miércoles, 26 de enero de 2011

La fiesta de los toros y la libertad




Domingo, 23 de enero de 2011

www.hoy.com.ec

Esteban Ortiz Mena


Está en marcha una consulta popular inconstitucional y sin sentido. Tan insensata, que es el resultado simplemente de pensar distinto. Rafael Lugo escribe que “a la postre, para la mayoría la idea obligada es amar a Dios sobre todas las cosas y odiar a quien piense diferente, porque se nota que el hombre ha entendido que prójimo solo es aquel que piensa igual, y el que no cree lo mismo es infiel, impío, hereje, perro sarnoso, humanoide descartable, cualquier cosa, pero prójimo jamás”. No entiendo de odios, pero sí de libertades y no se puede prohibir los toros sólo por pensar distinto. La riqueza de la humanidad está en su diversidad, en la capacidad de contradicción que tenemos; y no en intentar cambiar de hábitos por decreto. Menos cuando se trata de una manifestación cultural ecuatoriana que lleva arraigada en el país más de 470 años.



No hay proporción comparable entre una convocatoria que reúne a más de 14 mil aficionados por día de corrida en Quito, alrededor de un millón en todo el país, produce fuentes de trabajo para cerca de cien mil personas, paga impuestos para el Estado, genera turismo, preserva el ambiente con miles de hectáreas protegidas, etc. frente a un concepto mal entendido, que implica inclusive una restricción a mi libertad de decidir si, por último, quiero ir a un espectáculo cultural.



Tampoco quiero convencer a nadie de que le gusten los toros, pero a desaparecerlos hay un abismo. El problema de la oposición a una práctica tradicional es que ésta puede trasladarse a otras que forman parte de la identidad y afirmación cultural de un pueblo. En realidad no existe diferencia conceptual entre oponerse a la opera que a una corrida de toros. Por eso es tan absurda una oposición al tema, sobre todo cuando es producto del desconocimiento y más aún cuando aporta tanto a un país. Por eso, más allá de gustos, es necesario reflexionar sobre el tema.

Los Toros: abogados de la democracia



www.ecuadorenvivo.com
viernes, 21 de enero de 2011 15:00
Por Enrique Pallares H.

La democracia en el Ecuador ha llegado a una fragilidad solamente comparable con la magnánima prosperidad de sus carreteras. Podríamos hablar de los gravísimos problemas del sistema judicial, pero por ahora, el ínfimo dilema de los toros nos sirve como una clarísima metáfora para los problemas más fundamentales de nuestra querida sociedad. Los toros, curiosamente, han llegado a ser abogados de nuestra salud política y social, de nuestra febril democracia, pero -como sucede con todo lo bueno- lo malo le acecha y desgraciadamente en ciertas películas solo ganan los malos.

Podríamos exhibir, como se ha hecho una y otra vez, todas las razones por las cuales los toros deberían permanecer latentes en las entrañas de la cultura de nuestro país. Pero esto no se trata de toros. Se puede hablar de la inconsistencia de los protectores de animalitos, de la alevosa ignorancia de quien levanta el dedo como ametralladora para acribillar a la fiesta taurina con veredictos, sentencias y ligerezas, mientras por la comisura de su boca le chorrea la mayonesa de un sánduche de jamón, jamón de un chancho torturado a lo largo de toda su fugaz vida. Pero no cabe hablar de estas contradicciones. Podríamos también mencionar el común ejemplo de las langostas y los cangrejos, que mueren lentamente abrazados por bullentes brazos de agua para satisfacer los fetiches culinarios del hombre. Pero el problema de los toros va más allá de los toros.

Podríamos hacer un breve ejercicio antropomórfico y -con el permiso de Islero- pretender ver el mundo desde el punto de vista de un animal. ¿Sería acaso preferible vivir 12 o 18 meses bajo los techos de zinc de un galpón o dentro de los confines de un feedlot y morir como un número más para servir a la voracidad de un humano acostumbrado a comer carne tres veces al día? ¿O sería mejor vivir en las faldas de un cortijo forrado con pasto verde, robles y cipreses para morir al cabo de cuatro o cinco años en una pelea de quince minutos con opción de ganarla, con todo el honor que merece una muerte, aceptando nuestra condición de mortales, que es la única certeza que tenemos? La realidad de la condición, no solo humana sino de todo ser viviente, es que el sufrimiento es absolutamente inevitable, no importa cuánto avance la ciencia y la civilización. Los toros son un ancla a esta verdad ancestral, pero para qué balbucear verdades irrelevantes en tiempos de mentiras y falsos profetas...

