miércoles, 12 de septiembre de 2007

La "españolada" y la "hombrada" /José María Pemán

POR JOSÉ MARÍA PEMÁN

ABC, Madrid, 9 de Octubre de 1949

Tan divertido como pelar almendras es sacarles a los hechos aparentemente banales sus sentidos ideológicos. Esto lo pensaba yo hablando, hace poco, con el representante de una gran firma cinematográfica americana, que me explicaba, con un expeditivo tono comercial, la razón y orientaciones de los "pedidos" que América hace, en estos momentos, a la inspiración española. Los productores cinematográficos manipulan como materia prima de su negocio la emoción humana: es curioso ver la desenvoltura con que cronometran nuestras risas o reaccionan y tasan nuestras lágrimas. Sus expresiones adquieren con respecto a las reacciones sicológicas, el estilo directo del hortera frente a sus piezas de tela: "Esto es lo último que hemos recibido en miedo" "este amor se empieza a llevar mucho"... Así es como aquel agente americano cifraba su pedido comercial a la creación española: "¡A España le pedimos todo lo que sea fuerza o raza. Comedias, no. Eso es cosa de matiz. Pero nos interesa mucho cuanto nos dé de conquistadores, bandidos, toreros, cante o baile".

Esto, hace poco, nos irritaba y casi avergonzaba: nos sentíamos como un tanto excluidos de la civilización europea, y ese certificado que nos extendían con respecto a la nulidad en el matiz amable y esa especialización en todo lo fuerte y agresivo nos parecía como un diploma de "africanismo" que nos picaba bastante. Porque el fenómeno no es nuevo. Ya hace tiempo que, cuando cualquier intelectual o simple viajero europeo nos visitaba por allá por Andalucía, algunos nos empeñábamos en conmoverlo con lo mucho que de tierra clásica, romanizada y helenizante, tiene aquella región. Pero era inútil: Europa ha venido siempre a Andalucía a descansar de sí misma. Y el más estricto universitario europeo, cuando se le está enseñando con gran ufanía la estatua togada del Arqueológico de Cádiz o las piedras de Itálica, empieza, con timidez, a derivar su charla hasta insinuarnos si aquella noche le podríamos enseñar un poco de cante y de baile. Claro que él se encubre todavía con el pretexto erudito de las "bailarinas gaditanas" de que habla Marcial, pero, en el fondo, es bien evidente lo que al profesor le interesa ver... Es inútil: todo visitante europeo mira con cierta distracción evasiva el serenísimo puente romano de Córdoba, porque está pensando en Romero de Torres.

Pero lo que digo es que esto que nos ha picado un tanto el amor propio durante mucho tiempo empieza a tener un sentido actual y profundo, tu que justifica que revisemos nuestra desilusión y la cambiemos por un poco la de ufanía. Nunca se ha acentuado más frenéticamente que ahora ese fenómeno. Hace poco Miguel Albaicín, el gran bailador, me lo decía: "Don José: Si ahora se pone uno un sombrero ancho y una chaquetilla corta y se le da la vuelta al mundo sin pasaporte." Creo que frente a esa universalidad del fenómeno, lo mejor es ya no entristecerse, sino ponerse anchos y tomarlos como un signo de que, en definitiva, nos habíamos adelantando a los tiempos: casi como un signo de aquella "españolización" de Europa y el mundo que soñaba Unamuno. Europa se ha cansado un poco de sí misma y ha agotado el callejón sin salida de una cultura intelectualista de matices. El "existencialismo", por lo menos- el literario, no significa otra cosa sino esa ansia de retorno hacia lo puramente vital. Y es en ese retorno hacia donde el mundo se ha encontrado con esos conquistadores, bandidos, toreros y bailadores que nos pedía comercialmente el productor americano. Esos chorros que energía humana se han metido sin sentir por las grietas del aburrimiento europeo. La bomba atómica, las revoluciones y la heroicidad han hecho que, de pronto, resulten contemporáneos y modernísimos nuestros toreros y bailadores frenéticos. "Españolada", que era palabra que nos avergonzaba un poco, ha acabado por resultar sinónimo de "hombrada". Y la “hombrada" está volviendo a llevarse en el mundo.

Por eso el agente cinematográfico americano nos ponía nuestro límite y nos decía: "Comedias, no." Era como si nos pusiera nuestro Pirineo ante el ímpetu africano que le interesaba en nosotros. Por "comedias" entendía esas construcciones humanas y normales en que se han especializado americanos y franceses, donde lo que importa es el matiz y todo discurre en una línea apacible entre bailes y tazas de té. Es el producto último de una civilización sin apelaciones a nada trascendente, y en la que el simple ser humano, aislado de todo trasmundo, centra todo interés de tal modo que sonreír, besar o poner los ojos en blanco es episodio suficiente para el Arte. Esto empieza a hacer crisis. El público tenía su coeficiente de besos posibles que presenciar, y al superar la cifra ha venido el hastío. Entonces, de golpe, se ha recrudecido la popularidad de otros seres excéntricos que, en vez de besar en la boca, matan toros, asaltan diligencias o dicen sus .penas y amores con unos retorcidos quejidos descomunales. Todo es relativo en la vida. Mientras se crece y se fía todo en los matices intelectuales, aquel ser duro y fuerte es llamado "bárbaro". Pero de pronto, todo aquello hace crisis, se sienten grandes peligros y horrores vitales y con un leve corrimiento de nomenclatura aquel bárbaro se encuentra convertido en titán, cíclope o semidiós. Los calificativos de los hombres son muy circunstanciales: y de la barbarie a la mitología hay un trecho corto por el que va y viene la apreciación humana, según lo exigen sus cansancios o sus miedos.

Así, cualquier español que viaja ahora percibe la extrema revalorización de nuestro toreo. Yo recuerdo perfectamente que en mi juventud eran, un poco, nuestro descrédito y nuestro remordimiento. Lo más que hacíamos ante Europa era disculparnos de ellos. Después de la primera guerra mundial, la generación de Lorca, Alberti, Gerardo fue la primera que se atrevió a hacerle versos a nuestro pecado nacional. Hoy hemos llegado al extremo expuesto. Los toros son el gran crédito y propaganda de España. Los españoles somos unos seres que sí criamos naranja, hacemos aceite y vino y pintamos bastante bien. Pero sobre todo somos unos hombres que matamos toros. Y lo mismo el baile. Les encantamos bailando a la andaluza porque hacemos fuera de todo canon racionalista. El europeo se alivia as grietas del aburrimiento viendo estremecerse a la bailadora, porque, en el fondo, le parece que le está dando puntapiés y manotazos a Kant a Gide, a Valery y a Bernard Shaw.

No es que yo apruebe esto del todo ni lo vea con total alegría, pero por lo menos, ya que el enfoque no parece tener remedio, yo le pediría únicamente a Europa que fuera lógica hasta las últimas consecuencias. Ya que nos quieren tan pintorescos. que nos dejen ser pintorescos hasta el fin. Si tanto les gusta nuestro cante y baile, que nos toleren también esta gran juerga flamenca que suelen ser nuestras instituciones peculiares y nuestro original modo de reírnos. Y que para los recortados patrones decimonónicos y europeizantes tan grises y forzados para nosotros -Cámara, comicios, elecciones-, tengan prevenida la cautela limitadora del ente cinematográfico americano: “Comedias, no”.

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