Juli tenía un tenebroso imán hacia la heterodoxia torera. Pensó fuera de la plaza, cosa casi impropia. Logró despejar toda zona sombría y boscosa. Limó la madera de la vulgaridad y se arropó en el diván de un senador torero. Estar a la lumbre de la doctrina de Fernando Domínguez es enrolarse en un viaje de Ulises torero. Despojando vulgaridad, abriéndose camino por el clasicismo, Juli se rehace hace tiempo en un torero puro, clásico, tan libre de mezcla de otros estilos. Su cintura se ha esculpido para ser esa goma de carne y piel de Antonio Gades. Y su mente es luz: solución para la lidia y la distancia. Todo pensado en la faena. El toque, la muleta planchada la pata adelante, es gesto y herramienta reflexionada. La consciencia en el metraje del natural o el redondo, mandado, sometido el toro: toreado. Una cosa es que el toro pase y otra que vaya mandado. Esa mirada puesta en la misma pupila de la torería, aquel doblón tan Domínguez en la orilla del Guadalquivir. Natural de mimbre y poder. Su forma de enfrentar al toro, la rectitud, tan lineal, como el caudal de un río. Dice Umbral en Mortal y Rosa, que las manos son arte y creación y los pies son piedra. Son piedra también los pies de Juli y sus muñecas una expresión de hondura y profundidad para el redondo y la verónica. Hace días, viendo una fotografía de un cite de Juli, yo le decía a un amigo que me gustaría citar así a la vida, tan recto, dispuesto el medio pecho, corazón tan torero. Se fue Juli en hombros de la Puerta del Principe, como bailado entre paraguas negros y agua y voces y lluvia bajo la sonrisa del puente de Triana. A la orilla misma de este Guadalquivir bajo la mirada clásica del pecho de Juan Belmonte. Elegido ya entre los clásicos.
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