Sin duda muchos preferirían, y de hecho eligen en sus propias vidas, el ser la vaca del feedlot al toro bravo. Esto no es sorprendente en un mundo moderno infestado de habitantes fantasmagóricos y pusilánimes. Yo elijo, con los humildes cojones que debo a mi padre y a mi madre, decir “no.” Podríamos también mencionar las razones culturales y artísticas por las que la fiesta taurina es esencial, no solo para el Ecuador, sino para todo el mundo, pero estas razones rayan más en la subjetividad y se basan en la errónea asunción de que todos los seres humanos aprecian el arte y la cultura.

Los toros no son sencillamente un deporte, eso es clarísimo. Se escucha decir por los zaguanes y pasillos del mundo que los toros son un arte, y lo son. Sin embargo, los toros tampoco son sencillamente un arte. Los toros tienen una verdad filosófica mucho más profunda y general que la apreciación artística. La corrida de toros pone al alcance del mundo un espectáculo que nos permite ver de frente y a los ojos a la verdad más cruda de la vida: la muerte. Podríamos ponernos a explicar esto mucho más, y explayarnos sobre la importancia de conocer esta verdad. Sobre todo en un mundo que le tiene tanto miedo a la muerte que la atrinchera detrás de las impenetrables paredes de acilos de ancianos, mataderos y hospitales. Le tenemos más miedo que nunca. Eso, perdonen la franqueza, está mal. Seguramente será porque soy demasiado joven, pero sí reconozco que viendo vis a vis la inminencia de la muerte, deben dar unas ganas terribles de salir corriendo despavorido. Sin embargo, esto no quiere decir que debamos rechazarla y pretender que no existe. No debemos dejar que el miedo a la muerte dicte nuestras acciones en la vida. Al fin y al cabo es inevitable.

Podríamos también hablar de las razones darwinistas por las que abolir la fiesta taurina es un error titánico, pues el magnífico toro de lidia (supuestamente tan querido por los protectores de animalitos), se extinguiría sin la fiesta de los toros. Aquí podríamos hacer otro pequeño ejercicio antropomórfico y preguntarle al Toro si su extinción sería deseable. El toro seguramente preferiría existir. Pensar lo contrario sería la acción más nihilista e ingenua del mundo. ¿Acaso no somos nosotros, de alguna manera, toros de un ganadero más formidable? No por esto sería preferible que el ser humano deje de existir. Y si ustedes creen que sí, entonces levantemos las mesas, cerremos las cortinas, metamos una bomba en el corazón de este pobre planeta carente de sentido y vámonos.

Podríamos hablar de que el prohibir los toros en el Ecuador es más un ataque francotirador por parte del gobierno dirigido a un hombre de negocios bastante conocido. Pero esto también se subordina al presente hecho. Podríamos sin duda mencionar una infinidad de razones por las que los toros deberían prevalecer, pero en el caso particular del Ecuador debo recurrir a un fantástico punto que mencionó Mario Vargas Llosa en su artículo “Torear y otras maldades” publicado en el diario El País el 18 de abril del 2010.

“Pero todas estas razones valen poco, o no valen nada, ante quienes, de entrada, proclaman su rechazo y condena de una fiesta donde corre la sangre y está presente la muerte. Es su derecho, por supuesto. Y lo es, también, el de hacer todas las campañas habidas y por haber para convencer a la gente de que desista de asistir a las corridas de modo que éstas, por ausentismo, vayan languideciendo hasta desaparecer. Podría ocurrir. Yo creo que sería una gran pérdida para el arte, la tradición y la cultura en la que nací, pero, si ocurre de esta manera -la manera más democrática, la de la libre elección de los ciudadanos que votan en contra de la fiesta dejando de ir a las corridas- habría que aceptarlo.” (Mi énfasis)
Vargas Llosa continúa hablando de lo intolerable de la prohibición:

“La restricción de la libertad que ello implica, la imposición autoritaria en el dominio del gusto y la afición, es algo que socava un fundamento esencial de la vida democrática: el de la libre elección.”

