como Cristobalito, y ahora que él se fue le doy el mismo abrazo fraterno como aquel en que nos estrechamos la tarde en que mi hijo caon sus consejos hizo la faena de su vida. Cristobalito, ¡va por ti!

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