martes, 2 de octubre de 2007

ANACRONISMO DE LOS TOROS / Agustín de Foxá

POR AGUSTÍN DE FOXÁ

ABC. Madrid, 24 de Abril de 1957

El secreto de los toros reside en que es un espectáculo anacrónico. Cuando vuela un avión a reacción sobre el embudo dorado de la plaza, uno se asombra de que sean contemporáneos los hombres de arriba -tocando botones, radares, ondas hertzianas, luces parpadeantes en verde y rojo, palancas de robot, en el límite de los viajes interplanetarios- con los hombres de abajo, de verde manzana y plata, de corinto y oro, ídolos asiáticos con espada y lanza y saetas de papel rizado, entre caballos y toros, manejando la sangre en lugar de la gasolina, con la Muerte allí, en el diamante de la puntilla, que desconecta al toro de la red eléctrica de la Vida. O con la enfermería, entre santos óleos.

Cuando se desintegra la materia y se forma el hongo venenoso de ecuaciones de la bomba de hidrógeno, todavía unos mozos matan con la espada como en los albores de la Edad del Bronce. En torno a la plaza, de esta isla primitiva de relinchos y mugidos, de esa gota de selva, de esa partícula de Génesis, rugen los claxons, las bocinas, los motores del mundo hecho por el hombre, con su fauna mecánica, con sus "autos" -coches amputados de caballos-, con sus motocicletas con una muchacha a la grupa como un recuerdo atávico de la jaca; con su biscuter, mestizaje o cruce entre el automóvil y la motocicleta.

Vigilan al combate virginal, primitivo, fresco, palpitante, no unos ojos humanos, sino lentes de máquinas de turistas, teleobjetivos, cóncavas pupilas del "cine" en colores.

Una concesión del ruedo sangriento, de ese "confetti" de desierto, a la vida moderna, es el camión que riega la plaza con su abanico, con sus dos alas de agua.

Pero a los toros los siguen arrastrando las mulillas, siempre un poco espantadas ante la cabeza muerta. Y ni una rueda gira sobre la arena porque la rueda es humana; ninguna creación divina la utiliza; sino piernas o patas, o el reptar, o las aletas, o las alas.

El hombre de la ciudad; el de las oficinas y los empleos; el del piano tedioso de la máquina de escribir; el del alfabeto, sin poema de amor, de la taquigrafía; el de los archivos -que son los nichos de las cosas-; el de la hipoteca, que es lo más opuesto a un bosque en Primavera; el de los tranvías, que es la negación del libre galope; ese hombre va a la plaza a rejuvenecerse, a oír mugidos que jamás serán congelados en la serpiente del hilo magnetofónico; a escuchar relinchos que nunca se extenderán a secar, como ropa blanca, en los hilos de teléfono; a ver la sangre sin análisis ni velocidad de sedimentación; a contemplar apagarse corazones que no conocen el electrocardiograma. Los toros traen el campo a la ciudad, su paisaje de encinas y de ríos, sus florecillas amarillas o moradas de la Primavera. Hombres que nunca han visto la luna, ciudadanos del asfalto y de la propiedad horizontal, hablan de cuántas hierbas tiene ese toro; de los pastos de mayo que embravecen; de por qué los toros de aquella ganadería tienen las patas tan fuertes, ya que el abrevadero está a muchos kilómetros de “sus cerrados; y comentan cornadas, de las cuales ya nadie muere en el mundo. Los toros son el espectáculo de un pueblo religioso que juega con el Más Allá; no tienen nada de república ateniense (deporte), sino de Imperio romano (sacrificio).

Tenía razón aquel aficionado cuando decía que a los toros no iba uno a divertirse (el fútbol es mucho más divertido), porque tienen de todo menos de entretenidos. El toreo es intuitivo y racional, y matar frente a frente es maravillosamente absurdo existiendo mataderos de punzón eléctrico y frigoríficos donde la carne viva se convierte en cosa acartonada.

Todo lo que en el ruedo sucede es imprevisto y deslumbrante y allí se congrega todo lo inesperado; hay en los tendidos indios turistas de Bombay, chinos miopes; y entran, volando, villanos portadores de semillas; y alguna vez planea una paloma de tendido a tendido; o se suelta un globo; y discuten, y están a punto de pegarse, un abogado y un médico por la cojera de un toro; y preside un Rey o una princesa; y dos Felipes Segundos pintados por Velázquez -los alguacilillos- llevan al galope una enorme llave que no abre ninguna puerta.

En los toros se venden, astronómicamente, como en un eclipse, el sol y la sombra; ya semejanza de las rústicas cosechas, el espectáculo depende de la lluvia; de una nube que pasa.

Las gentes están tan tristes a la vuelta de los toros porque retornan a la vulgaridad, a la Civilización, a todo lo artificial y antibiológico.

Muchos pueblos han jugado con los toros; desde; hace miles de años en Creta, hasta el actual "rodeo" americano donde algunos capotazos de auxilio al vaquero caído son como la prehistoria de la arqueología del toreo. California está a punto de inventar las corridas de toros; como en las reelecciones de sus presidentes, Norteamérica está descubriendo la Monarquía.

Están tan en la entraña de nuestros sueños ancestrales los combates de toros, que han suscitado poemas, romances, novelas, esculturas, cuadros, músicas, grabados y óperas y todavía no ha surgido, ni creo que nacerá nunca, la Carmen, de Bizet, del fútbol; ni habrá tapices de Goya sobre un "penalti"; ni romances de Federico o décimas de Gerardo, a un "corner".

El toreo es casto y sensual; pueden ir a él los frailes y los niños, pero jamás una mujer es más apetecible que ensangrentada de claveles en una barrera de sol.

Antes, los toros eran más hermosos y bárbaros, y más imaginativos. Había plazas partidas; matadores en zancos; saltos a la garrocha; hombres como Martincho, que, esposado, saltaba desde una mesa sobre el lomo del toro; enanos y gigantes; globos de humo caliente; luchas de toros con leones y tigres; perros de presa...

Ahora, al intelectualizarse, las corridas han perdido vitaminas. Porque lo excesivamente clásico comporta algo de tedio. Y cuando se ve ese esqueleto de mármol, que es el Partenón, se siente, a veces, la nostalgia de las anárquicas gárgolas y de los monstruos de las sillerías de coro de nuestras Catedrales.

Cuando un pueblo sobre un bistec ensangrentado coloca, en lugar de mostaza, unas banderillas de lujo, se encuentra lejísimos de lo cartesiano y de la lógica.

Como el mito de Fausto y Mefistófeles, el toreo devuelve la juventud a la ciudad envejecida de reglamentos urbanos.

El toreo está fuera de nuestro tiempo; es un drama de capa y espada en el siglo del cinemascope. Y cuando un espada brinda a una bella mujer de anhelante pecho la muerte del toro, revive un piropo de hace veinte mil años.

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