Aquí debo hacer un necesario paréntesis porque sin duda mucha gente creerá que la presente encuesta popular es el método más democrático de resolver el problema. Sin embargo, es todo lo contrario. La democracia no se basa en imposiciones ni prohibiciones. La democracia debe estar sostenida por un espíritu democrático saludable, no por subjetividades políticas. Un espíritu democrático saludable consiste no solo en tener convicciones fuertes, sino en respetar las convicciones de otros ciudadanos con la misma vehemencia que defendemos las nuestras. Defender esta capacidad de libre elección es más importante que la convicción misma. Este concepto es esencial para una democracia saludable, pero lamentablemente se está desmoronando frente a nuestros ojos. Claramente Vargas Llosa dice que aceptaría la desaparición de los toros (y yo en esto estoy tristemente estoy de acuerdo con él) si se diera por ausentismo, porque los ciudadanos “votan en contra de la fiesta dejando de ir a las corridas.” Mas no porque la mayoría del pueblo impone una prohibición en el resto. Y, si es que vamos a vivir en una sociedad basada en imposiciones, que no nos sorprenda llegar a un utilitarismo desbocado y a una distopia sin vuelta atrás.

Podríamos mencionar todas las razones que se han discutido en los interminables debates entre taurinos y anti-taurinos, pero el intento de prohibir los toros en el Ecuador -al igual que toda esta encuesta popular- es simplemente un ataque personal al defensor de la paz mundial y al verdadero enemigo de cualquier hombre ambicioso: la democracia. Muy poca gente lee hoy en día a los antiguos griegos o a Tocqueville, por lo que no pretendo hacer un ditirambo para alabar a la democracia. Pero, si es que se la considera que la un concepto que vale la pena, hay que ser consistentes. Hay que mantener la democracia y la libertad desde el punto más fundamental y filosófico hasta el ámbito jurídico y constitucional, desde la cómoda silla presidencial del Palacio de Carondelet hasta la sangre, el sol y la arena.

domingo, 16 de enero de 2011

Los espectáculos taurinos se celebran en todo el Ecuador




Publicado el 16/Enero/2011 | 00:18 El Hoy

Más de un millón de ecuatorianos asisten cada año a 500 de estos espectáculos formales y populares

En el Ecuador los espectáculos taurinos generan 60 mil empleos directos y 100 mil empleos indirectos.

Los toreros, la agricultura, la ganadería, el turismo, la hotelería, los restaurantes, los proveedores de bienes y servicios, el fisco, los municipios, los microempresarios, los veterinarios, los comerciantes, la pequeña industria, los trabajadores del campo, los medios de comunicación, los transportistas, los músicos, los vigilantes, los artesanos, entre otros, forman parte de la actividad económica relacionada a los toros.

En el Ecuador se realizan alrededor de 200 espectáculos taurinos formales al año, con la actuación de toreros profesionales en 150 parroquias, cabeceras cantonales y capitales de provincia.

En el Ecuador se realizan alrededor de 300 espectáculos taurinos populares (toros de pueblo).

En el Ecuador existen 30 plazas de toros estables (cemento), siete plazas portátiles y 150 plazas de toros artesanales armadas provisionalmente para la realización de espectáculos taurinos.

En el Ecuador existen 400 ganaderías de toros bravos, de ellas 300 pertenecen a comunidades indígenas asentadas en páramos andinos.

En el Ecuador asisten a los espectáculos taurinos más de un millón de personas al año. Las grandes ferias (Quito, Ambato y Riobamba) representan apenas el 3% del total de espectáculos que se realizan en todo el país.

En el Ecuador los espectáculos taurinos no reciben subvenciones estatales.

En el Ecuador los municipios reciben importantes ingresos al recaudar los impuestos a los espectáculos públicos.

En el Ecuador el estado se beneficia de los impuestos al valor agregado, consumos especiales y a la renta que generan los espectáculos taurinos, que forman parte de la riqueza cultural y de las tradiciones de los ecuatorianos.

Zapatero dice sí a los toros en Cataluña

Según información tomada del periódico La Voz Libre, el presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, aseguró que "habría votado no a la prohibición de la fiesta de los toros en Cataluña".

Las declaraciones, realizadas a Carlos Herrera en Herrera en la onda (Onda Cero), llegan seis meses después de que el Parlamento de Cataluña prohibiera las corridas de toros.

"No me gusta la postura que tomaron los políticos catalanes", sentenció el presidente del Gobierno español.

"Una cosa es que se tenga más afición o menos", precisó Zapatero, que entiende que "las personas que quieran" deberían poder acudir a "una fiesta que tiene tradición".

"No se debería de haber prohibido. Yo no estaba de acuerdo", recalcó.

Los colectivos taurinos han valorado de forma "positiva" sus declaraciones. Eduardo Martín-Peñato, director gerente y portavoz de la Mesa del Toro, ha calificado las palabras de Rodríguez Zapatero como "muy positivas, aun sabiendo que, en principio, el presidente del Gobierno no es muy taurino".

Este puede ser el primer paso para retomar una tradición cultural de raigambre popular profunda en España.

El caso de Cataluña se dio gracias a la decisión del Parlamento Catalán de prohibir las corridas de toros a partir del 2012, tomando partido por las posturas de los nacionalistas catalanes de los que creen que "Cataluña no es España".

http://www.hoy.com.ec/noticias-ecuador/los-espectaculos-taurinos-se-celebran-en-todo-el-ecuador-453265.html

miércoles, 5 de enero de 2011

LOS TOROS Y LA LIBERTAD



Francisco Febres Cordero


No fue el mío un alejamiento drástico, como el que exige, por ejemplo, el cigarrillo. En determinado momento y por las más diversas circunstancias, uno toma la decisión y deja de fumar. No va más. Lo que sigue es sudor, tormento, desquiciamiento ante una decisión que resultó impostergable.

Con los toros no me ocurrió así. Mi distanciamiento fue despacioso y por etapas. Un día (que tenía que ser un día de diciembre, necesariamente) decidí no ir a la corrida. ¿Y la entrada? Las entradas nunca se pierden siempre hay alguien a mano que nos salva del trance y, encima, queda muy agradecido. No fui esa vez, pero si fui otra. Tal vez esa misma temporada o tal vez la del año siguiente. Llegué a la plaza unas veces y otras no llegué.

Pero lo cierto es que, cuando llegaba, me sentía cada vez más extraño, más incómodo, más fuera de sitio, para decirlo en términos taurinos. Me molestaban el ambiente, la gente, ese esnobismo que reina en las gradas, el humo de los puros que fuman los puristas, el jerez, el coño (no el coño de nadie en particular, sino el que pronuncian los que después de pronunciar cualquier palabra, pronuncian también ¡coño!).

Fui, pues, desentendiéndome de los toros. Me fui liberando y, como en todo proceso de liberación, hubo una sensación de libertad casi exultante. Pero también un sentimiento de dolor y de nostalgia. Hubo un choque de estados anímicos. A veces, encendía la tele y ¡tac! Pescaba, cerca de la medianoche Tendido Cero, y me quedaba viendo el programa, entendiendo quizá menos de lo que podía haber entendido antes de haberme cortado la coleta de aficionado. Ahora, ya no sabía quién era tal o cual torero pero, al ver cómo toreaba, me emocionaba o me cabreaba. O si no, de pronto, abría un libro y. Bueno, así le otra biografía de Manolete y regresé a la infancia e hice el paseíllo junto a mi hermano Rafael en el patio de nuestra casa de la Floresta y dejé que él, mi hermano, fuera Manolete y yo Islero, a mucha deshonra.

La última vez que me invitaron a ver una corrida, dije que no. Que gracias, pero no. Y después, cuando me invitaron a este mismo restaurante para almorzar, luego de la corrida a la que dije que no, dije que peor; en la Casa de Damián –imaginé- se almorzará con las zetas y ya no estoy en edad de soportar aquello, ¡joder, masho!.

Así pues, he llegado a esta provecta edad en que la salud (mental y física) me ha obligado a romper con dos pasiones que en determinado momento me marcaron: el cigarrillo y los toros. Del cigarrillo, confieso que en alguna noche de trasnoche, he dado algunas pitadas. He pecado, para al día siguiente mostrar mi contrición y, sobre todo, mi propósito de enmienda. Y de los toros, reconozco que a veces, cuando nadie me ve, en oscuras y en solitario, ensayo una verónica. O entro al Internet y pongo en el Google Manolete. A veces, Manolete. Otras, Dominguín. Otras, Paco Camino.

Pero sé, soy consciente que los toros, como los cigarrillos, están ahí. Y yo puedo volver a fumar cuando me dé la gana, así como creo tener el derecho de poder volver a los toros cuando me dé la gana. Lo que no soporto, lo que no puedo imaginar sin estar al borde de la alferecía es que alguien, cualquiera que sea, me prive de la posibilidad de regresar a la plaza algún día, si es que, ¡qué carajo!, me despierto con las ganas de hacerlo y siento que la sangre se me espesa de tensión, de nervios.

No voy porque no quiero. Igual que no fumo, porque no me da la gana. Pero si alguien proscribiera la venta de tabaco, yo me fabricaría a escondidas los míos y, aunque hubiera dicho que no iba a volver a fumar jamás, fumaría con las pitadas más hondas, más profundas, un cigarrillo tras otro, aunque solo fuera por hacer un ejercicio de libertad. Si alguien proscribiera los toros, viajaría de madrugada a algún páramo y citaría a la muerte en una pelea que la sé perdida de antemano, por el solo prurito de ejercer mi libertad a sentir miedo y sentir arte y sentir bravura y sentir –también sentir- el regusto de la gloria.

¡Que no se atrevan! ¡Que no se atrevan esos Torquemadas que nos tratan de meter a todos en la cárcel de lo políticamente correcto, a decir que se cierran las plazas que existen en casi todos los pueblos y ciudades del país y que los toros quedan prohibidos! ¡Que no se atrevan porque ese mismo instante me levantaré de mi sepulcro y volveré a los toros! Y si ya no existen, me los inventaré. Y haré que José María Plaza vuelva a vestirse de corto y con él marcharé a buscar a los Chalupas perdidos para ver cómo él sigue dando esas verónicas de belleza y cadencia insólitas, que yo jalearé desde el tendido como el más necio, viejo, obsesivo aficionado que juro volver a ser si alguien osa quitarme la posibilidad de, alguna vez regresar a ser espectador de una corrida.

lunes, 3 de enero de 2011

Antonio Caballero

Antonio Caballero, uno de los columnistas más críticos del país, reflexiona en este texto sobre la belleza y su manipulación por parte de la medicina, así como sobre la belleza y su relación con la política, el arte y los toros. El presente texto se preparó para la ceremonia solemne del XIV Curso Internacional de Cirugía Estética, evento con el cual se conmemoraron en mayo pasado, en Medellín, las Bodas de Oro de la Sociedad Colombiana de Cirugía Plástica, y se publicará en el órgano de esta sociedad, la Revista Colombiana de Cirugía Plástica y Reconstructiva.



Se preguntarán ustedes, como me pregunto yo mismo, qué pinto yo aquí, si no soy cirujano, ni tampoco profesor de estética en una facultad de filosofía. De manera que creo que debo presentarme.

Soy escritor y periodista. Pero no de temas de divulgación científica, como tal vez convendría a quien participa en un acto de estas características; por el contrario, suelo ocuparme de los asuntos menos científicos imaginables: la política; el arte, en particular la pintura, y la fiesta de los toros. Además de una novela, he publicado libros dedicados a esos tres temas que les digo, en los cuales caben todas las extravagancias y todas las arbitrariedades. Sin embargo, me parece que tienen bastante que ver con la almendra central del oficio que todos ustedes practican: con la belleza. Están relacionados los tres con la belleza, y con su manipulación. O, por decirlo de otro modo, con la apariencia y su manipulación.

El primero de los tres, la política, se refiere a la manipulación cruda y desnuda: es decir, el engaño y la trampa. En esta época en que vivimos, dominada por la imagen visual mucho más que por la palabra, ese engaño y esa trampa se ejercen fundamentalmente sobre las apariencias visuales. Decía el expresidente de Francia Valéry Giscard d´Estaing, en un libro incompleto de memorias que publicó hace unos cuantos años, que él había decidido retirarse de la política cuando había descubierto inesperadamente en un espejo que la política lo estaba volviendo feo. No es verdad, claro. Digo: no es verdad que se retirara por eso, y la prueba es que todavía no se ha retirado. Pero sí es verdad que se estaba volviendo notablemente feo. La política, que es el arte de la disimulación y del engaño, afea el rostro, que es (dicen) el espejo del alma (de esto volveré a hablar más tarde). Sólo los muy grandes políticos, quiero decir, los políticos que se entregan a las tareas de la grandeza, conservan su belleza física. Es el caso, por ejemplo, de ese gran hombre que fue presidente de Sudáfrica: Nelson Mandela. Pero observen ustedes en cambio el proceso de feicización que ha sufrido una mujer, originalmente bellísima, como la política paquistaní Benazir Buttho. Y yo no creo que sea un simple azar burocrático-escultórico el hecho de que el emperador romano Augusto, que es el primer político profesional que utilizó de manera masiva su propia imagen como instrumento publicitario, dispusiera que todas sus estatuas, a lo largo del medio siglo de su principado, conservaran la misma cabeza idealizada de muchacho de veinte años con que llegó al poder.

Así que, resumiendo esto, en mi oficio de periodista político yo no trato con la belleza, sino con la fealdad. No me ocupo de los grandes hombres, sino de los pequeños y mezquinos. No sé si pueda afirmarse de manera rotunda que a todos los políticos profesionales les convendría una intervención extrema de cirugía reconstructiva, pero sí quiero recordar una anécdota de otro político francés: François Mitterrand sólo logró ser elegido presidente de Francia en su tercer intento, cuando se hizo limar por su dentista los colmillos, que tenía demasiado visibles y afiliados: de modo que, cuando sonreía en la televisión, adquiría un aspecto inquietante de ogro devorador de niños. A partir de la operación odontológica los franceses no sólo lo eligieron presidente dos veces, sino que lo empezaron a llamar cariñosamente «tonton», o sea «tío».

Otro de mis temas habituales es el arte, y en particular, como ya dije, la pintura. Nunca he hecho profesionalmente crítica de arte, pero sí he escrito y publicado crónicas y comentarios sobre arte que incluso he recopilado en un libro. Arte, me apresuro a precisar, occidental. Como ustedes saben, desde los griegos el arte de Occidente se ha dedicado a celebrar la belleza y se ha esforzado por excluir la fealdad. Ha pretendido ser un estudio de la belleza formal, fundamentado filosóficamente en la equiparación, que viene de Aristóteles, de lo bello como lo verdadero. Una equiparación que muchas veces ha obligado a los artistas (y también a los filósofos) a falsificar lo verdadero para que fuera bello, o lo pareciera.

Ser bello, o parecerlo. El ser, el parecer. Como ven, estamos aquí de lleno en la disciplina científica que practican ustedes.

En el transcurso de los siglos, naturalmente, ha cambiado muchas veces el concepto de lo bello, como ha evolucionado también el de lo verdadero. Y ha habido etapas, épocas, en que lo decididamente feo, quiero decir, lo que en ese mismo momento y bajo esos mismos cánones se ha entendido como feo, sin embargo se ha aceptado y absorbido dentro de lo bello. Podría hablar aquí del barroco, pero es sin duda en todos los «ismos» del arte del siglo XX donde este fenómeno ha sido más notorio. El hecho es que siempre toda crítica o comentario de arte en Occidente ha sido consustancialmente comentario o crítica sobre la belleza y sobre la fealdad.

Mi tercer tema han sido los toros. Las corridas de toros. La belleza de lo sangriento y de lo terrible. Y he podido darme cuenta de que a los cirujanos plásticos les gustan los toros (creo que precisamente por eso fui invitado a esta reunión): un gusto que atribuyo al hecho de que conocen por experiencia propia, por formación o por deformación profesional, la función estética del derramamiento de sangre. Decía el poeta Rainer María Rilke en una de sus elegías que «lo bello es el comienzo de lo terrible. Es aquella parte de lo terrible que todavía podemos soportar».

Resumo: la fealdad física y moral de los políticos y de la vida política la belleza estética y espiritual de las artes plásticas, y el comienzo de lo terrible, que asoma en esa fiesta ritual de sangre que es la corrida de toros. Con estos tres elementos, creo que estoy preparado para decir dos o tres cosas sobre cirugía estética.

Digo estética, y no plástica, porque a los profanos, o sea, a los que estamos de este lado del bisturí, del lado de la punta, lo que nos interesa de lo que hacen ustedes en el quirófano es lo referido a la belleza. No solemos tener en cuenta aspectos que posiblemente para ustedes, como profesionales, sean más importantes. Digamos los de la cirugía reconstructiva para pacientes con deformaciones físicas o para grandes quemados, etcétera. Para el profano, lo que ustedes hacen es una labor de embellecimiento. Más compleja, sin duda, pero en su esencia igual a la que cumple un maquillador o un peluquero. La cirugía estética es, para nosotros, la intervención artificial que se hace sobre un cuerpo humano para acrecentar su belleza natural o para disfrazar sus imperfecciones naturales.

Hablo de embellecimiento. Pero puede ser también una labor de rejuvenecimiento. O de falsificación de la juventud desaparecida: borrar arrugas, quitar papadas, levantar párpados o senos caídos por el paso de los años. Es algo cada día más frecuente. No sólo ya entre las personas que viven de su propia belleza, tales como las actrices o las modelos, sino entre todo el mundo. Leía hace poco en un periódico que en Inglaterra se ha multiplicado prodigiosamente el número de personas de mediana edad que se hacen operaciones de estiramiento facial, no por razones de coquetería sino por necesidad laboral. Las leyes que «flexibilizan» el despido de los trabajadores han tenido, por lo visto, el efecto de que los hombres y las mujeres con arrugas están perdiendo el empleo, porque a los patrones les parecen viejos, aunque no lo sean en realidad. Sin embargo debo decir que, por útiles que puedan ser estas intervenciones de cirugía rejuvenecedora, personalmente no me inspiran mucha simpatía. Me parece más noble, por decirlo así, en el sentido de que es obra de creador artístico y no de zapatero remendón, la cirugía estética que se dirige a la fabricación de la belleza que la que se ocupa de la restauración de la juventud. Porque la belleza que ustedes fabrican con las manos es cierta, aunque sea artificial: es sabido que todo arte es artificio. En cambio la juventud que restauran estirando y cortando es una juventud falsa, y que se nota falsa. Es, en suma, una forma de la fealdad. Aunque me parezca, por supuesto, de utilidad práctica. También tenía una utilidad práctica innegable el oficio de remendadora de virgos que practicaba la Celestina de Fernando de Rojas, que había remendado —«rehecho», se jactaba ella— más de cinco mil. Hay casos especiales, de acuerdo. Pero en líneas generales la madurez y la vejez naturales suelen ser más bellas que la falsa juventud. El pintor Francisco de Goya se negó una vez a restaurar un cuadro envejecido alegando que «el tiempo también pinta». Tenía razón. Como dice el lema publicitario del diseñador Adolfo Domínguez, «la arruga es bella». Aunque se refiere a las arrugas de la ropa, y no a las de la piel.

Pero también la arruga puede ser fea, o ser tenida por fea. ¿Quién decide eso? Porque la noción de belleza cambia con los tiempos, con las necesidades, con las modas. Los cánones de la belleza los imponen a veces los artistas, a veces los modistos, a veces los publicitarios, a veces los médicos. No los cirujanos plásticos, sino los especialistas en dietética. A veces las películas de Hollywood. A veces los triunfos políticos, o militares, o económicos, de los imperios. En este momento, por ejemplo, todavía el canon de belleza más universalmente aceptado es el que corresponde a la raza blanca, que ha sido la que se ha impuesto militar y culturalmente sobre las demás en el curso del último milenio. Incluso más estrechamente hablando: el canon de belleza de la variedad anglosajona de la raza blanca.

Fíjense ustedes que en los cuentos de hadas, en los cuentos infantiles, que son los mismos en los países del sur de Europa, en la Europa latina, que en los del norte, en la Europa sajona y escandinava, las heroínas son siempre rubias y tienen los ojos azules. Sólo existe una heroína morena, quiero decir, de pelo oscuro, en toda la literatura infantil de Occidente: es Blancanieves. Y aunque su pelo era negro su piel era, como su nombre lo indica, blanca como la nieve. La blancura de la piel es una condición fundamental de la belleza, y eso es así desde el principio de la civilización occidental. En el «Cantar de los cantares» de la Biblia, la bella Sulamita se tiene que disculpar ante las hijas de Jerusalén diciendo: «Morena soy, porque el sol me miró».

Esa es, en efecto, la única disculpa: el sol. No tanto ahora mismo, cuando florecen tanto las distintas modalidades del cáncer de piel. Pero en los últimos treinta o cuarenta años ha formado parte de la belleza el bronceado de la piel, lo cual, sin embargo, se debe más a que indica que se tiene tiempo y dinero para ir a la playa o a la piscina que al bronceado mismo. Ser moreno sigue siendo cosa de pobres, o de negros: de personas consideradas inferiores por nuestra civilización actual, así los códigos y las leyes digan otra cosa. Por eso podemos ver fenómenos extremos como el del cantante Michael Jackson, un hombre negro que a fuerza de operaciones y de decoloraciones ha conseguido convertirse en un engendro andrógino del color de la tiza y con las facciones de Diana Ross. Quiero decir: de una Diana Ross ya debidamente blanqueada y operada ella misma.

No sucede sólo con los negros. En buena parte del continente asiático, en Indonesia y en la India, en Filipinas, en Taiwán, en el Japón, hasta en la propia China continental, las multinacionales farmacéuticas han podido imponer la moda del blanqueamiento, tanto de las pieles morenas como de las amarillas. Y las cremas blanqueadoras se anuncian —en inglés, por supuesto— proponiendo este dilema: «White or wrong», o sea «blanco o falso», que juega fonéticamente con el dilema de «right or wrong», «cierto o falso»: una especie de parodia monstruosa de la equivalencia aristotélica entre lo bello y lo verdadero.

Pero es de suponer que mañana, quiero decir, dentro de unos pocos años, cuando terminen de cambiar los arquetipos que tan rápidamente están cambiando, el modelo de la belleza humana habrá que ir a buscarlo en la China. Y aparecerán entonces cremas cosméticas amarilladoras, y los cientos de miles de japonesas y de japoneses que se han hecho operar los ojos para tenerlos redondos, como los occidentales, se los volverán a operar al revés para volverlos a tener rasgados. Y el bronceado volverá a ser considerado atractivo, aunque dé cáncer, como cuando servía como símbolo de estatus económico y social porque revelaba que se tenían vacaciones.

Pero no importa quién decide cuál es la belleza, cuál es el modelo de la perfección estética corporal. Los cánones cambian. A veces se imponen modelos de índole biológica, como en esas estatuillas del neolítico que se llaman «venus esteatopigias», y a veces modelos dictados por consideraciones estéticas, como ese que, justamente, se llamó el «canon» por excelencia, la estatua del Diadumeno, del escultor griego Policleto. Y a veces esas consideraciones son puramente mentales, matemáticas, basadas en principios como el de la proporción áurea, y a veces, al revés, copian lo que da naturalmente la naturaleza, si puedo decir eso; como en la anécdota de otro escultor griego, Praxiteles, que diseñó su copa para beber el vino sobre el molde del seno de su amante. imperante de belleza, femenina o masculina, viene de la dieta. Pero digo que no importa de dónde viene, ni quién lo dice: lo importante es cómo se copia ese modelo. Y es ahí donde entran ustedes, los cirujanos plásticos, los cirujanos estéticos.

Porque antes, como dije hace un rato, no existían más opciones de embellecimiento que el maquillaje o la peluquería, o la ropa. Con el desarrollo de la cirugía estética se ha alcanzado, han alcanzado ustedes, un poder que a lo largo de la historia de la humanidad se consideró propio de Dios, o del diablo: el poder de fabricar a voluntad seres humanos hermosos. O que parecen hermosos, o que se creen hermosos. Han alcanzado el poder de manipular a su antojo la belleza.

Podría pensarse que se trata de algo superficial y frívolo: la mera apariencia. Liposucciones, tetas, culos, narices. Pero es justamente lo contrario, lo que tiene más hondas repercusiones vitales y filosóficas: se trata nada menos que de saber quién somos. Mencioné antes el viejo adagio según el cual el rostro es el espejo del alma. Nuestra apariencia física, que es nuestra superficie más inmediata, es lo que tenemos de más profundo. Ese es el tema, que todo el mundo conoce aunque no haya leído el libro, de la novela en apariencia frívola pero profundamente trágica que se titula El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde: la historia de un hombre que, aunque se entrega a todas las pasiones, mantiene incólume ante el paso de los años el rostro de su juventud, de belleza arcangélica. Pero entre tanto, guardado en un desván, va transformándose y convirtiéndose en un monstruo horripilante el retrato al óleo que le había hecho un pintor. Ustedes tienen en su bisturí el pincel del retratista de Dorian Gray.

Esa es una responsabilidad considerable: ustedes pueden hacer de una persona otra distinta: convertirla en alguien que no es. Hace pocos meses fue noticia en el mundo entero el caso del transplante de cara que le hicieron a una francesa a quien un perro le había devorado la suya. Los cirujanos no se la reconstruyeron, sino que le transplantaron ya hecha la de otra mujer, la de una donante supongo que difunta. Se la transplantaron como se transplanta un riñón, o un hígado, pero con la diferencia de que no se trata de un órgano interno, sino del más externo, del más visible de todos los órganos. Todavía es pronto para que se conozcan las consecuencias psicológicas que esa operación haya tenido sobre la paciente. Pero no creo que se hayan limitado simplemente a «mejorar su autoestima», como suele decirse. Porque recuerdo el caso de otro transplantado, hace ya varios años. Un hombre que había perdido accidentalmente la mano, a quien le pusieron la mano de un cadáver. Con el paso del tiempo fue incapaz de soportarlo. No porque el organismo mostrara una reacción de rechazo a la mano ajena, sino precisamente porque era ajena: el paciente empezó a sentir, o a creer, que tenía vida propia: que no obedecía a su voluntad, sino a la voluntad del muerto. Y finalmente se la hizo quitar otra vez: prefirió quedarse manco, pero seguir siendo él mismo.

También pueden ustedes hacer lo contrario: no convertir a una persona en otra, sino convertir a muchas personas en la misma. Lo estamos viendo desde hace ya unos cuantos reinados de belleza de Cartagena, desde que se generalizó la participación de muchachas operadas. Estamos viendo que las candidatas de los distintos departamentos son todas iguales entre sí, como si hubieran sido, literalmente, cortadas por la misma tijera.

No sé si eso sea deseable, aunque estoy convencido de que es inevitable. Pues en mi opinión la cirugía estética no plantea sólo un problema físico, sino ante todo un problema moral: el de parecernos a nosotros mismos. Porque, como decía Cesare Pavese, a partir de los cuarenta años todo hombre es responsable de su propia cara. No es que seamos lo que parecemos, sino que parecemos lo que somos.